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Arnold Bennett - Cómo vivir con 24 horas al día (Spanish Edition)

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Arnold Bennett Cómo vivir con 24 horas al día (Spanish Edition)
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    Cómo vivir con 24 horas al día (Spanish Edition)
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    2014
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Cómo vivir con 24 horas al día (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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Este no es un libro de autoayuda: no le hablará acerca de cómo canalizar sus energías positivas o del poder mágico de creer en sus sueños. Tampoco le explicará cómo ser más productivo y ganar siempre, ni cómo dominar el exitoso sistema de organizació personal XXX, ni le enseñará las siete claves de la felicidad que transformarán su vida; y, por supuesto, no espere que le desvele el secreto para sacarle más horas al día. Arnold Bennett solamente le promete una cosa: «resultados exiguos en pago a ingentes trabajos». Con esta franqueza inhóspita —y una pluma bien cebada de humor británico— el autor juguetea con nuestras nociones del tiempo y la realidad en pos de ese aderezo último, ese «algo» esquivo cuya supuesta ausencia nos mantiene en vilo. Un somero ensayo que alcanzó el podio editorial en Gran Bretaña y Estados Unidos, y que hoy, como ayer, sigue pidiéndonos cuentas por esas eternas y fugaces veinticuatro horas de cada día.

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N OTA AL TEXTO

Cómo vivir con 24 horas al día apareció originalmente como una serie de doce entregas en el Evening News, entre el 6 de mayo y el 13 de junio de 1908. No obstante, del diario de Arnold Bennett se desprende que, con bastante probabilidad, el texto había sido redactado ya a lo largo del año anterior.

Su recepción fue muy favorable, tanto por parte de la crítica como, sobre todo, del público. Varios lectores solicitaron una recopilación en forma de libro, idea que atraía a Bennett pero que su agente literario le desaconsejó: poner algo de esa naturaleza entre tapas, argüía este, no le haría ningún bien a su reputación como novelista. Pese a tales pronósticos, Bennett dio su conformidad y el libro salió a la venta el 3 de junio de 1908, antes incluso de finalizar la publicación de la serie en el periódico.

La intuición de su agente se demostró atinada y, desde entonces, en algunos de los salones literarios más exclusivos el nombre de Bennett compitió en dignidad con la moqueta. Sin embargo, fuera de ellos el libro obtuvo un triunfo inesperado. Hacia el final de su vida, el propio Bennett aseguró que se había vendido mejor que cualquiera de sus demás obras y que le había reportado más parabienes que todas ellas juntas. En Estados Unidos varios médicos llegaron a recetar el libro a sus pacientes, y Henry Ford le dijo en una ocasión que había comprado quinientos ejemplares para repartirlos entre sus empleados.

Para la presente versión en español se ha utilizado la edición de George H. Doran Company de 1910, que incluye un prefacio del autor.

C ÓMO VIVIR CON

HORAS AL DÍA
P REFACIO A ESTA EDICIÓN

A UNQUE ubicado al comienzo, como dicta la norma, este prefacio debería leerse una vez terminado el libro.

He recibido numerosas cartas a propósito de esta pequeña obra, y se han publicado muchas reseñas de la misma; algunas, poco menos extensas que el propio libro. Pero casi ningún comentario ha sido negativo. Hay quien ha tachado el tono de frívolo, mas dado que para mí no lo es en absoluto, he desestimado tal observación; y de no haber expresado nadie reproche más duro, ¡bien podría haber concluido que el texto era inmejorable! No obstante, se me ha hecho llegar una crítica más seria —no a través de la prensa, sino de varias misivas a todas luces sinceras— y debo ocuparme de ella. Si consulta el capítulo IV comprobará que ya vaticinaba y temía esta desaprobación. El fragmento que ha ocasionado las quejas es el que sigue: «En la mayoría de los casos, [el hombre típico] no siente precisamente pasión por sus quehaceres; a lo sumo, no le desagradan. Aborda sus tareas más bien a regañadientes, tan tarde como puede, y las concluye gozoso, lo antes posible. Y mientras se ocupa de su labor, sus motores rara vez trabajan a toda máquina».

No me cabe duda, y lo afirmo con toda franqueza, de que hay muchos trabajadores —no solo aquellos en puestos de alto nivel o con buenas perspectivas de futuro, sino también humildes subalternos sin porvenir— que disfrutan con sus obligaciones, que no las eluden, que no llegan a la oficina tan tarde como pueden y la abandonan cuanto antes; que, en una palabra, ponen todo su nervio en el cometido diario y acaban de veras rendidos al final de la jornada.

Estoy dispuesto a creerlo. De hecho, lo creo. Lo sé. Siempre lo he sabido. Tanto en Londres como en provincias me tocó ocupar cargos subordinados durante largos años, y no se me escapó entonces el hecho de que una parte de mis colegas manifestaba lo que bien podría llamarse un entusiasmo veraz por sus funciones, y que mientras se aplicaban a ellas en verdad vivían con todo su ser. Pero sigo convencido de que estos afortunados y dichosos individuos (más dichosos quizá de lo que imaginaban) no constituían ni constituyen una mayoría ni nada que se le asemeje. Sigo convencido de que, por regla general, la mayor parte de los trabajadores más o menos concienzudos —hombres con aspiraciones e ideales— no regresan a casa por la noche realmente extenuados. Sigo convencido de que ponen tan poco empeño en la consecución de su sustento como les resulta posible, y que su profesión les produce más hastío que interés.

Así y todo, reconozco que esta minoría tiene suficiente relevancia para merecer nuestra atención, y que no debí haberla ignorado tan a la ligera. Uno de mis lectores resumía de este modo tan coloquial el gran escollo al que se enfrenta la minoría laboriosa: «Estoy tan deseoso como cualquiera de hacer algo que vaya “más allá de mi programa”, pero permítame decirle que cuando llego de vuelta a casa a las seis y media de la tarde no estoy para nada tan fresco como usted parece imaginar».

Ahora bien, debo aclarar que el caso de la minoría, que se entrega con pasión y entusiasmo a su cometido diario, es muchísimo menos deplorable que el de la mayoría, que se arrastra medio desganada y sin vigor a lo largo de su jornada oficial. Aquellos no precisan tanto de consejos sobre cómo vivir. Al menos durante su jornada de unas ocho horas están verdaderamente vivos; sus motores operan a pleno rendimiento. Puede que no aprovechen del todo las restantes ocho horas útiles de su día, o que incluso las desperdicien; pero es menos desastroso malgastar ocho horas que dieciséis: más vale haber vivido un poco que no haberlo hecho nada. La auténtica tragedia es la de aquel hombre carente de ánimo tanto en la oficina como fuera de ella, y es a él a quien sobre todo va dirigido este libro. «Pero —dirá ese otro hombre más afortunado—, aunque mi programa habitual sea más intenso que el suyo, ¡también yo deseo superarme! Ya vivo un poco; ahora quiero vivir más. Pero de ninguna manera podría soportar una segunda jornada de trabajo encima de la oficial».

Lo cierto es que debería haber adivinado la necesidad de otorgar mayor atención a quienes ya tenían algún interés en su existencia. Nadie exige más a la vida que quien la ha saboreado ya; y a nadie cuesta más despertar que a quien nunca se levanta de la cama.

Bien, supongamos que usted, el de la minoría, trabaja con tal ahínco para ganarse el pan que no se ve capaz de llevar a la práctica todas las sugerencias recogidas en las siguientes páginas; no obstante, quizá sí algunas. Admito que tal vez no pueda aprovechar el trayecto de vuelta a casa por la noche, pero la recomendación de hacerlo con el de la ida a la oficina por la mañana no es menos válida en su caso. Y ese intervalo semanal de cuarenta horas que va del sábado al lunes es tan suyo como de cualquier otro hombre, por mucho que algo de fatiga acumulada le pueda impedir explotarlo al máximo. Nos queda, pues, la significativa porción de tres o más noches a la semana. Me asegura usted categóricamente que por la noche está demasiado cansado para hacer nada que se salga de su programa; y con la misma rotundidad le replico yo que si su jornada de trabajo habitual es agobiante a tal extremo, entonces su vida padece un desequilibrio que debe corregirse. Ninguna jornada laboral debería acaparar todas las energías de un hombre. ¿Qué hacer, pues?

Lo más sencillo es recurrir a una triquiñuela para guardarse de ese fervor suyo por el trabajo. Aplique ese ímpetu a algo más allá de su programa antes de hacerlo en el programa mismo, no después. En resumidas cuentas: madrugue más. Me dice usted que no puede. Me dice que le es imposible acostarse más temprano: hacerlo incomodaría al resto de la familia. Bien, yo no creo que sea imposible irse antes a la cama. Creo que si persevera en su empeño por madrugar más —y dado que la consecuencia natural de esto es la falta de sueño—, a no mucho tardar encontrará el modo de acostarse antes. Aun así, tengo la sensación de que el resultado de madrugar más no será ninguna falta de sueño. Mi opinión, cada año más firme, es que el descanso no deja de ser en buena medida una cuestión de hábitos… y de pereza. Estoy seguro de que la mayoría de la gente duerme tanto porque no se le ocurre ningún otro pasatiempo mejor. ¿De cuántas horas de sueño cree que disfruta ese hombre de aspecto saludable que a diario atraviesa con estruendo su calle al volante de una furgoneta de Carter Paterson? He buscado el parecer de un médico a este respecto. Se trata de un profesional que durante veinticinco años ha dirigido un importante consultorio en una próspera zona residencial a las afueras de Londres, habitada por personas del mismo tipo que usted y yo. Es un hombre seco, y seca fue su respuesta: «La mayoría de la gente acaba idiotizada de tanto dormir». A continuación, compartió conmigo su sentir de que nueve de cada diez hombres gozarían de mejor salud y más diversión si pasasen menos tiempo en la cama. Otros facultativos me han confirmado este dictamen, el cual, por supuesto, no atañe a los jóvenes en edad de crecimiento.

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