Aquel que hoy se cae, se levantará mañana.
E s más rico el rico cuando empobrece que el pobre cuando enriquece.
— N uestra tierra está viva, Esperanza —dijo Papá, mientras la llevaba de la pequeña mano por las suaves colinas del viñedo.
Vides frondosas tapizaban los emparrados, y las uvas estaban maduras. Esperanza tenía seis años y le encantaba caminar con su papá por las hileras sinuosas, levantar la vista y ver en sus ojos el amor que él sentía por su tierra.
—Todo este valle respira y está vivo —dijo Papá, señalando las montañas distantes que los protegían—. Nos da uvas y luego ellas nos dan la bienvenida.
Tocó levemente un zarcillo que se asomaba en la hilera y parecía esperar para darle un apretón de manos. Tomó un puñado de tierra y lo observó.
—¿Sabías que cuando te acuestas sobre la tierra la sientes respirar, sientes latir su corazón?
—Papi, quiero sentirlo —dijo.
—Ven.
Caminaron hasta el final de la hilera, donde la inclinación de la tierra formaba una colina cubierta de hierba.
Papá se acostó boca abajo y miró a Esperanza mientras golpeaba ligeramente la tierra.
Esperanza se alisó el vestido y se arrodilló. Luego, como una oruga, se fue acercando a él hasta quedar a su lado. Sobre una de sus mejillas sentía el sol caliente y sobre la otra, el calor de la tierra.
Soltó una risita.
—Shhh —dijo—. Sólo puedes sentir el latido de la tierra si te quedas quieta y callada.
Ella se tragó la risa y después de un momento dijo:
—Papi, no oigo nada.
—Aguántate tantito y la fruta caerá en tu mano —respondió—. Debes tener paciencia, Esperanza.
Esperó, acostada en silencio, observando los ojos de Papá. Y entonces lo sintió. Muy bajito al principio. Un retumbar suave. Luego más fuerte. Un ruido sordo, tom, tom, tom , contra su cuerpo.
Podía escuchar el latido que inundaba sus oídos. Tom, tom, tom .
Miraba a Papá sin querer decir ni una palabra para no perder el sonido. Para no olvidar el corazón del valle.
Se apretó con fuerza contra el suelo, hasta que su corazón empezó a latir con el de la tierra y con el de Papá. Los tres a la vez.
Sonrió a Papá sin necesidad de hablar. Sus ojos lo decían todo.
Y él sonrió como diciéndole que sabía que ella lo había sentido.
P apá le pasó el cuchillo a Esperanza. La hoja era corta y curvada como una guadaña. La gruesa empuñadura de madera se ajustaba perfectamente a la palma de su mano. Esa tarea se reservaba normalmente para el hijo mayor de un ranchero adinerado, pero como Esperanza era hija única, y el orgullo y la dicha de Papá, siempre hacía los honores. La noche anterior había visto a Papá afilar el cuchillo, pasando el filo hacia delante y hacia atrás sobre una piedra, así que sabía cortaba como una navaja.
—Cuídate los dedos —dijo Papá.
El sol de agosto prometía una tarde seca en Aguascalientes, México. Todos los que vivían y trabajaban en El Rancho de las Rosas se habían reunido junto a los viñedos: la familia de Esperanza, el servicio doméstico del rancho con sus largos delantales blancos; los rancheros montados en sus caballos, listos para arrear el ganado, y cincuenta o sesenta campesinos, con sombreros de paja en la mano y sosteniendo sus propios cuchillos. Llevaban camisas de manga larga, pantalones anchos atados con una cuerda a los tobillos y pañuelos en la frente y el cuello para protegerse del sol, el polvo y las arañas. Por su parte, Esperanza llevaba un ligero vestido de seda que le llegaba casi hasta el borde de sus botas de verano y no tenía sombrero. En la cabeza llevaba un lazo ancho de satén cuyos extremos le caían sobre su largo cabello negro. Los racimos maduros se apiñaban en las cepas. Ramona y Sixto Ortega, los padres de Esperanza, estaban a su lado. Mamá, delgada y elegante, como siempre, con el cabello trenzado sobre la cabeza; Papá, apenas un tantito más alto que Mamá, con un bigote canoso con los extremos levantados. Le señaló las vides a Esperanza. Esta se dirigió hacia las parras y cuando miró hacia atrás, a sus padres, ambos sonrieron y asintieron con la cabeza, animándola a seguir. Cuando llegó a las cepas, separó las hojas y agarró con cuidado un tallo grueso. Colocó el cuchillo encima, hizo un movimiento rápido y el pesado racimo de uvas cayó en su mano. Esperanza volvió adonde estaba Papá y le dio el racimo. Papá lo besó y lo sostuvo en alto para que todos lo vieran.
—¡La cosecha! —dijo Papá.
—¡Bravo, bravo! —retumbó un grito de alegría.
Los campesinos se dispersaron por el campo y empezaron a recoger la uva. Esperanza se quedó con sus papás, entrelazó sus brazos con los de ellos y se quedó a admirar la labor de los trabajadores.
—Papi, esta época del año es mi favorita —dijo mientras miraba las camisas de colores de los trabajadores que se movían entre las parras. Las carretas iban y venían de los viñedos a los enormes depósitos donde se guardaban las uvas para llevarlas al lagar.
—¿Será que cuando termine la vendimia alguien cumplirá años y habrá una gran fiesta? —preguntó Papá.
Esperanza sonrió. Cuando los viñedos rendían la cosecha, ella cumplía un año más. Esta vez cumpliría 13. La vendimia duraría tres semanas y luego, como todos los años, Mamá y Papá organizarían una fiesta por la cosecha y por su cumpleaños.
Marisol Rodríguez, su mejor amiga, vendría con su familia para la celebración. Su padre cultivaba árboles frutales y vivía con su familia en la propiedad de al lado. Aunque las casas estaban a varios acres de distancia, ellas se reunían todos los domingos bajo la encina de una colina que había entre los dos ranchos. Sus otras amigas, Chita y Bertina, también vendrían a la fiesta, pero vivían más lejos y Esperanza no las veía tan a menudo. Las clases en el colegio San Francisco no empezaban hasta después de la cosecha, y Esperanza se moría de ganas de verlas. Cuando se juntaban todas, hablaban sólo de una cosa: las fiestas de quinceañeras que celebrarían al cumplir 15 años para presentarse en sociedad. Todavía les faltaban dos años, pero tenían que hablar de los lindos vestidos de fiesta blancos que llevarían, de las grandes fiestas a las que irían y de los hijos de las familias más ricas que bailarían con ellas. Después de la fiesta de quinceañeras ya podrían ser cortejadas, casarse y convertirse en las patronas de su hogar, llegando así a la posición que sus madres ocuparon antes que ellas. Sin embargo, Esperanza prefería pensar que ella y su futuro marido vivirían siempre con Mamá y Papá. Porque no podía imaginarse viviendo en otro lugar que no fuera El Rancho de las Rosas, ni con menos empleados, ni sin estar rodeada de la gente que la adoraba.
* * *
La cosecha duró tres semanas y todo el mundo esperaba ansioso la fiesta de cumpleaños. Esperanza recordó las instrucciones de Mamá mientras recogía rosas del jardín de Papá:
—Mañana debe haber ramilletes de rosas y cestas con uvas en todas las mesas.
Papá había prometido encontrarse con ella en el jardín y siempre cumplía su palabra. Se agachó para cortar una rosa roja completamente abierta y se pinchó con una espina. De la punta del pulgar brotaron grandes perlas de sangre y automáticamente pensó “mala suerte”. Rápidamente se envolvió el pulgar con la esquina del delantal y decidió no seguir pensando tonterías. Luego cortó con cuidado la rosa que la había herido. Al mirar hacia el horizonte, vio desaparecer el último rastro del sol detrás de la Sierra Madre. Pronto caería la noche y un sentimiento de intranquilidad y preocupación la invadió.