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Francisco Martín Moreno - Cuando México perdió la esperanza

Aquí puedes leer online Francisco Martín Moreno - Cuando México perdió la esperanza texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2020, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial México, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Francisco Martín Moreno Cuando México perdió la esperanza
  • Libro:
    Cuando México perdió la esperanza
  • Autor:
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    Penguin Random House Grupo Editorial México
  • Genre:
  • Año:
    2020
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Cuando México perdió la esperanza: resumen, descripción y anotación

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A mis compatriotas que no tomaron en cuenta las enseñanzas de la historia ni se - photo 6

A mis compatriotas que no tomaron en cuenta las enseñanzas de la historia ni se preocuparon de estudiar la personalidad anacrónica y destructiva de AMLO, y votaron sin imaginar los terribles peligros de volver a convertir a México en el país de un solo hombre... Y, para la ruina de México, ganaron...

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Primera parte

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.

GROUCHO MARX,
actor y cómico

.

Todo parecía indicar el ensayo de una escena cómica. Antonio M. Lugo Olea, AMLO, primer mandatario de México, y Mariano Everhard, secretario de Relaciones Exteriores, se encontraban reunidos en Palacio Nacional, precisamente en el despacho presidencial. Ambos permanecían mudos, impertérritos, inmóviles, con la mirada clavada en el aparato telefónico, un monstruo color rojo dispuesto a eructar en cualquier momento. Era posible escuchar el batir de las alas de un díptero. De tiempo en tiempo, los dos altos funcionarios cruzaban miradas congestionadas por la ansiedad. Donald Trump, a través del Departamento de Estado, había solicitado a la cancillería mexicana una conversación entre ambos presidentes a las 4 de la tarde, hora de México. Había transcurrido media hora más de lo acordado y, sin embargo, la llamada tan esperada no se producía. ¿Trump se daba a desear otra vez o comprobaba de nueva cuenta su manera de imponer su autoridad? En cambio, cualquier presidente o primer ministro, ¿iba a enfrentar las consecuencias de no llamar en punto de la hora acordada al jefe de la Casa Blanca? Solo cabía, entonces, la posibilidad de resignarse y someterse al imperio del norte, a la voz sonora del amo, al tronido de sus dedos, les pareciera o no. ¿Cuál dignidad ni cómo cuidar la fachada? ¿Cuál fachada? El tan cantado tema de la soberanía funcionaba a la perfección solo en los discursos populacheros de campaña entre descamisados. Su única preocupación por el momento se llamaba Trump, Trump y solo Trump, bueno y, claro estaba, también Trum… ¿Conclusión? Sentarse paciente o impacientemente a esperar… Un político incapaz de masticar un ratón vivo sin hacer una sola mueca de asco habría equivocado su profesión.

No resultaba sencillo, en lo absoluto, intercambiar puntos de vista con el hombre más poderoso del mundo en el orden militar, económico, comercial y tecnológico. Más complejo aún, si se trataba de un sujeto agresivo, intolerante, mal educado, soberbio y altanero, incapaz de aceptar puntos de vista ajenos, acostumbrado, además, a imponer siempre su ley y a aplastar a sus adversarios con el dedo pulgar contra la cubierta de su escritorio, como si machacara una pulga.

Los cerezos florecientes a finales de abril y mayo estarían pintando de rosa las márgenes del Potomac y sus alrededores, en tanto los fríos del noreste norteamericano habían desaparecido por completo y los días se hacían cada vez más largos y tibios. Los jardines de la Casa Blanca, con su colorido séquito de aves y flores, estarían relucientes con el feliz y cálido arribo de la primavera y su magia de la vida. Las primeras mariposas festejaban, en su vuelo rítmico y apresurado, el final de las fatales heladas. Sí, lo que fuera, pero el teléfono no sonaba. ¿Se trataría de una confusión? De buen tiempo atrás habría concluido el lunch time en la capital de los Estados Unidos. ¿Qué ocurriría?

De vez en cuando se escuchaba el grito rutinario de uno de los vendedores ambulantes de la calle de Corregidora, a un lado del Zócalo capitalino:

—¡Hay memeeeelaaaas! ¡Llévelas por 20 pesos, por 20 pesitos lleve las memelas…!

Mientras esperaban la comunicación proveniente de Washington, alcanzaron a oír los anuncios lejanos de un merolico que proponía la venta de un magnífico ungüento:

—Señor, señora, si no puede dormir de noche, no se preocupe, duerma de día, pero siempre untándose en la nariz la pomada “Abuelita…” Por 5 pesos, duerma como mi abuelita…

No, el momento no se prestaba para festejos jocosos ni para risas ni para disfrutar el sentido del humor de los mexicanos, una fuerza inextinguible y particularmente útil para sortear las diversas crisis padecidas desde que la historia es historia. ¿Dónde se había visto a un mexicano que no se burlara de todo y de todos, y en las peores circunstancias? ¿De la muerte? ¡De la muerte! ¿De ellos mismos? ¡De ellos mismos! ¿De a quienes consideraran culpables de sus males? ¡De a quienes consideraran culpables de sus males! ¿De la patada recibida por un jugador de futbol que se retorcía de dolor tirado en el pasto, de la revolcada de un torero, de la cara o de los defectos físicos o mentales de un presidente? Claro: un mexicano siempre preferirá, en su tragedia, reír antes que llorar. Cuando te mueras, cuando te lleve la chingada, tendrás toda la oportunidad para estar serio, muy serio y por mucho tiempo… “No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así, llorando se acaba”, dice la letra de una canción que expresa en su trágica magnitud la idiosincrasia nacional.

Entre el griterío urbano, las dudas, la incertidumbre, el miedo a cometer una equivocación con sus temibles consecuencias, propiciar, sin querer, un malentendido o entablar una conversación inoportuna con Trump, escasamente dueño de sus emociones, prevalecía una densa atmósfera de agobio y de suspenso. El presidente podría estar abrumado por la pandemia y por el enorme número de muertos y contagiados en Estados Unidos, o por las sospechas originadas en China respecto a si el coronavirus había sido creado intencionalmente en un laboratorio de Wuhan o se trataba de un gravísimo error técnico, o estaría fuera de sí por el desplome de la actividad económica yanqui y la pavorosa explosión de casi 40 millones de desempleados en plena campaña de su reelección presidencial, entre otras razones que podrían sepultar a cualquiera en el insomnio. AMLO, abiertamente agobiado, se preguntaba en su interior: ¿y si me grita y pierde el control y me regaña como yo le jalaría las orejas a un alcalde de Macuspana? ¿Y si me mienta la madre sin que yo entienda una sola palabra? No, repuso él mismo en silencio, con el ánimo de tranquilizarse: no, claro que no, él se cuidará de agredirme y de faltarme al respeto, porque desea que lo apoye en su campaña con los casi 40 millones de mexicanos que viven en Estados Unidos. Trum no da paso sin huarache… A saber…

En ese momento, a las cinco y cuarto de la tarde, más de una hora interminable después de lo acordado, de repente repiqueteó el teléfono colocado sobre la cubierta de una mesa pequeña, esquinera, perfectamente barnizada. El aparato juguetón parecía anunciar una buena noticia en su elocuente jolgorio. Lugo Olea saltó de improviso del sillón de piel capitoneado color café, como si hubiera escuchado el sonoro estallido de un látigo circense, o hubiera sentido una víbora húmeda y gelatinosa enredándose entre sus piernas.

El secretario de Relaciones Exteriores, al ponerse a su vez de pie —tal pareciera que Trump hubiera ingresado al despacho presidencial mexicano azotando la puerta—, no dejó de contemplar, sorprendido, la extraña conducta de Lugo Olea. Mariano trató de tomar la bocina, con la debida parsimonia, en tanto metía y sacaba compulsivamente la mano izquierda del bolsillo de su saco. Buscaba tal vez un pequeño aerosol para perfumar su aliento o un peine, con el deseo de estar bien presentado. Exhibía el rostro contrahecho, el ceño fruncido, la mirada aguda propia de un aguilucho, las evidencias de la tensión prevaleciente que Trump, conocedor del lenguaje corporal, imprescindible en el mundo de los negocios, hubiera podido aprovechar y capitalizar a su favor, de haberse entrevistado cara a cara con ellos en el Salón Oval.

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