Cuando Pearl S. Buck recibió el PREMIO NOBEL de literatura, en 1938, no hacía sino recoger el fruto de la abnegada siembra que había realizado a lo largo de muchos años de esfuerzos.
Hija de misioneros, nació en China y vivió allí gran parte de su vida; fue corresponsal de varios periódicos y profesora de la universidad de Nanking durante diez años, lo que le permitió conocer a fondo la vida y costumbres de aquel país, que luego dio a conocer al mundo entero a través de sus obras.
En méritos a esta comunicación entre pueblos de distintas razas y cultura es por lo que le fue concedido el preciado galardón.
Mariano Hispano
Pearl S. Buck
ePub r1.0
Titivillus 24.01.16
Título original: Pearl S. Buck
Mariano Hispano, 1972
Diseño de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
CAPÍTULO PRIMERO
CIUDADANA DEL MUNDO
Algunos hombres, en su sincero amor al prójimo, quieren transmitir a toda la humanidad el sentimiento acumulado en sus corazones; necesitan, por decirlo así, la comunicación con sus semejantes con tal fuerza y calor que han abolido el simbólico marco a que los reducen las fronteras de sus países y libres de toda traba, cambian su ciudadanía por otra ilimitada, sin barreras, que les permite abarcar en su mente a toda la población del planeta, sintiéndose, a un tiempo, parte de ella.
A estos seres se les conoce con el nombre de «ciudadanos del mundo».
Embargados del más sublime altruismo renuncian así a su pequeño mundo para lanzarse a la aventura de ganar aquel otro, universal, que consideran meta más noble y ambiciosa.
No se sabe en cuántas ocasiones habrán logrado la plenitud de su propósito. Es de imaginar que, en gran parte, estos hombres no han hecho más que llevar su mundo a otros mundos y es posible que en el contraste encontrado se hayan estrellado buena parte de sus nobles fines; que esos mundos se hayan rechazado, por dispares, al no encontrar el elemento que los fusionase.
Porque también en los distintos mundos, como en las psicologías, y aun en los diferentes afectos existe el rechazo, al igual que ocurre en el trasplante de órganos en la más moderna y avanzada cirugía.
¿Por qué ha de suceder esto cuando la meta es la comprensión y el afecto sincero, la hermandad entre los seres humanos?
A simple vista parece absurdo, admitido el hecho universal que el hombre, en su esencia, es el mismo en cualquier rincón del planeta; que iguales vendavales, pasiones y misticismos lo conmueven en el Este que en el Oeste, en el Norte que en el Sur. Entonces, ¿por qué no encuentra la mayor de las veces el camino, la comunicación y la correspondencia que busca con sus semejantes?
Pearl S. Buck podría, muy bien, responder a estas preguntas.
Podría hacerlo porque su alma fue modelada, sin darse cuenta, en contrastes tan vivos y contradicciones tan profundas, que sin proponérselo fusionó en sí lo más hondo de la psicología de dos civilizaciones, dos mundos, dos culturas y la cotidiana vivencia de dos estados: el de la miseria y el del decoro.
Sus padres no siendo ricos tampoco carecieron, salvo en situaciones de excepción, de lo más elemental, comprendiendo, incluso, el pequeño lujo o refinamiento de la decoración agradable de su hogar; sin embargo, sus amigos, especialmente en la infancia, vivían en la más espantosa miseria y Pearl S. Buck la compartía con ellos con la naturalidad de quien no conoce otra cosa.
Siendo norteamericana de nacimiento aprendió a hablar el chino antes que su idioma natal. Recibió la primera educación repartida entre su madre y el profesor Kung, recibiendo así, en partes iguales, la esencia de dos culturas distintas.
Conoció, porque formaba parte de ellos, el íntimo sentir de los nativos y como ellos consideraba «Yang Kwei-Tse» —diablos extranjeros— a los ingleses, alemanes y franceses que expoliaban el país en el que vivía, que entonces consideraba suyo.
Sin embargo, China no era su patria.
Inteligente y sensible, siendo muy joven descubrió la esterilidad del esfuerzo de sus padres al pretender cambiar la raíz mística y cultural de un pueblo, tan antiguo y sentado en pilares tan recios, como es el chino.
Como prueba de la difícil fusión de esos mundos dispares, que aun queriendo unirlos imbuidos del más desinteresado amor se repelen, podríamos consignar aquí la anécdota vivida por Absalom Sydenstricker, misionero americano y padre de Pearl S. Buck, quien en medio de un vehemente sermón observó que sus oyentes iban abandonando la iglesia. El hecho en China no es signo de menosprecio, ni puede tomarse por ofensa. De acuerdo a su educación, un chino puede ausentarse en el momento que lo desea. Lo significativo fue que un anciano, al darse cuenta de la marcha de sus compañeros, les reprendió diciéndoles: «Quedaos. Hemos de dar a este hombre la oportunidad de que gane para su alma el Cielo».
A Pearl S. Buck no le ocurrió nunca semejante divorcio en la comunicación con sus amigos. Porque las penalidades y el dolor unen a los seres humanos más que la alegría y la opulencia. Y Pearl S. Buck compartió con sus hermanos chinos lo mismo la miseria, que el miedo, que el dolor. Incluso en la época en que empezaron las convulsiones nacionalistas y políticas, después de 1911, sus amigos chinos y sus mismos servidores fueron quienes se encargaron de proteger sus vidas, porque «ellos» eran distintos a los otros blancos.
La larguísima permanencia en tierras chinas, salpicada de fugaces viajes a su patria, influye en su alma y sólo cuando visita la casa de sus mayores, en Vermont, y conoce a su abuelo y a sus tíos y primos, descubre por primera vez unas raíces que ignoraba y que le hacen sentirse miembro de aquel otro mundo.
Desde aquel momento, al tener conciencia plena de su otra nacionalidad, la lucha estalla en su interior. Tiene que definirse. Elegir entre el mundo en el que ha vivido y el suyo. Es americana; lo son sus padres y abuelos, sus tíos y primos. No hay en la familia una sola gota de sangre asiática, la duda, por tanto, parece obvia.
Es la mente quien elige, no el corazón. Pero cuando la mente calla, habla el corazón. Y entonces, vuelve a ella el recuerdo del profesor Kung, de su «amah», de las pequeñas aldeas que ha visitado; de los ancianos sentados al sol, reverenciados y queridos por todos; vuelve a ella el recuerdo del rostro perfilado y cruel de los cabecillas militares, de los bandidos, de los recaudadores de impuestos. Aflora a su memoria la mirada triste e implorante de los seres que abandonan el Norte en las épocas del hambre; la mirada de las madres que han vendido a una hija para salvar de la muerte al resto de la familia y, entonces, duda. En aquel momento se da cuenta que es su otra vida la que le hace palpitar. En ésta, la americana, todo es perfecto y nadie la necesita.
Pearl S. Buck, que no fue nunca misionera como sus padres, que percibió el fracaso del esfuerzo que hacían, del tremendo sacrificio estéril y casi absurdo, se había penetrado, sin embargo, de aquel sentimiento evangelizador.
Quería elegir entre sus dos patrias y no lo conseguía.
Y cuando se estableció definitivamente en los Estados Unidos, y los acontecimientos políticos y militares del mundo no le permitieron regresar a China, su corazón ha latido pendiente siempre de aquellas tierras y en sus recuerdos y sueños, no ve los alegres valles de Vermont, sino los suaves y dulces paisajes chinos.