James Cain - Galatea
Aquí puedes leer online James Cain - Galatea texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1994, Editor: TusQuets, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:
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- Libro:Galatea
- Autor:
- Editor:TusQuets
- Genre:
- Año:1994
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Galatea: resumen, descripción y anotación
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GALATEA
James M. Cain
Editorial Lumen
Colección dirigida por
JAMES M. CAIN
Traducción de Víctor Pozanco
Título original: Galatea
Publicado por Editorial Lumen, S.A.
Ramón Miquel i Planas, 10 - 08034 Barcelona. Reservados los derechos de edición
en lengua castellana para todo el mundo.
Primera edición: 1994
© 1953 by James M. Cain, copyright renewed
1981 by Alice M. Piper
Depósito Legal: B. 26.838-1994 - ISBN: 84-264-1230-0
Printed in Spain
Esta historia transcurre en el sur de Maryland, una franja de tierra en la que se asientan cinco pequeños condados, entre los estuarios del Patapsco, del Chesapeake y del Potomac, y que si geográficamente es la región más septentrional del Sur, espiritualmente es su corazón mismo. Muchos nombres, lugares y leyendas les resultarán familiares a los marylandeses, pero los personajes son imaginarios y no representan, ni pretenden representar, a personas reales. I
Picaba, excavaba y paleaba, y, cuanto más cavaba, más seguro estaba: me vigilaban.
Al principio, traté de no darle importancia. Lo menos que podía esperar un atracador en su primer día fuera del talego, tras aquella patraña de la libertad condicional, era que lo vigilasen, especialmente si lo dejaban solo en el rancho en el que lo habían puesto a trabajar.
Pero me ponía nervioso. Y es que, aunque no estuviese haciéndolo bien, el trabajo que me mandaron se las traía. Me ordenaron arrancar los árboles.
Lo normal era alquilar una excavadora. Pero, no sé si por ahorrar o por ponerme a prueba, nadie dijo una palabra de la excavadora, y me dejaron sin más que lo que había en el cobertizo de las herramientas: una cadena, un rollo de soga, un juego de poleas y una escalera.
Pensé arreglármelas encadenando dos árboles, y arrancar uno de cuajo utilizando el otro como apoyo. Pero, para poder hacerlo, tenía que cavar una zanja alrededor de cada uno de los que fuese a arrancar. Y eso era jodidamente pesado y lento.
Mientras rodeaba el olmo que elegí para empezar, noté
que me miraban y me inquieté, porque algo muy raro tenía que haber en lo de mi salida de la cárcel.
No estaba realmente en libertad condicional. Ni siquiera me juzgaron. Lo arregló todo un agente de la policía del condado, uno de esos tipos con mucha labia que nunca te mira a los ojos.
El agente consiguió que retirasen la denuncia, a condición de que yo firmase una confesión y de que, los ochenta y seis 7
dólares que afané, los devolviese el dueño del rancho, que debería responder de mí y convertirme en leñador. No necesité de ningún abogado para saber que allí había gato encerrado. Pero estaba con el agua al cuello y tuve que aceptar, me gustase o no. Sin embargo, la sensación de sentirme observado me mosqueaba. Y, entonces, al ir a coger el hacha, la vi a menos de tres metros.
Descontando sus ojos, que eran grandes, negros y bonitos, y su dulce expresión, era el mayor engendro que había visto en mi vida. Era bajita y llevaba un abrigo y un vestido azul oscuro, adecuados para la estación —primeros de abril—
y que le sentaban bien a su pelo castaño y ondulado. Pero su tipo lo estropeaba todo, porque era deforme de puro gorda. Parecía un fofo tonel que incluso llevaba fleje, ese cinturón ceñido y abrochado por delante que sólo se ponen las gordas para marcar la cintura. Yo hice como si tal cosa. Me limité a coger mi jersey y a ponérmelo. Salí de la zanja y le pregunté si quería algo.
—No, no, gracias —repuso ella—. Por charlar. Usted debe de ser el muchacho de quien me ha hablado mi esposo. Anoche por teléfono. Que iba a trabajar para nosotros.
—Ah, ¿es usted Mrs Valenty?
—Me llaman Mrs Val. Es que he estado fuera.
—Pues sí, Mrs Val, soy yo. Su esposo arregló lo mío ayer, en... el juzgado. Pero he tenido que esperar hasta esta mañana, porque faltaba firmar unos papeles. En... Upper Mariboro, creo que se llama el lugar. Mi nombre es Webster Duke.
—¿Duke?
—Sí, apellido.
—Pero no es de Maryland, ¿verdad?
—Nací en Nevada, Mrs Val.
—Es usted mayor de lo que suponía.
—Veintiséis.
—Como mi esposo me dijo que era un muchacho...
—Así se refirió a mí en el juzgado, supongo que para quitarle hierro a la tontería que cometí. Que ya soy bastante mayor para saber lo que hago. Que su esposo no había tenido ocasión de explicárselo bien, y que ella estaba con su familia en el condado de St Mary, me dijo.
—Como me llamó por teléfono desde una fiesta, no me pareció bien que se alargara mucho.
Lo interpreté como que insinuaba que no la había consultado y, por mostrarme cordial, le pregunté a qué condado pertenecía el lugar en el que nos encontrábamos.
—Al Prince Georges —me contestó—. Es un pequeño rancho. Está a menos de dos kilómetros al norte del pueblo de Clinton, en Maryland, a quince kilómetros al sur de Washington. La carretera que cogió mi marido para traerlo a usted aquí desde Marlboro es la famosa Route 5, el principal acceso al sur de Maryland. Una zona trágica, al fin redimida. Yo no había oído hablar nunca de la Route 5 ni del sur de Maryland, y no tenía ni idea de por qué la una era famosa y la otra trágica. Pero, al seguir su mirada, pensé que, si aquello había sido «redimido», habían hecho mucho, por lo menos en aquel rancho.
La casa era nueva, de ladrillo pintado de blanco, de una sola planta y dos alas. Los postigos eran verdes, a juego con el césped, que declinaba como una alfombra hacia la autopista.
Los cobertizos, el taller, la cisterna y el barracón que me asignaron para dormir también estaban pintados de blanco y alineados a ambos lados de una especie de calle; lo que ella llamaba jardín y yo llamo patio. Lo más curioso, lo que parecía de película, era el acceso. Nunca había visto nada igual. El firme estaba hecho con caparazones de ostras y, desde la autopista, formaba una especie de lazo, con un recodo para aparcar, a la izquierda, y una prolongación, a la derecha, para dar la vuelta por detrás. Yo no diría que los caparazones de las ostras son tan blancos y no sé si los habrían recubierto de una capa de cal, pero el caso es que resplandecían como la nieve. Hacían que todo el lugar pareciese una tarta glaseada, y me hizo gracia la coincidencia. Porque lo primero que el marido me contó de él fue que se dedicaba a la hostelería. Ella me dijo que teman una cadena de restaurantes en Washington, y uno muy grande, llamado Ladyship, en Connecticut Avenue, que no sé dónde está, aunque por el tono en que lo dijo deduje que debía de ser un buen barrio. Y como anunció que en ese restaurante sólo se servirían verduras y hortalizas de cosecha propia, o sea, lo que se cultiva en este ran9
cho, al inaugurar y no tener aquí a nadie que lo ayudase, se vio en un aprieto.
Lo que no me explicó ella fue por qué, con un negocio así y con pasta para construirse semejante casa, no podía tener alguien que lo ayudase. Incluso me pareció no querer entrar en el asunto. Justo cuando yo barruntaba esto, vi que había un coche en el patio. Su coche —o el deportivo rojo que supuse que era de ella— estaba en el tramo de rampa más próximo a la autopista, como si acabase de llegar de fuera de la finca. El otro coche, un turismo corriente, estaba orientado en el mismo sentido, como si la hubiese seguido durante el trayecto. En el interior había una pareja y pensé que acaso ellos fuesen el motivo de nuestra intrascendente conversación; para que pudieran echarme un vistazo.
—¿Quiere que me acerque allí, Mrs Val, para que puedan verme? Por si quieren hablar conmigo, o hacerme algunas preguntas. Lo cogió al vuelo.
—No pretendía yo eso, Duke. Son mi hermano y mi cuñada. Estaban en casa de mi madre anoche, al llamar mi marido, con... la extraña noticia. Creyeron que debían venir. Porque, como yo no tenía previsto regresar aún, e iba a tener que estar sola...
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