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Susan Cain - El poder de los introvertidos

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Susan Cain El poder de los introvertidos
  • Libro:
    El poder de los introvertidos
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2012
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El poder de los introvertidos: resumen, descripción y anotación

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EL NACIMIENTO DEL «TIPO MÁS AGRADABLE DEL MUNDO»

Cómo se convirtió la extroversión en el ideal cultural

Miradas de extraños, penetrantes y críticas.

¿Se atreve a sostenerlas con orgullo, con confianza y sin miedo?

Anuncio impreso del jabón Woodbury (1922)

Estamos en 1902, en Harmony Church, una localidad diminuta de Misuri, apenas un punto minúsculo en el mapa situado en una llanura anegable a un centenar y medio de kilómetros de Kansas City. Nuestro joven protagonista es un estudiante de secundaria, simpático aunque inseguro, llamado Dale; un muchacho flaco, poco atlético e inquieto, hijo de un granjero de moral recta y perenne ruina económica dedicado a la cría porcina. Respeta a sus padres, pero lo repele la idea de seguir sus pasos por la senda de la pobreza. También lo preocupan otras cosas: los rayos y los truenos, la posibilidad de ir al infierno y la tendencia a la timidez que experimenta en momentos decisivos.

Cierto día llega a la ciudad un conferenciante del movimiento Chautauqua. Esta organización, creada en 1873 y con sede en el condado del que tomó el nombre, sito en la región interior del estado de Nueva York, envía a sus oradores más dotados a lugares de todo el país para que hablen de literatura, ciencia y religión, y los estadounidenses rurales los tienen en alta estima por el aire de distinción elegante que traen del mundo exterior, así como por el poder hipnótico que ejercen sobre su auditorio. Este en particular logra cautivar al joven Dale con una historia de ascensión a la riqueza desde los orígenes más humildes imaginables, pues, en otro tiempo, él había sido un modesto empleado de granja de futuro poco venturoso, hasta que desarrolló un estilo retórico cautivador y se hizo un hueco en Chautauqua. El muchacho está pendiente de cada una de sus palabras.

Unos años después, Dale tiene ocasión, una vez más, de quedar impresionado nuevamente por el valor del arte de hablar en público. Su familia se muda a una granja de Warrensburg, también en Misuri, a fin de que pueda asistir a la universidad sin tener que pagar alojamiento y manutención. Dale observa que sus compañeros erigen en cabecillas a los alumnos vencedores de los concursos de oratoria del campus, y decide ser uno de ellos. Se inscribe en cuantos se convocan, y cada noche vuelve corriendo a casa a fin de practicar. Sufre una derrota tras otra: es tenaz, pero no puede considerarse un orador sobresaliente. Sin embargo, al fin empieza a ver recompensados sus empeños: triunfa en los certámenes y se convierte en héroe del campus. Entre sus compañeros, son muchos los que recurren a él para que los enseñe a hablar, y los que reciben clases suyas también comienzan a ganar.

Aunque en 1908, año en que sale de la facultad, sus padres siguen siendo pobres, el mundo empresarial está en pleno auge en Estados Unidos. Henry Ford está vendiendo su Modelo T como rosquillas con el lema publicitario de: «Para placer y negocios», y nadie ignora los nombres de J. C. Penney, Woolworth y Sears Roebuck. La electricidad ilumina los hogares de la clase media, y la instalación de aparatos sanitarios dentro de las casas ahorra no pocas salidas a medianoche a sus ocupantes. La nueva economía está pidiendo a gritos una clase nueva de hombre: un representante, un operador social de sonrisa pronta y apretón de manos magistral, capaz de llevarse bien con sus colegas y eclipsarlos a un mismo tiempo. Dale se une a la legión creciente de vendedores y se echa a la carretera sin muchas más posesiones que su pico de oro.

Se apellida Carnegie (Carnagey, en realidad, aunque cambiará la ortografía más tarde, quizá para evocar a Andrew, el gran industrial). Después de varios años agotadores vendiendo carne de vacuno para Armour and Company, acaba por establecerse como profesor de oratoria. Da su primera clase en una escuela nocturna de la Young Men’s Christian Association (YMCA) sita en la calle Ciento veinticinco de Nueva York. Pide el salario de dos dólares por sesión que suelen percibir los docentes de ese tramo horario, y el director, que duda que la materia que enseña vaya a atraer demasiado interés, se lo deniega.

Sin embargo, el curso conoce un éxito espectacular de la noche a la mañana, y su autor, a continuación, funda el Dale Carnegie Institute, dedicado a ayudar a los ejecutivos a acabar con las mismas inseguridades que lo habían retenido a él de joven. En 1913 publica su primer libro, titulado Cómo hablar bien en público e influir en los hombres de negocios. «Si en los tiempos en que los pianos y los cuartos de baño eran artículos de lujo —escribe— los hombres consideraban que el de hablar bien en público era un don peculiar que solo necesitaban los abogados, los clérigos o los hombres de Estado, hoy nos damos cuenta de que constituye un arma indispensable para quienes avanzan con pasos de gigante en la intensa competición de los negocios».

La metamorfosis de granjero y viajante a ídolo de la oratoria que experimentó Carnegie es también la historia del nacimiento del ideal extrovertido. La trayectoria que siguió fue reflejo de la evolución cultural que tomó forma entre finales del siglo XIX y principios del XX, y que cambió para siempre nuestra propia identidad y la de las personas a las que admiramos, cómo actuamos en una entrevista de trabajo y qué buscamos en un empleado; cómo cortejamos a nuestra pareja futura y cómo criamos a nuestros hijos. Estados Unidos experimentó el cambio de una «cultura del carácter» a una «cultura de la personalidad», según la expresión empleada por el célebre historiador social Warren Susman, e inauguró con ello un período de angustias personales del que quizá no lleguemos nunca a recuperarnos.

El ideal de la cultura del carácter era una persona seria, disciplinada y respetable. En él no importaba tanto la impresión que pudiese dar uno en público como la conducta que observara en privado. La palabra personality («personalidad») no existía en inglés hasta el siglo XVIII, la idea de «tener una gran personalidad» no se generalizó hasta el XX. Sin embargo, al adoptar esta segunda cultura, los estadounidenses comenzaron a centrar su atención en cómo los percibían los demás, a sentirse cautivados por personajes atrevidos y divertidos. «El papel social que exigía la nueva cultura de la personalidad era el de un intérprete —al decir de Susman—: todo estadounidense debía convertirse en actor».

El auge industrial de Estados Unidos fue uno de los motores principales de esta evolución cultural. La nación pasó con gran rapidez de ser una sociedad agrícola de casitas dispersas por la pradera a convertirse en una potencia urbanizada cuyo negocio eran los negocios —conforme a la conocida cita—. Si en los albores de su historia la mayor parte de sus habitantes vivía como la familia de Dale Carnegie, en granjas o en municipios pequeños, relacionándose con gentes a las que conocían desde la infancia, con la llegada del siglo XX, un aluvión colosal de grandes empresas, construcciones e inmigrantes trasladó a la población a las ciudades.

En 1790, la proporción de estadounidenses que habitaban estas representaba solo el 3 por 100, y en 1840 no superaba el 8 por 100; pero llegado 1920, más de un tercio del país tenía su residencia en áreas urbanas».

Los estadounidenses se encontraron con que ya no trabajaban con vecinos, sino con extraños. El «ciudadano» dejó de serlo para convertirse en «empleado» y hubo de enfrentarse a la cuestión de cómo causar una buena impresión a personas con las que no mantenía vínculo cívico ni familiar alguno. «Los motivos por los que conseguía un ascenso un hombre o sufría rechazo social una mujer —escribe el historiador Roland Marchand— habían dejado de deberse en gran medida a un antiguo trato de favor o a viejas rencillas familiares. En las relaciones laborales y sociales del momento, cada vez más anónimas, es de sospechar que cualquier cosa (incluida una primera impresión) podía inclinar la balanza de forma decisiva». (Los estadounidenses respondieron a semejantes presiones tratando de convertirse en agentes comerciales capaces de vender no ya el último cachivache de su empresa, sino también su propia persona).

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