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James Joll - Los anarquistas

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James Joll Los anarquistas
  • Libro:
    Los anarquistas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2014
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James Joll ha resuelto en este libro el arduo problema de sistematizar el - photo 1

James Joll ha resuelto en este libro el arduo problema de sistematizar el estudio de un movimiento social variado, romántico y contradictorio.

Para ello ha seguido un procedimiento lineal que abarca, históricamente, desde sus precursores «ilustrados», remontándose incluso a las sectas «milenarias» del Medioevo, hasta la situación del anarquismo contemporáneo, transido por una revolución fracasada.

Sin embargo, la faceta más destacada de este libro es el tratamiento que Joll hace de los tiempos dorados del anarquismo, de las actividades de Proudhon, Bakunin y Kropotkin, de los grupos anarquistas que se extendieron particularmente en Rusia, Italia, Francia, Estados Unidos y España. Países todos que han sentido, en las primeras décadas del siglo XX, el irresistible atractivo de una anarquismo cruel y generoso, sectario y místico, violento y esperanzador al propio tiempo.

Al final de la obra, el autor dedica un extenso capitulo al movimiento anarquista español y sus principales protagonistas, con mención especial de Cataluña, donde llegó casi a consumarse —caso único en el mundo— la revolución anarquista.

Esta obra supone una notable aportación a la historia universal de las ideas y de la política.

James Joll Los anarquistas ePub r10 GONZALEZ 100814 Título original The - photo 2

James Joll

Los anarquistas

ePub r1.0

GONZALEZ 10.08.14

Título original: The Anarchists

James Joll, 1964

Traducción: Rafael Andreu Aznar

Editor digital: GONZALEZ

ePub base r1.1

CAPÍTULO X CONCLUSIÓN Ofrezcan flores a los rebeldes que fracasaron Así - photo 3
CAPÍTULO X

CONCLUSIÓN

«Ofrezcan flores a los rebeldes que fracasaron». Así reza la primera línea de un poema italiano de tono anarquista que Vanzetti escribió en la celda de la prisión. Cuando uno contempla las repetidas frustraciones de la acción anarquista y su culminación en la tragedia de la guerra civil española, siente la tentación de emplear los mismos acentos elegíacos. La experiencia anarquista de los ciento cincuenta últimos años expone a la luz toda la gama de contradicciones e incongruencias de la teoría libertaria y la dificultad, si no la imposibilidad, de su puesta en práctica. Y con todo, la doctrina anarquista ha sido capaz de atraer a un número no despreciable de representantes de las distintas generaciones, y aun hoy continúa ejerciendo considerable seducción, aunque se manifieste quizá más por la vía de un credo ético personal que como fuerza social revolucionaria. La mayor parte de los que militaron en el bando anarquista no eran neuróticos que se complacieran en una autotortura —como era el caso de algunos terroristas—, sino individuos para quienes el anarquismo era un ideal revolucionario, susceptible de plasmarse en una acción práctica a la vez que era una esperanza realizable. Los filósofos del anarquismo —un Godwin, incluso un Proudhon o un Kropotkin— bien pudieran haber pensado que su crítica de la sociedad era de índole más teórica que práctica, y que el sistema de valores que trataban de entronizar no admitía una realización inmediata; pero de lo que no hay duda es de su convicción de que algún día sería posible. La masa de infortunados que desde el año 1880 aceptó el anarquismo como base para la acción social, consideraba, sin embargo, que la revolución integral prometida por los anarquistas ofrecía una esperanza inmediata de viabilidad y de éxito final, y se les aparecía como la única posibilidad de liberarse de su precaria situación.

El anarquismo es, por necesidad, un credo o nada. Por consiguiente, su éxito fue un aumento de salarios o una mejora en las condiciones de trabajo, y cuando los partidos políticos son capaces de introducir medidas de reforma y de remediar situaciones de injusticia, es lógico que el recurso de una revolución sea menos deseable. Y, en este sentido, la afirmación de Bakunin de que los verdaderos revolucionarios son los que nada tienen que perder nos parece justificada. No obstante, la práctica anarquista ha tropezado siempre con el hecho de que, para bien o para mal, todas las naciones europeas —incluyendo Rusia y España, en las que el anarquismo parecía ofrecer perspectivas de triunfo— han optado por la acción política y por un gobierno centralizador como medios para obtener una sociedad más conforme a sus deseos. «El gobierno del hombre» no está más cerca de ser sustituido por «la administración de las cosas» de lo que estaba cuando aparecieron los socialistas utópicos en la primera mitad del siglo anterior. El partido político, detestado por todos los que se precien de anarquistas, ha pasado a convertirse en el órgano de acción política característico del siglo XX, hasta el punto de que los mismos gobiernos totalitarios han usado del sistema de partido único como medio para ejercer su tiranía, en vez de practicar la autocracia sin tapujos de épocas más lejanas. Así, pues, los anarquistas se han disociado en el terreno de la práctica, deliberadamente, de lo que la mayoría de los individuos del presente siglo consideraban vital para el progreso social y político. En tanto que nada se opone a la posible validez de sus críticas en torno a las ideas tradicionales sobre la soberanía del Estado del gobierno representativo, de la reforma política y de sus prevenciones repetidamente formuladas sobre los peligros que entraña el sacrificio de la libertad, so pretexto de los supuestos intereses de la revolución, los anarquistas no han sabido, hasta el momento al menos, ofrecer una explicación de cómo puede su programa plasmarse en una acción eficaz y sostenida. Así, por ejemplo, nunca han ofrecido la visión de una etapa intermedia entre la sociedad establecida y la revolución integral que sueñan.

Existe otro aspecto en el que los anarquistas también se han mostrado opuestos a las tendencias predominantes en la organización del momento histórico. La producción en serie y el consumo masivo, así como una industria ampliamente extendida sometida a un control centralizado, ya se trate de una economía capitalista o socialista, se han convertido, se quiera o no, en un fenómeno común a la sociedad occidental y a los países en vías de industrialización de todos los continentes. No se ve cómo puedan adaptarse a tales nociones las ideas anarquistas sobre producción y cambio; en consecuencia, los anarquistas que, como acción preliminar, abogaban por la destrucción del orden existente, sin duda tenía razón. Pero la actitud de los miembros del movimiento respecto a los avances tecnológicos se ha reflejado también en un paralelo desdoblamiento de sus opiniones acerca de la sociedad del futuro. Aunque, como hemos podido apreciar, Godwin y Kropotkin fueron partidarios de los nuevos inventos capaces de liberar al hombre de las tareas más bajas y degradantes —el problema de los escombros y desperdicios fue algo que siempre mereció la atención de los pensadores utopistas—, hay que decir, sin embargo, que las concepciones fundamentales del anarquismo se oponen por completo a la idea de una industria en gran escala y a la producción y consumo masivos. Así planteadas las cosas, todos los anarquistas convienen en afirmar que la sociedad del futuro será la del hombre con hábitos de vida extremadamente simples y frugales, satisfecho de pasarse sin los triunfos de la técnica propios de la era industrial. Esto hace que buena parte del pensamiento anarquista parezca basarse en la romántica y anacrónica visión de una sociedad idealizada del pasado, compuesta de artesanos y campesinos, así como en una total repulsa de las realidades de la organización económica y social del siglo XX. Cabe concebir ciertos ideales sindicalistas y un grado de control obrero de la industria, lo cual puede servir para mitigar en parte la deshumanización imperante en las grandes empresas industriales; pero nos parece poco probable, a menos de producirse un violento cataclismo, que pueda invertirse por completo la actual estructura de la industria. No obstante, mediando ciertas situaciones de emergencia, como las que se dieron en Rusia en 1917 o en Cataluña en 1936, en que la guerra entorpeció o destruyó el engranaje económico de los respectivos países, cabe la posibilidad de poner en práctica las ideas anarquistas y colocar los cimientos de un orden nuevo conforme a los principios libertarios. O quizá la revolución anarquista sólo pueda efectuarse después, pongamos por caso, de una guerra nuclear que ocasione un caos total en los instrumentos de gobierno, las comunicaciones, la producción y el cambio. O también es posible que la razón estuviera de parte de los terroristas y que una bomba de mayor potencia que ninguna de las utilizadas hasta el momento pudiera preparar el camino hacia una auténtica revolución social.

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