James Herriot - Un veterinario en la RAF
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- Libro:Un veterinario en la RAF
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1976
- Índice:4 / 5
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Un veterinario en la RAF: resumen, descripción y anotación
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Un veterinario en la RAF — leer online gratis el libro completo
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—¡Moveos! —Gritó el cabo instructor—. ¡Vamos, más aprisa! —Corrió sin el menor esfuerzo a la retaguardia de la columna de hombres que jadeaban y resoplaban, y desde allí nos animó.
Yo estaba hacia el centro, marchando al trote corto laboriosamente con el resto y preguntándome cuánto tiempo sería capaz de resistir aquello. Mientras sentía un dolor angustioso en las costillas al respirar, y la protesta de los músculos de mis piernas, traté de calcular cuántos kilómetros habríamos recorrido.
Nada había sospechado cuando nos alineamos ante nuestro alojamiento. No íbamos vestidos con el equipo PT sino con jerseys de lana y con los pantalones de reglamento, y no juzgábamos probable que nos lanzaran a un ejercicio violento. Aparte de eso el cabo, un tipo cockney, pequeño y alegre, parecía mirarnos como a sus hermanos. Su rostro era amable.
—Muy bien, muchachos —había gritado, sonriendo, a los cincuenta reclutas de aviación—. Sólo vamos a trotar un poco alrededor del parque, así que seguidme. ¡Media vuelta a la izquierda! ¡Doble fila, rápido, en marcha! ¡Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha!
Eso había sucedido hacía mucho, muchísimo tiempo, y aún seguíamos corriendo por las calles de Londres sin que se vieran por ninguna parte señales del parque. La idea que predominaba en mi cerebro era la de que yo había tenido la impresión de estar en plena forma. Un veterinario rural, especialmente en los valles de Yorkshire, jamás tenía la oportunidad de perder sus buenas condiciones físicas; siempre estaba en movimiento, luchando con los grandes animales, recorriendo kilómetros y kilómetros entre los graneros de las laderas de las montañas. Había de ser un hombre rudo, y duro. Eso es lo que yo había creído.
Pero ahora empezaba a sospechar algo muy distinto. Mis pocos meses de vida matrimonial con Helen habían estado dedicados a la buena mesa. Ella era una cocinera demasiado buena y yo un discípulo demasiado apasionado de su arte. El simple hecho de descansar junto a la chimenea de nuestro salón-dormitorio era la más dulce de todas las ocupaciones. Yo había tratado de ignorar la desaparición de mis músculos abdominales, y el desplome de los pectorales, pero ahora todo se me hacía patente.
—¡Ya no está lejos, muchachos! —chilló el cabo desde la retaguardia, pero no consiguió la menor respuesta del grupo que avanzaba penosamente. Ya lo había dicho en varias ocasiones y habíamos dejado de creer en él.
Pero esta vez parecía que sí hablaba en serio, pues al entrar en otra calle, pude ver una verja de hierro y unos árboles en el extremo más lejano. Imposible expresar el alivio que sentí. Apenas me quedaban fuerzas suficientes para atravesar aquellas puertas… y disfrutar de un descanso y del cigarrillo que tanto necesitaba, porque mis piernas empezaban a ceder.
Pasamos bajo un arco de ramas en las que aún quedaban unas cuantas hojas doradas por el otoño y nos detuvimos como un solo hombre, pero el cabo seguía haciéndonos señas.
—¡Vamos, muchachos, por la pista! —gritó, indicando un amplio camino de tierra que daba la vuelta al parque.
Le miramos. ¡No podía hablar en serio! Estalló una tormenta de protestas:
—¡Ah, no, cabo…! ¡Tenga piedad, cabo…!
La sonrisita se desvaneció del rostro de aquel hombrecillo.
—¡En marcha he dicho! ¡Más aprisa, más aprisa…!
Mientras avanzábamos vacilantes sobre la oscura tierra, entre los setos de rododendros y hierba descuidada, yo me negaba a creerlo. Aquello resultaba un cambio demasiado brusco. Tres días antes aún estaba en Darrowby, la mitad de mi ser continuaba allí, con Helen. Y otra parte de mi ser seguía mirando por la ventanilla trasera del taxi a las verdes colinas que desaparecían tras los tejados rojos bajo el sol de la mañana, o de pie en el corredor del tren cuando las tierras bajas del sur de Inglaterra corrían junto a la ventanilla y un gran peso amenazaba con hacer estallar mi pecho de emoción.
Mi primera introducción en la RAF tuvo lugar en el terreno de cricket de Lord’s. Montones de formularios que rellenar, exámenes médicos, luego la entrega de aquel enorme montón que era mi equipo. Me alojaron en un bloque de pisos en St. John’s Wood (pisos lujosos antes de que los hubieran desmantelado de todos los detalles innecesarios). Pero no pudieron llevarse las piezas más pesadas del cuarto de baño, y una de las bendiciones de que disponíamos era el agua caliente y sin límites que salía a un simple toquecito en aquel ambiente tan lujoso.
Después del primer día tan lleno de acontecimientos, me retiré a uno de esos santuarios de baldosas verdes y me enjaboné a fondo con una pastilla nueva de un famoso jabón de tocador que Helen me metiera en la maleta. Nunca he podido utilizar ese jabón desde entonces. Los perfumes son demasiado evocadores, y sólo con aspirarlo me veo de nuevo en aquella primera noche, lejos de mi esposa, y vencido por los sentimientos que me dominaban entonces. Un dolor sordo y vacío, que jamás se me llegó a pasar del todo.
El segundo día fuimos de un lado a otro sin parar; conferencias, inyecciones. Yo estaba bien acostumbrado a las jeringuillas, pero su sola vista resultó demasiado para muchos de mis compañeros, especialmente cuando el doctor les tomaba una muestra de sangre. Una mirada al fluido oscuro que salía de sus venas y los jóvenes se deslizaban silenciosamente de la silla, a menudo cuatro o cinco en fila, mientras las ordenanzas asistentes, sonriendo alegremente, se los llevaban de allí.
Comíamos en el Zoo de Londres y nuestras comidas estaban animadas por la charla de los monos y el rugido de los leones allá en el fondo. Pero en los intermedios sólo había marchas, marchas, y con nuestras botas nuevas que suponían un infierno.
Y en este tercer día todo era aún muy confuso. La primera mañana nos habían despertado a una hora horrible, las seis de la mañana, haciendo entrechocar una y otra vez las tapas de dos cubos de basura. No es que yo esperara realmente un clarín, pero hallé aquel ruido insoportable. Sin embargo en este momento lo único que absorbía era que ya habíamos completado el circuito del parque. Las puertas sólo estaban a pocos metros, así que avancé vacilante hacia ellas y me detuve entre mis quejumbrosos camaradas.
—¡Otra vuelta, muchachos! —Aulló el cabo y, cuando le miramos aterrados, nos sonrió con afecto—. ¿Creéis que esto es horrible? ¡Pues esperad a que os pillen en el ITW! Yo no hago más que prepararos un poquito y suavemente. Ya me lo agradeceréis más tarde. Vamos ¡a paso ligero! ¡Un, dos, un, dos…!
Una amargura intensa me dominó mientras seguía avanzando pesadamente. Otra vuelta al parque me mataría… no tenía la menor duda al respecto. Dejabas a tu esposa amantísima y un hogar feliz para servir al rey y a la patria, y así te lo agradecían. No era justo.
La noche anterior había soñado con Darrowby. Estaba de regreso en el establo de vacas del viejo señor Dakin. Los ojos pacientes del granjero, en aquel rostro alargado y adornado con un melancólico bigote, me miraban desde su altura.
—Parece que todo ha terminado ya para Capullo, supongo —dijo y dejó caer brevemente la mano sobre el lomo de la vieja vaca. Era una mano enorme hinchada por el trabajo. El rostro delgado del señor Dakin no tenía mucha grasa, pero aquellos dedos gruesos y endurecidos daban buen testimonio de toda una vida de trabajo.
Saqué la aguja y la dejé caer en la caja de metal donde llevaba mis materiales de sutura, escalpelos y hojas.
—Bien, de usted depende, señor Dakin; pero es la tercera vez que he tenido que darle unos puntos en la mamá, y me temo que volverá a ocurrir de nuevo.
—Sí, es por la forma en que está. —El granjero se inclinó y examinó la fila de nudos junto a la cicatriz, de unos doce centímetros—. ¡Señor, parece imposible que pueda organizarse tal desastre… sólo porque otra vaca se la pise!
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