El ángel que nos mira
Thomas Wolfe
Traducido del inglés por
José Ferrer Aleu
Índice
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En concordancia con su naturaleza novelesca, los hechos que se narran en este libro pertenecen al ámbito de la ficción.
Título original: Look Homeward, Angel
Primera publicación en idioma original: 1929
Primera edición en este formato: febrero de 2014
© de la traducción: 1983 by José Ferrer Aleu
© del diseño de portada: 2014 by Opalworks
ISBN: 978-1-4804-9323-0
© de esta edición: Barcelona Digital Editions, S.L.
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A A.B.
Entonces, al estar toda mi alma
glorificada en ti (pues solo en ti
comprendo y crezco y veo ),
las vigas de mi cuerpo, huesos que
contigo están aún, el Músculo y la Vena
que cubren esta casa, volverán .
Al lector
Este es un primer libro, y en él ha escrito el autor sobre experiencias ahora lejanas y perdidas, pero que antaño fueron parte del tejido de su vida. Por consiguiente, si algún lector dijera que el libro es «autobiográfico», el autor no podría contestarle; a su entender; toda obra seria de ficción es autobiográfica, y así, por ejemplo, no es fácil imaginar una obra más autobiográfica que Los viajes de Gulliver.
Sin embargo, esta nota va principalmente dirigida a las personas a quienes pudo conocer el autor en el periodo abarcado por estas páginas. A esas personas les diría algo que cree que comprenden ya: que este libro fue escrito con espíritu cándido y desnudo, y que el principal empeño del autor fue dar la plenitud, vida e intensidad a las acciones y a los personajes del libro que creaba. Ahora que este va a publicarse, quisiera insistir en que es un libro de ficción, en el que no pretendió retratar a nadie .
Pero nosotros somos la suma de todos los momentos de nuestras vidas; todo lo nuestro está en ellos: no podemos eludirlo ni ocultarlo. Si el escritor ha empleado la arcilla de la vida para crear su libro, no ha hecho más que emplear lo que todos los hombres deben usar, lo que nadie puede dejar de usar. Ficción no es realidad, pero la ficción es una realidad seleccionada y asimilada, la ficción es una realidad ordenada y provista de un designio. El doctor Johnson observó que un hombre debería revolver media biblioteca para escribir un solo libro; de la misma manera, el novelista puede tener que estudiar a la mitad de la gente de una ciudad para crear un solo personaje de su novela. Esto no es todo el método, pero cree el autor que ilustra todo el método en un libro escrito desde media distancia y sin rencor ni mala intención .
Primera parte
… una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja, una puerta. Y de todas las caras olvidadas .
Desnudos y solos llegamos al desierto. En su oscuro seno, no conocimos el rostro de nuestra madre; desde la prisión de su carne, vinimos a la prisión indecible e inexplicable de este mundo .
¿Quién de nosotros conoció a su hermano? ¿Quién de nosotros observó el corazón de su padre? ¿Quién de nosotros no estuvo siempre prisionero? ¿Quién de nosotros no será siempre un extranjero solitario?
Erial de perplejidad, en los ardientes laberintos; perdidos, entre brillantes estrellas, en esta tediosísima ceniza, ¡perdidos! Recordando sobrecogidos, buscamos el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero que conduce al cielo, una piedra, una hoja, una puerta ignota. ¿Dónde? ¿Cuándo?
¡Oh fantasma perdido, batido por el viento, vuelve a nosotros!
Uno
Un destino que conduce a un inglés hacia los holandeses es bastante extraño; pero el que lleva de Epsom a Pennsylvania, y de aquí a los montes que se cierran en Altamont sobre el soberbio grito de coral del gallo, y a la dulce sonrisa de piedra de un ángel, tiene algo de ese oscuro milagro del azar que constituye la nueva magia en un mundo polvoriento.
Cada uno de nosotros es el total de sumas que no ha contado: reducidnos de nuevo a la desnudez y a la noche, y veréis cómo empezó en Creta, hace cuatro mil años, el amor que ayer terminó en Texas.
La semilla de nuestra destrucción florece en el desierto, la flor que ha de curarnos crece junto a una roca, y una arpía de Georgia hostiga nuestras vidas, porque un ladrón de Londres se libró de la horca. Cada momento es fruto de cuarenta mil años. Los días se desgranan en minutos y zumban como moscas que vuelan de nuevo hacia la muerte; cada momento es una ventana sobre el tiempo.
He aquí un momento:
Un inglés llamado Gilbert Gaunt, apellido que más tarde cambió por Gant (probablemente como concesión a la fonética yanqui), y que había llegado a Baltimore desde Bristol en 1837, en un barco de vela, dejó que los beneficios de una taberna que había comprado fuesen muy pronto engullidos por su imprudente gaznate. Entonces se dirigió hacia el oeste, a Pennsylvania, ganándose peligrosamente la vida con gallos de pelea enfrentados a los campeones de los corrales rurales, y a menudo escapando después de pasar una noche en la cárcel del pueblo, con su campeón muerto en el campo de batalla, sin una moneda en el bolsillo y, a veces, con la huella de los gordos nudillos de un granjero en su cara desvergonzada. Pero siempre escapó y, cuando al fin llegó junto a los holandeses en tiempo de recolección de las cosechas, se sintió tan impresionado por la riqueza de sus tierras que echó el ancla en el lugar. Al cabo de un año se casó con una enérgica y joven viuda que poseía una bonita hacienda y que, como las otras holandesas, se había sentido atraída por su aire de trotamundos y por su grandilocuente lenguaje, sobre todo cuando recitaba Hamlet al estilo del gran Edmund Kean. Todos decían que debería haber sido actor.
El inglés engendró hijos —una hembra y cuatro varones—, vivió tranquila y descuidadamente, y llevó con paciencia el peso de la lengua dura pero honrada de su esposa. Pasaron años; los ojos brillantes y un poco asombrados se volvieron opacos y con bolsas, y el alto inglés empezó a arrastrar los pies como un gotoso; una mañana, cuando su mujer fue a despertarlo, lo encontró muerto de un ataque de apoplejía. Dejó cinco hijos, una hipoteca y —en sus extraños ojos oscuros, ahora de nuevo brillantes y abiertos— algo que no había muerto: una apasionada y oscura sed de viajar.
Así, con este legado, dejaremos a este inglés y nos preocuparemos en adelante del heredero a quien lo transmitió, su segundo hijo, un muchacho llamado Oliver. De cómo este muchacho se plantó en la carretera próxima a la finca de su madre y vio pasar a los rebeldes cubiertos de polvo en dirección a Gettysburg; de cómo sus ojos fríos se oscurecieron al oír el glorioso nombre de Virginia, y de cómo, al terminar la guerra, cuando tenía solo quince años, caminó por una calle de Baltimore y vio, en un pequeño taller, pulidas lápidas funerarias de granito, ovejas y querubines esculpidos, y un ángel erguido sobre unos pies fríos y héticos, y con una sonrisa de piedra, dulce y tonta… lo cual es una historia más larga. Pero sé que sus ojos fríos y hundidos se anublaron con la sed oscura y apasionada que había vivido en los ojos del muerto y que lo habían llevado desde la calle Frenchurch hasta más allá de Philadelphia. Al observar el chico aquel enorme ángel con un lirio esculpido en la mano, se sintió presa de una excitación fría e indefinida. Cerró los largos dedos de sus grandes manos. Sintió que su mayor deseo era esculpir delicadamente con un cincel. Quería plasmar en fría piedra algo oscuro e inexpresable que llevaba dentro. Quería la cabeza de un ángel.
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