Textos de Vichi de Marchi: Valentina Tereshkova, Tu Youyou, Rita Levi Montalcini, Katia Krafft, Wangari Maathai, Vera Rubin, Margarita Salas, Hedy Lamarr
Textos de Roberta Fulci: Jane Goodall, Katherine Johnson, Margaret Mead, Maryam Mirzakhani, Rosalind Franklin, Sophie Germain, Margarita Salas, Maria Sibylla Merian
Título original: Ragazze con i numeri
© 2018 Editoriale Scienza S.r.l., Firenze - Trieste
www.editorialescienza.it
www.giunti.it
Ilustraciones: Giulia Sagramola
Diseño gráfico: Alessandra Zorzetti
Traducción: Carmen Ternero Lorenzo
© 2020 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial
en castellano
ISBN: 978-84-1330-901-9
IBIC: YNM
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¿ Te acuerdas de aquella noche, cuando estabas de vacaciones en la playa y no podías dejar de mirar las estrellas? Habrías seguido horas y horas así si no te hubieran mandado a la cama. ¿O de aquella mariposa estupenda a la que hiciste una foto en el jardín? ¿O de cuando estudiasteis en el colegio los volcanes y pensaste que tu futuro estaba entre las montañas y la lava incandescente?
Aunque no te haya pasado nada de eso, puede que tú también tengas una pasión, algo que te gusta muchísimo y que te hace sentirte especial. Estás a punto de leer las historias de muchas pasiones distintas: por la naturaleza, por la medicina, por las invenciones, por los pueblos lejanos. Son historias de chicas que más tarde se convirtieron en mujeres famosas y llegaron a escribir páginas fundamentales para la ciencia. Quince historias de científicas que de jóvenes se propusieron un proyecto; quince vidas hechas de valor, esfuerzo, entusiasmo y, sobre todo, de sueños que se hacen realidad. ¡Puede que algún día esta sea también tu historia! ¿Sabes cuál es el secreto?
Perseguir tu sueño
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Valentina Tereshkova
Una joven a la conquista del espacio
M i amiga Galina me convenció. Lo repetía continuamente:
«Lanzarse en paracaídas es lo mejor del mundo».
Al principio no la creía, o puede que me diera miedo. La primera vez que fui al aeropuerto pensé que aquello no era lo mío. Sin embargo, volví. El cartel «Club de Paracaidismo» me atraía a pesar del miedo. Lo que más me llamaba la atención eran las chicas que bromeaban y se reían mientras plegaban el paracaídas después del salto. Si ellas lo hacían, ¿por qué no iba a poder hacerlo yo? Al final me pudo la curiosidad ¡y decidí apuntarme al curso!
Una noche llegué a casa más tarde de lo normal y mi madre vio algo en mí que le llamó la atención.
—Valentina, ¿qué te pasa? ¡Estás muy rara! —me dijo preocupada.
La miré sin saber qué decir, y en ese momento pensé que sería mejor no decirle nada sobre el curso de paracaidismo. No quería que se preocupara. Ya había tenido muchos problemas y disgustos en su vida. Mi padre murió durante la guerra combatiendo contra Finlandia cuando yo, que había nacido en 1937, no tenía ni tres años. Mi madre nos había criado ella sola a mi hermano, a mi hermana y a mí. Éramos tan pobres que algunos días ni siquiera teníamos dinero para comprar una barra de pan. Y, sin embargo, nunca la oí quejarse. Las cosas empezaron a irnos un poco mejor cuando encontró trabajo en una fábrica textil. Con el tiempo, yo también empecé a trabajar en la fábrica. Salí del colegio con 17 años, pero, como me gustaba estudiar, seguí haciendo cursos por correspondencia. Durante el día trabajaba y por la noche estudiaba.
Del lugar en el que crecí —Yaroslavl, en la Rusia central, a 300 kilómetros de Moscú— recuerdo la lluvia y las ventanas de la casa, desde las que se veía el aeropuerto en el que haría mis primeros saltos con el paracaídas. Mi sueño, de pequeña, era ser maquinista para poder conducir trenes y ver muchísimas ciudades; soñaba con hacer muchos viajes, ¡pero jamás habría podido imaginarme que llegaría a viajar por el espacio!
Al principio del curso solo tenía clases teóricas. Hasta que llegó el gran día. ¡Iba a saltar con el paracaídas! Lo recuerdo como si fuera ayer. Era el 21 de mayo de 1959, tenía 22 años y muchas ganas de vivir y experimentar un millón de cosas nuevas.
Llegué al aeropuerto por la mañana temprano. El cielo estaba encapotado y había empezado a chispear.
—Tenemos que esperar a que mejore el tiempo —dijo el instructor.
¡Qué decepción! Puede que aplazaran el salto. Pero luego asomó el sol entre las nubes. Podíamos despegar. El pequeño avión en el que embarcamos comenzó la maniobra de despegue y a los pocos minutos ya estábamos en el cielo.
El ruido del motor era tan ensordecedor que me preocupaba no oír la orden que me autorizara a saltar. Puede que estuviera nerviosa o, a lo mejor, impaciente. El caso es que me pareció oír una voz que me ordenaba que saltara. Cerré los ojos, puse un pie en el vacío y me dejé caer. Me pareció que me estaba precipitando demasiado rápido, pero luego la blanca cúpula del paracaídas se abrió y sentí que mi cuerpo se balanceaba hacia el suelo. Veía las aguas relucientes del Volga bajo mis pies y una larga franja de vegetación. ¡Era feliz! Hice las maniobras necesarias, seguí todas las instrucciones que había aprendido y por fin toqué el suelo. ¡Lo había conseguido! Pero la euforia duró poco. Una voz áspera, masculina, me recriminó:
—¿Por qué has saltado sin esperar la orden?
Me puse como un tomate.
—No es culpa mía —intenté justificarme—. El motor hacía demasiado ruido.
Oí las risas ahogadas de mis compañeros. Estaba enfadada, pero enseguida recuperé el buen humor cuando el instructor añadió:
—De todas formas, no ha estado mal para una principiante. Y que no se te olvide que también se aprende de los errores. Todos vosotros —dijo mirándonos uno a uno— podéis llegar a ser buenos paracaidistas.
Era muy tarde cuando llegué a casa. Mi hermano me recibió con tono desafiante.
—¿Dónde has estado? Mamá está preocupada y ha salido a buscarte. ¡Ya verás lo enfadada que está!
No me dio tiempo a contestar. Mi madre estaba entrando en casa hecha una furia.
—¿Dónde has estado?
Era el momento de contarle la verdad.
—He ido a hacer paracaidismo —le dije con calma.
—¿Te has vuelto loca? ¡Ese no es un deporte para mujeres!
—Sí, sí, somos muchas en el club. También hay chicas que trabajan conmigo en la fábrica.
Conseguí tranquilizarla. Siguió refunfuñando un poco, pero después se rindió y me hizo prometer que tendría cuidado.