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Andrea Stefanoni [Stefanoni - La abuela civil española

Aquí puedes leer online Andrea Stefanoni [Stefanoni - La abuela civil española texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2013, Editor: Seix Barral, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Andrea Stefanoni [Stefanoni La abuela civil española

La abuela civil española: resumen, descripción y anotación

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Consuelo nació en Boeza, León. Un día se enamoró de Rogelio y juntos tuvieron una hija. En el invierno de 1950 se vieron obligados a escapar de una tierra que les era hostil. El franquismo y una oscura traición familiar los llevaron primero a Buenos Aires y más tarde a una isla en el delta del Tigre. Su nieta Sofía es quien se encarga de rescatar del olvido esa vida y hace hablar a su abuela Consuelo para convertir su memoria en relato. Sabe que Consuelo atesora algo que va más allá de una guerra civil y sus contingencias.

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La abuela civil española — leer online gratis el libro completo

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Luz

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1

Estoy almorzando. Un día de septiembre. Creo que planeo algo. Mastico y pienso en los pasos a seguir. Algunos planes se molestan con el ruido de los cubiertos de alrededor. Otros, no. Algunos planes pueden con todos los ruidos.

Mi trabajo, la librería, me da un rato para almorzar tranquila. Como y pienso. Es un día especial. Sé que disfruto de septiembre. Puedo planear enero. Puedo pensar en el último junio. Sin sufrirlos en su rigor.

Suena el celular. Es mi hermano. Nunca me llama a esta hora. Le gusta la tarde, cuando habla con el día encima. Cuando tiene más para decir.

—Sofía…

—¿Qué hacés?

Y lo escucho. No está aquí. Está a tres horas de Buenos Aires, en un pueblo sin asfalto, en el campo. Lejos. Entonces me dice que la abuela tuvo un accidente. Se enteró porque la llamó por teléfono para saludarla. Al parecer, se cayó. Mi abuela Consuelo.

Le pregunto si le salió sangre. Me explica que sí. Lo dice de otra manera, pero queda la palabra: sangre. Hay palabras de las que es difícil volver. Esa es una.

Tengo que dejar lo que estoy haciendo, dejar mis ideas mirándose confundidas en el restaurante, y correr. Tomar un taxi y llegar lo más rápido que pueda.

Dejarme ahí sentada y correr.

Correr hacia la sangre de mi abuela.

2

Consuelo tenía doce años. Vivía en Boeza, un pueblo de la provincia de León, al norte de España. Un pueblo rodeado de montañas. Para sobrevivir —no digamos que se dedicaban a algo, porque es mucho decir— tenían la pesca, algo de ganado, cría de gallinas y el trabajo minero. Lo principal era el carbón. Aquellos túneles eran el destino natural de la mayoría.

Era invierno. La nieve había cesado. Aunque era una niña, trabajaba todos los días. Salía temprano con las ovejas, las cabras y con varios perros que ayudaban a mantener unido el rebaño. Caminaba. Caminaba hacia arriba. Pasó corriendo uno de los perros a su lado. Lo vio correr mejor de lo que ella misma caminaba. Se hacía difícil dar cada paso. Había barro. Y zonas en las que aún quedaba nieve estancada.

Allá arriba se encontraba con otros chicos —Saturnina y Antonio— que trabajaban de lo mismo que ella. Hablaban sobre lo que algún día les gustaría hacer en sus vidas. Quizá sin saber que eso también era la vida. Hablaban de la escuela, a la que no concurrían más que en los días de nevadas o lluvias torrenciales. Los días en los que el clima les impedía trabajar.

Hablaban y hacían precisamente aquello que no debía hacer un pastor en el campo: se distraían.

De repente, dejaron de hablar. Se paralizaron. Fijaron sus ojos en una fila de lobos que caminaban lento, en una línea perfecta hacia la manada de ovejas. Los contaron: eran trece. No podían moverse, pero sacaron su conocimiento matemático y los contaron. Se sacudieron entre los tres. Había que hacer algo. Consuelo y los otros dos comenzaron a correr hacia donde estaban las ovejas, desparramadas por el monte. Ella había visto alguna vez cómo un lobo cargaba al lomo una oveja, se la llevaba corriendo, encima de su cuerpo, para luego devorársela a escondidas. Las descuartizaban. Trece lobos podían quitarle trece ovejas en un segundo.

Después de varios minutos, y con la ayuda de los perros, lograron juntar el ganado. Con el peligro de que los lobos atentaran contra ellos mismos. El miedo a los lobos, el miedo a perder ovejas, el miedo a tener que explicar a los adultos que habían perdido ovejas a instancias de los lobos. Trabajaron duramente, ellos y los perros. Se hundieron en el barro con restos de nieve. Sintieron el sudor y el frío. El miedo y la adrenalina. No se relajaron hasta que se relajaron los perros.

Los lobos siguieron de largo. Consuelo respiró profundo. Acababa de perder uno de sus zapatos en la corrida. Perdido entre las trampas del barro. No se detuvo a buscarlo, aun con el pie entumecido. No tenía resto. Cualquier paso atrás era un paso hacia los lobos. Quería bajar, volver a casa. Tener doce años.

3

Rogelio nació en Boeza. Tenía un hermano llamado Ángel a quien todos decían Angelón. Muchos en el pueblo se llamaban Ángel, pero a esos les decían Gelo, igual que a los que se llamaban Rogelio. Sin embargo, a Rogelio le decían Rogelio.

Su hermano se diferenció de él antes de la adolescencia. Para Rogelio, las cosas tenían que cambiar hacia adelante; para Angelón, revalorar hacia atrás. Ángel se reía más, y lo palmeaba. Pero insistía sobre eso, sus diferencias, como si no aceptase —ni fuera a hacerlo jamás— que su hermano no pensara como él.

Rogelio volvió a su pueblo. Acababa de terminar el servicio militar. Descansó dos días. Durmió y comió como hacía tiempo le era esquivo. En la cama, recordó que sus propios jefes habían estado a punto de fusilarlo. Si algo —a pesar del cansancio— le provocaba insomnio era aquello. Esas formas militares. Pelear con el enemigo y con el superior, como si fuera peor que el enemigo, más peligroso, más artero. Luego, cansado el cuerpo y cansado de pensar, lograba seguir durmiendo.

Boeza tenía el ritmo de los pueblos pequeños. La primera salida de Rogelio fue una caminata hasta Ponferrada, el pueblo cercano con biblioteca. Allí pidió unos libros prestados, después de revolver durante horas. No tenían por qué dárselos, pero lo conocían. Sabían que era uno de los pocos hombres de Boeza que caminarían esas distancias por un libro.

Alguien, por otro lado, había escuchado de su vuelta del servicio militar y lo puso en movimiento antes de lo que Rogelio hubiera deseado.

Al anochecer, mientras leía un diccionario a la luz de la vela, recibió la visita apurada de un amigo. Felipe Acuña.

—Esta tarde he hablado con el cura.

—…

—Dice que la guerra está a punto de estallar y que debemos estar preparados.

—…

—Tú, Rogelio, eres la persona más indicada para organizar un batallón de la Falange.

—¿De la Falange, yo?

—Sí, tú. Eres uno de los hombres más inteligentes que conozco… Inteligente, pero, sobre todo, audaz.

—¡Tú estás loco! Vivimos en un pueblo obrero, Felipe. Hay una cuenca minera y ochocientos hombres trabajando en la carretera. Si descubren que organizamos un batallón falangista, nos meten en una bolsa y nos echan al río.

4

Cuando Consuelo era una niña de siete años le dijeron que su madre, Elvira, había muerto de un susto. En aquel pueblo, los infartos eran sustos. Los cánceres, amarguras. Las sífilis, pecados.

Consuelo se levantaba y Emiliano, su padre, le hacía el desayuno con lo que había. Cuando dejaba a las ovejas, llegaba cansada y su padre la recibía con el cariño de quien lo entiende. Y, por la noche, le hacía de comer. Otras veces, cocinaba ella.

Generalmente, en los tiempos de calor, quien llegaba derrotado era Emiliano: entonces, Consuelo le retribuía el cariño con que él la recibía.

El carbón era el agotamiento de los mineros. En la mina, Emiliano se había enterado de que sería padre. En la mina, a los gritos, le habían avisado que su esposa estaba mal. En la mina, también, se enteraba de que su esfuerzo no valía nada. Consuelo, para esos momentos, cocinaba todas las noches.

Un día, Emiliano se cansó. Eran felices, pero ser felices así requería demasiado esfuerzo.

Así que se volvió a casar, con una mujer de la que Consuelo nunca había escuchado hablar y que, de repente, estaba en su casa. Se llamaba Esperanza.

Con ella tuvo una sola situación de poder. Consuelo estaba adentro, cortando verduras. Su padre apareció con otra sombra además de la propia. Emiliano entró y dejó a la mujer con las manos juntas, tímidas, en la puerta, afuera. Como haciendo fila.

Emiliano se agachó frente a Consuelo y la miró hacia arriba.

—Hija… La señora que está en la puerta se llama Esperanza…

—Esperanza…

—Exacto. Y a partir de hoy vivirá con nosotros.

—¿Aquí?

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