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Stig Dagerman - Nuestra necesidad de consuelo es insaciable…

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Stig Dagerman Nuestra necesidad de consuelo es insaciable…
  • Libro:
    Nuestra necesidad de consuelo es insaciable…
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    ePubLibre
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    1952
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El anarquismo y yo.

STIG DAGERMAN

LOS DETRACTORES DEL ANARQUISMO no se hacen todos la misma idea del peligro ideológico que éste representa y esta idea varía en función de su grado de armamento y de las posibilidades legales que tengan para hacer uso de él. Mientras que en España, entre 1936 y 1939, el anarquismo fue considerado de tal forma peligroso para la sociedad que se disparaba sobre él desde ambos lados (no estuvo expuesto solamente, de cara, a los fusiles alemanes e italianos sino también, por la espalda, a las balas rusas de sus «aliados» comunistas), el anarquismo sueco era considerado en ciertos círculos radicales, y en particular marxistas, como un romanticismo impenitente, una especie de idealismo político en los círculos liberales bien enraizados. De manera más o menos consciente, se cierra los ojos ante el hecho, sin embargo capital, de que la ideología anarquista, unida a una teoría económica (el sindicalismo) desembocó en Cataluña, durante la Guerra Civil, en un sistema de producción que funcionaba perfectamente, basado en la igualdad económica y no en una nivelación mental, en la cooperación práctica sin violencia ideológica y en la coordinación racional sin asesinato de la libertad individual, conceptos contradictorios que, desgraciadamente, parecen extenderse, cada vez más, en forma de síntesis. Para empezar, y a fin de rechazar una variedad de crítica antianarquista como la de la gente que confunde su pobre pequeño sillón de redactor con un barril de pólvora y que, por ejemplo a la luz de ciertos reportajes sobre Rusia, creen detentar el monopolio de la verdad sobre la clase obrera, tengo la intención, en las líneas que siguen, de detenerme sobre esta forma de anarquismo que es conocida, particularmente en los países latinos, con el nombre de anarco-sindicalismo y en los que se ha mostrado de gran eficacia no sólo para la conquista de las libertades en otro tiempo sofocadas, sino también para la conquista del pan.

En la elección de una ideología política, este camino regio hacia un estadio de la sociedad que se parezca al menos en algo a los ideales soñados antes de darse cuenta de que las guías terrestres son desesperadamente falsas, interviene, casi siempre, la toma de conciencia del hecho de que la quiebra de las otras posibilidades, ya sean nazis, fascistas, liberales o de cualquier otra tendencia burguesa, o incluso socialistas autoritarias de todo tipo, no sólo se manifiesta por la cantidad de ruinas, de muertos y de lisiados en los países directamente alcanzados por la guerra, sino también por la cantidad de neurosis, casos de locura y de desequilibrio en los países aparentemente exceptuados como Suecia. El criterio de anomalía de un sistema social no estriba sólo en la irritante injusticia en el reparto de la comida, la ropa y las posibilidades de la educación, sino que ha de alcanzar también a la autoridad temporal que inspire el miedo entre sus administrados. Los sistemas basados en el terror, como el nazismo, muestran al instante su naturaleza por una brutalidad física que no conoce límites, pero una reflexión algo más profunda lleva a la conclusión de que los sistemas estatales, por más democráticos que sean, hacen recaer sobre el común de los mortales una carga de angustia que ni los fantasmas ni las novelas policíacas pueden igualar. Todos nos acordamos de aquellos grandes titulares, negros y terroríficos, en los periódicos durante la época de Munich —¡cuántas neurosis no tendrán sobre la conciencia!— pero la guerra de nervios que los amos del mundo están a punto de llevar a cabo en este momento en Londres contra la población del globo, por medio de la Asamblea General de la ONU, no es menos refinada. Dejemos de lado lo que tiene de inadmisible el hecho de que cuatro delegados puedan jugar con la suerte de más de un millón de seres humanos sin que nadie encuentre en ello nada espantoso pero ¿quién dirá hasta qué punto es bárbaro y horrible, desde el punto de vista psicológico, el método por el que son regulados los destinos del mundo? La violencia psíquica, que parece ser el denominador común de las políticas que llevan a cabo países por otra parte tan distintos como Inglaterra y la URSS, es ya suficiente para calificar de inhumanos sus regímenes respectivos. Parece que para los regímenes autoritarios, ya sean democráticos o dictatoriales, los intereses del Estado acaban por llegar a ser un fin en sí ante el cual deba desaparecer el objetivo original de la política: favorecer los intereses de ciertos grupos humanos. Por desgracia, la defensa del elemento humano en política ha sido transformada en eslogan vacío de sentido por una propaganda liberal que ha camuflado los intereses egoístas de ciertos monopolios bajo el velo de dogmas humanitarios empalagosos y sin gran contenido idealista, pero esto no puede naturalmente, por sí solo, poner en peligro la capacidad humana de adaptación, como quieren hacemos creer los propagandistas de la doctrina estatal.

El proceso de abstracción que ha experimentado el concepto de Estado durante los años es, para mí, una de las convenciones más peligrosas de todo el bosque de convenciones que el poeta debe atravesar. La adoración de lo concreto, de lo cual Harry Martinson se ha dado cuenta a lo largo de su viaje a la URSS, que era el meollo de la doctrina estatal (y que se manifestaba por los retratos de Stalin de cualquier tamaño o modelo) no era más que un atajo en el camino que lleva a esta canonización de lo Abstracto que forma parte de las características más espantosas del concepto de Estado. Es precisamente lo abstracto lo que, por su intangibilidad, por su emplazamiento fuera de la esfera de influencias, puede dominar la acción, paralizar la voluntad, entorpecer las iniciativas y transformar la energía en una catastrófica neurosis de la subordinación por medio de una brutalidad psíquica que puede, ciertamente, durante un tiempo, garantizar a los dirigentes una cierta dosis de paz, de confort y de aparente soberanía política, pero que no puede tener, a fin de cuentas, más que los efectos de un bumerán social. La compensación electoral que una sociedad estatal ofrece al individuo por la capacidad de acción de la que es privado es insuficiente en sí y lo será cada vez más a medida que su capacidad interior de iniciativa se vea comprimida. Los invisibles lazos que, por encima de las nubes, unen en una misma comunidad de destino, complejo pero grandioso, el Estado y las altas finanzas, los dirigentes con los que los manipulan, y la política con el dinero, infunden a la parte no iniciada de la humanidad un fatalismo tal que ni las sociedades de Estado para la construcción de viviendas ni las novelas callejeras de Upton Sinclair han conseguido cortar.

Puede decirse pues que el Estado democrático de la era contemporánea representa una variedad completamente nueva de inhumanidad que en nada desdice a los regímenes autocráticos de épocas anteriores. El principio «dividir para reinar» ciertamente no ha sido abandonado pero la angustia que resulta del hambre, la angustia que resulta de la sed, la angustia que resulta de la inquisición social, al menos en principio, debe ceder el lugar, en tanto que medio de soberanía en el cuadro del Estado-providencia, a la angustia que resulta de la incertidumbre y de la incapacidad en la que se encuentra el individuo de disponer de lo esencial de su propio destino. Hundido en el fondo del Estado, el individuo es presa de un sentimiento punzante de incertidumbre y de impotencia que recuerda la situación de la cáscara de nuez en el Maelstrom o aquella del vagón de tren, atado a una locomotora loca, dotada de razón pero sin posibilidad de comprender las señales ni de reconocer la entrada en agujas.

Algunos han intentado definir el análisis obsesivo de la angustia que caracteriza mi libro La serpiente como una especie de «romanticismo de la angustia», pero el romanticismo implica una inconsciencia analítica, una forma deliberada de ignorar cualquier hecho que no cuadrara con la idea que se hace de las cosas. Mientras que el romántico de la angustia, lleno de una secreta alegría al ver de súbito que todo concuerda, desea incorporar el conjunto en su sistema de angustia, el analista de la angustia lucha contra este conjunto, con su análisis como baluarte, poniendo al descubierto por medio de su estilete todas sus secretas ramificaciones. En el plano político, esto implica que el romántico, que acepta todo aquello que pueda alimentar las candelas de su fe, nada tiene que reprochar a un sistema social basado en la angustia e incluso se lo hace suyo con una fatal alegría. Para mí, que soy por el contrario un analista de la angustia, ha sido necesario, con la ayuda de un método analítico de sucesivas exclusiones, encontrar una solución dentro de la cual cualquier máquina social pueda funcionar sin tener que recurrir a la angustia o al miedo como fuente de energía. Es bien seguro que esto supone una dimensión política completamente nueva que debe ser desembarazada de aquellas convenciones que habíamos considerado como indispensables. La psicología sociológica debe darse como tarea destruir el mito de la «eficacia» del centralismo: la neurosis, causada por la falta de perspectiva y por la imposibilidad de identificar su situación en la sociedad no puede ser compensada por ventajas materiales puramente aparentes. El estallido de la macrocolectividad en pequeñas unidades individuales, cooperando entre ellas pero por otra parte autónomas, que preconiza el anarco-sindicalismo, es la única solución psicológica posible en un mundo neurótico donde el peso de la superestructura política hace tambalear al individuo. La objeción según la cual la cooperación internacional sería entorpecida por la destrucción de los distintos Estados no resiste el mínimo análisis, ya que nadie podría osar sostener que la política extranjera llevada a cabo, en el plano mundial, por los distintos estados haya contribuido a aproximar las naciones unas a otras.

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