Lisa Gardner
Tiempo De Matar
Serie Quincy y Rainie, Nº 04
Traducción: Isabel Merino Bodes
Para escribir esta novela tuve que investigar un poco. Durante un fin de semana disfruté del privilegio de visitar una vez más la Academia del FBI y conocer ciertos aspectos de la vida en una base de los marines, experiencia que recomiendo encarecidamente a mis lectores. He intentado recrear las instalaciones y la ideología de la Academia, pero debo decir que he recurrido a la imaginación para describir ciertas anécdotas y tradiciones. La Academia es una institución viva sometida a cambios constantes en función del año, las clases y las necesidades del FBI. Cada vez que un agente me hablaba sobre alguna tradición sagrada en sus días de estudiante, otro me confesaba que jamás había oído hablar de nada parecido. Como soy una escritora con tablas, decidí realizar una criba de las diferentes anécdotas, seleccionar las que más me gustaban y narrarlas en esta novela como si fueran ciertas. Esta es mi historia y así quiero contarla.
Disfruté mucho entrevistando a los agentes del FBI, pero debo confesar que me sorprendió la amabilidad de las personas que conocí a través del Instituto Geológico de Richmond (Virginia). Necesitaba hablar con expertos en ciencias naturales y acerté de lleno. Además de mostrarse muy pacientes mientras me explicaban detalladamente cómo analizar una muestra de agua, me proporcionaron una lista de lugares propicios para matar y me llevaron de excursión, junto a mi marido, por los escenarios que me habían recomendado. Les puedo asegurar que, durante semanas, mi marido y yo mostramos una conducta intachable.
A continuación aparece una lista bastante exhaustiva de las personas que tuvieron la amabilidad de hacerme un hueco en sus ajetreadas agendas para responder a mis preguntas. Estas personas me ofrecieron información correcta, así que lo que pueda haber ocurrido después con ellas es solo culpa mía.
En primer lugar, los expertos en la Tierra:
Jim Campbell, jefe de Subdistrito, Instituto Geológico de EE. UU.
David Nelms, hidrólogo, Instituto Geológico de EE. UU.
George E. Harlow, Jr., P. G., hidrólogo, Instituto Geológico de EE. UU.
Randall C. Orndorff, geólogo, Instituto Geológico de EE. UU.
William C. Burton, geólogo, Instituto Geológico de EE. UU.
Wil Orndorff, coordinador para la Protección del Karst, Departamento de Conservación y Recreación de Virginia Wendy Cass, botánica, Parque Nacional de Shenandoah Ron Litwin, palinólogo, Instituto Geológico de EE.UU.
En segundo lugar, los expertos en narcóticos:
Margaret Charpentier.
Celia MacDonnell.
En tercer lugar, los expertos en procesos:
Agente especial Nidia Gamba, FBI, Nueva York Doctor Gregory K. Moffatt, Ph. D., profesor de psicología, Atlanta Christian College.
Jimmy Davis, jefe de policía, Departamento de Policía de Snell, Georgia.
En cuarto lugar, el equipo de apoyo:
Melinda Carr, Diana Chadwick, Barbara Ruddy y Kathleen Walsh, por su inestimable ayuda como correctoras.
Mi marido, Anthony, que esta vez no tuvo que preparar chocolate, aunque le tocó encargarse de una mudanza para que yo pudiera cumplir con el plazo de entrega. Cariño, no cambiemos de casa nunca más.
También deseo dar mis más sinceras gracias a Kathy Sampson, que generosamente compró el libro a su hija Alissa Sampson durante una subasta benéfica para que hiciera un cameo en esta novela. No estoy segura de que sea positivo convertirse en un personaje de mis novelas, pero agradezco la donación de Kathy y espero que Alissa disfrute del libro.
Y finalmente, deseo rendir homenaje a mi abuela, Harriette Baumgartner, que me regaló mis libros de bolsillo favoritos, horneó las mejores galletas de chocolate del mundo y nos enseñó una docena de formas distintas de jugar al solitario. Este libro es para ti, abuela.
Que disfrutéis de la lectura.
Lisa Gardner.
El hombre se dio cuenta por primera vez en el año 1998. Dos chicas salieron de fiesta una noche y nunca más regresaron a casa. Deanna Wilson y Marlene Mason fueron las primeras. Ambas estudiaban en la Universidad Estatal de Georgia, compartían habitación y eran buenas chicas en todos los aspectos; sin embargo, el Atlanta Journal-Constitution no publicó su desaparición en primera página. No era noticia que alguien desapareciera. Y menos aún en una gran ciudad.
Poco después, la policía encontró el cadáver de Marlene Mason junto a la interestatal 75 y eso hizo que las cosas empezaran a moverse un poco. A los habitantes de Atlanta no les gustaba que una de sus hijas hubiera aparecido muerta en una interestatal. Y menos aún una chica blanca de buena familia. En Atlanta no deberían ocurrir cosas así.
El caso Mason fue un verdadero enigma. La muchacha estaba completamente vestida y su bolso, intacto. No presentaba señales de agresión sexual ni de robo. De hecho, se encontraba en una postura tan apacible que el motorista que la encontró pensó que estaba dormida; sin embargo, Mason ingresó cadáver en el hospital. Sobredosis de droga, dictaminó el médico forense, a pesar de que sus padres negaron con vehemencia que su hija pudiera haber hecho algo así. Enseguida, todos se formularon la siguiente pregunta: ¿dónde estaba su compañera de habitación?
Para los ciudadanos de Atlanta, aquella fue una semana desagradable. A pesar de que el termómetro superaba los treinta y ocho grados centígrados, todos unieron sus esfuerzos para buscar a la universitaria desaparecida. La búsqueda se inició con ahínco, pero enseguida se suspendió. Todos estaban acalorados, cansados o tenían que ocuparse de otros asuntos. Además, la mitad del estado imaginaba que ambas compañeras de habitación habían discutido, posiblemente por algún chico, y que Deanna Wilson había matado a su amiga. La gente veía Ley y orden. Sabía que estas cosas ocurrían.
Al llegar el otoño, una pareja de excursionistas halló el cadáver de Deanna Wilson en lo alto de la Garganta Tallulah, a más de ciento cincuenta kilómetros de Atlanta. La muchacha todavía llevaba su traje de fiesta y sus tacones de ocho centímetros, pero su cadáver no presentaba un aspecto tan apacible como el de su compañera, pues las bestias carroñeras lo habían encontrado. Además, su cráneo estaba partido en pedazos, quizá porque la joven había caído de cabeza por uno de aquellos despeñaderos de granito. Digamos, simplemente, que la madre naturaleza no mostró ningún respeto por sus zapatos Manolo Blahnik.
Su muerte planteó un nuevo enigma. ¿Cuándo había fallecido? ¿Dónde había estado desde que fue vista por última vez en aquel local de Atlanta hasta que murió? ¿Había matado ella a su compañera de habitación? Su bolso fue hallado en la Garganta Tallulah. No había restos de droga en su cuerpo. Pero lo más extraño de todo era que tampoco se encontraron su vehículo ni las llaves.
El cadáver quedó en manos de la Oficina del Sheriff del Condado de Rabun y, una vez más, los medios de información se olvidaron del caso.
El hombre recortó y archivó algunos artículos, aunque no sabía por qué. Simplemente lo hizo.
En el año mil novecientos noventa y nueve volvió a ocurrir, cuando llegó una nueva ola de calor que disparó las temperaturas y los temperamentos. Dos muchachas fueron de fiesta una noche y nunca más regresaron. Kasey Cooper y Josie Anders eran de Macon, Georgia, y puede que no fueran tan buenas chicas, pues ambas eran menores de edad y no deberían haber tenido acceso al local, donde trabajaba el novio de Anders como portero. Sin embargo, el joven afirmó que las chicas estaban totalmente sobrias cuando las vio montarse en el Honda Civic blanco de Kasey Cooper. Sus angustiadas familias añadieron que ambas eran estrellas del atletismo y que nunca habrían ido a ninguna parte sin oponer resistencia.
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