Marc Levy
La Mirada De Una Mujer
Solo el amor y la amistad pueden aliviar la soledad actual. La felicidad no es un derecho, es un combate diario. Creo que es preciso saber vivirla cuando se presenta ante nosotros.
ORSON WELLES
Nació el 14 de septiembre de 1974 a las ocho de la mañana, a 15° 30' de latitud norte y 65° de longitud oeste, lo cual ubicaba su origen en una pequeña isla situada lejos de las costas de Honduras. Nadie había prestado atención a dicho nacimiento, el número 734 que se inscribía en el registro. Durante los dos primeros días su vida se desarrolló en la mayor de las indiferencias. Sus parámetros vitales eran estables y no justificaban que nadie se interesase de modo especial por el curso de su evolución. Recibió el mismo tratamiento que todos los recién nacidos de su tipo; sus constantes se anotaban cada seis horas de acuerdo con el procedimiento habitual. Sin embargo el 16 de septiembre a las dos de la tarde los resultados de los análisis llamaron la atención de un equipo de científicos de la isla de Guadalupe. Se interrogaron sobre su desarrollo, que parecía apartarse de la norma. Al llegar la noche, el responsable del equipo encargado de su vigilancia no pudo ocultar por más tiempo su inquietud y se puso en contacto con sus colegas estadounidenses. Algo importante estaba a punto de suceder. La metamorfosis de este bebé exigía que toda la humanidad se interesase por él. Fruto de la unión del frío y del calor, su carácter peligroso comenzaba a manifestarse. Si su hermana menor, Elaine, nacida en abril del mismo año, sólo había vivido once días, sin llegar a adquirir suficiente fuerza, por el contrario él crecía a una velocidad alarmante y alcanzaba ya, a los dos días, un tamaño inquietante. Al tercer día de vida intentó moverse en todos los sentidos. Giraba sobre sí mismo, mostrando cada vez una mayor vitalidad, al parecer sin decidirse a tomar una dirección precisa.
Fue a las dos de la mañana de la noche del 16 al 17 de septiembre, mientras vigilaba su lugar de nacimiento a la luz de un único neón que zumbaba, inclinado sobre una mesa cubierta de hojas de exámenes, columnas de números y líneas que se podían confundir con electrocardiogramas, cuando el profesor Huc decidió que su evolución exigía que se le diese un nombre de inmediato, como para exorcizar así el mal que se estaba formando. Habida cuenta de las mutaciones sorprendentes, existían muy pocas posibilidades de que continuase como estaba. Su nombre había sido elegido incluso antes de su concepción: se llamaría Fifí. Entró en la historia el 17 de septiembre de 1974 a las ocho de la mañana, al sobrepasar la velocidad de 120 km/h. Fue entonces clasificado por los meteorólogos del Centro de Huracanes de Miami como huracán de clase 1, con arreglo a la escala de Saffír Simpson. En el curso de los siguientes días cambiaría de categoría, pasando muy rápidamente a la clase 2 para desconcierto de todos los profesores que lo estudiaban. A las dos de la tarde Fifí desarrollaba vientos de 138 km/h, que de noche alcanzaron casi los 150 km/h. No obstante la mayor inquietud procedía de su posición, que se había modificado de forma peligrosa, situándose ahora a 16° 30' de latitud norte y 81° 70' de longitud oeste. Entonces se lanzó el aviso de alerta máxima. A las dos de la mañana del 18 de septiembre se aproximaba a las costas de Honduras, barriendo el litoral septentrional con ráfagas de vientos que alcanzaban los 240 km/h.
Aeropuerto de Newark. El taxi acaba de dejarla en la acera y a continuación el vehículo se precipita en el denso tráfico que gravita en torno a las terminales de las compañías. Lo ve perderse en la lejanía. La enorme bolsa verde que descansa a sus pies pesa casi tanto como ella. La levanta, hace una mueca y se la cuelga del hombro. Atraviesa las puertas de la terminal 1, cruza el vestíbulo y desciende unos escalones. A su derecha, otra escalera se eleva en espiral. A pesar de la voluminosa bolsa que lleva colgada del hombro, sube deprisa los escalones y entra con aire decidido en el pasillo. Se queda quieta delante de una cafetería bañada con una luz naranja y mira a través del cristal. Con los codos apoyados sobre el mostrador de formica, una decena de hombres beben pausadamente sus cervezas mientras comentan en voz alta los resultados de los partidos que aparecen en la pantalla del televisor que hay encima de sus cabezas. Empujando la puerta de madera, en la que hay un gran ojo de buey, entra y mira más allá de las mesas rojas y verdes.
Ella lo ve. Está sentado al fondo, contra el ventanal que domina la pista de aterrizaje. Hay un periódico doblado encima de la mesa. Su barbilla descansa sobre la mano derecha y deja vagabundear la izquierda, que en la servilleta de papel dibuja a lápiz un rostro.
Sus ojos, que ella todavía no puede ver, están perdidos en el asfalto pintado con bandas amarillas, sobre el que los aviones ruedan lentamente para dirigirse a la zona de espera. Ella duda y toma el pasillo de la derecha, el cual la conducirá hasta el hombre joven que la espera sin que él advierta su presencia. Pasa por delante de una gran nevera que hace un ruido monótono y se aproxima con unpaso vivo, que sabe silenciar. Al llegar a la altura del joven, le despeina tiernamente con una mano los cabellos. Lo que él estaba dibujando sobre el papel absorbente es el retrato de ella.
– ¿Te he hecho esperar? -pregunta ella.
– No, llegas casi en punto, ahora será cuando me harás esperar.
– ¿Hace mucho que estás aquí?
– No tengo la más mínima idea. ¡Qué guapa estás! Siéntate.
Ella sonríe y mira su reloj.
– Salgo dentro de una hora.
– ¡Voy a hacer todo lo posible para que pierdas el avión, para que jamás lo cojas!
– ¡Entonces despego dentro de diez minutos! -responde ella mientras se sienta.
– Está bien, te lo prometo. Ya lo dejo. Te he traído una cosa.
Saca una bolsa de plástico negro y la empuja hacia ella con la punta del dedo índice. Ella inclina la cabeza, su manera de decir: «¿Qué es?». Y como él comprende la más leve expresión de su rostro, el solo movimiento de sus ojos, responde: «Ábrelo, ya lo verás». Es un álbum de fotos.
El joven comienza a pasar las páginas. En la primera, en blanco y negro, dos bebés de dos años se están mirando; se hallan de pie y se cogen de los hombros.
– Es la foto más antigua de nosotros que he encontrado. -Pasa otra página y prosigue con sus comentarios-: Aquí estamos tú y yo, una Navidad, no sé exactamente cuál, pero aún no teníamos diez años. Creo que es el año en que te di mi medalla de bautismo.
Susan hunde la mano entre sus senos para sacar la cadena y la pequeña medalla con la imagen de santa Teresa. Jamás se la quita. Unas páginas más adelante le interrumpe y es ella quien describe:
– Aquí estamos nosotros dos cuando teníamos trece años, en el jardín de tus padres. Te acababa de besar por primera vez. Cuando quise meterte la lengua me dijiste: «¡Qué asco!». Y ésta es de dos años después. Entonces fue a mí a quien no le gustó tu idea de que durmiésemos juntos.
Al pasar otra página, Philip retoma la palabra y señala otra foto.
– Y aquí un año después, al final de aquella fiesta. Si no recuerdo mal, ya no lo encontrabas tan desagradable.
Cada hoja de celuloide señala un momento de su infancia cómplice. Ella lo detiene.
– Te has saltado seis meses. ¿No hay ninguna foto del entierro de mis padres? Sin embargo, creo que fue entonces cuando te encontré más sexy.
– ¡Basta ya de chistes malos, Susan!
– No estaba bromeando. Fue la primera vez que te sentí más fuerte que yo, y eso me daba seguridad. ¿Sabes?, jamás olvidaré…
– Basta, déjalo.
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