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Sir Paul Dukes - En la hoguera bolchevique - Ediciones Leyra

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Sir Paul Dukes En la hoguera bolchevique - Ediciones Leyra

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Capítulo I
Uno de la multitud

LA NIEVE SE REFLEJABA BRILLANTEMENTE en el sol helado de la tarde del 11 de marzo de 1917. La Perspectiva Nevsky estaba casi desierta. El aire estaba lleno de excitaciones y parecía como si de los apartados suburbios de la bella ciudad de Pedro el Grande se levantara un denso y oscuro rumor de voces; voces violentas, apasionadas, que rodaban como el estruendo de la tormenta distante, mientras en el corazón de la ciudad todo era quietud y silencio. De trecho en trecho se veía una patrulla montada o un piquete de tropa que paseaba la calle con paso mesurado. En la nieve había manchas de sangre y en el lejano confín de la Perspectiva se oía aún el intermitente rumor de las descargas de fusilería.

En medio de la calle yacían varios cuerpos pavorosamente quietos. Sus dientes lucían fantasmalmente. ¿Quiénes eran y cómo habían muerto? ¿Quién lo sabía y a quién le importaba? Tal vez una madre, una esposa… La lucha había sido en la mañana temprano. Una muchedumbre, un grito, una orden, un disparo, pánico, una calle vacía, silencio, y un pequeño grupo de cuerpos inmóviles, horribles, bajo el frío brillo del sol.

Apretado en mitad de la calle había un cordón de policías disfrazados de soldados, disparando a intervalos. El disfraz era una maniobra para engañar al pueblo, porque se sabía perfectamente que los soldados estaban de parte de los revolucionarios.

—¡Ya viene!

Repetía y repetía mecánicamente muchas veces esta frase, y me imaginaba un gran cataclismo, terrible y espantoso, y, sin embargo, lo esperaba apasionadamente.

—¡Ya viene!… En cualquier momento… Mañana… Pasado mañana.

El día siguiente fue un día inolvidable. Vi a los primeros regimientos revolucionarios salir a la calle y presenciar tranquilamente el saqueo del arsenal por las turbas enfurecidas. Al otro lado del río los soldados estaban asaltando la prisión Kresty. De pronto surgieron en torno al edificio de la Duma en el Palacio Tauride una serie de grupos enardecidos, y al atardecer, cuando la policía zarista fue aplastada en la Perspectiva Nevsky, se levantó un poderoso murmullo, pronunciado por millones de labios: ¡Revolución! Se abría una nueva era. La revolución, pensé yo, será la Declaración de la Independencia de Rusia. Me imaginé un enorme péndulo, cargado con las miserias y desventuras de ciento ochenta millones de almas, que se ponía súbitamente en movimiento. ¿Hasta dónde iría? ¿Cuándo y dónde se detendría su vasta energía desbordada?

En la noche logró introducirme en el Palacio Tauride, que se había convertido en el centro de la revolución. No se dejaba entrar a nadie sin un pase especial. Busqué un sitio entre las grandes verjas de la entrada y, cuando nadie me veía, escaló la reja, y corrí a través del jardín hacia el gran vestíbulo. Aquí encontré muy pronto a muchos conocidos: camaradas de mis días de estudiante, revolucionarios. ¡Qué espectáculo el del interior del Palacio, antes tan tranquilo y solemne! En todos los corredores y vestíbulos dormían los soldados cansados. Los fastuosos pasillos, donde los miembros de la Duma habían paseado silenciosamente, estaban llenos hasta el techo con toda clase de baúles, bagajes, armas y municiones. Toda la noche y todo el día siguiente trabajé con los revolucionarios para convertir el Palacio en el arsenal de la revolución.

Así comenzó la revolución. ¿Y después? Todo el mundo sabe cómo se desvanecieron las esperanzas de libertad. Todo el mundo sabe cómo se quemaban las flores de la revolución en el ardor de la Guerra de Clases, y cómo Rusia volvió a caer en el hambre y en la servidumbre. Yo no me ocuparé en estas cosas. Mi historia se limita al tiempo en que ellas eran ya crueles realidades. Mis reminiscencias del primer año de la Administración bolchevique están mezcladas en una especie de caleidoscópico panorama de impresiones, formado en los viajes de ciudad a ciudad, algunas veces escondido en un rincón de un carro cargado, otras confortablemente instalado y no pocas en los estribos, techos y topes de los trenes. Yo estaba nominalmente al servicio de la Foreign Office; pero la Anglo-Russian Commission, de la cual yo era un miembro, se había marchado de Rusia, y yo ingresé en la Y. M. C. A. norteamericana, para hacer trabajos de salvamento. Un año después de la revolución me encontraba en la ciudad de Samara instruyendo a un destacamento de exploradores. Cuando se deshicieron las nieves del invierno y el sol de primavera derramaba alegría por todas partes, yo y mis colegas norteamericanos nos dedicamos a organizar paradas y juegos deportivos al aire libre. Los nuevos legisladores proletarios veían nuestras maniobras con malos ojos, pero estaban demasiado ocupados en despojar a la burguesía para prestar seria atención a los contrarrevolucionarios exploradores, aunque las simpatías antibolcheviques de éstos fueran muy visibles.

—¡Está preparado! —era el grito con que los exploradores se saludaban unos a otros en la calle.

La respuesta era:

—¡Siempre listo!

Y este grito tenía un profundo significado, más intenso por el entusiasmo juvenil con que se pronunciaba.

Un día, estando en Moscú, recibí un inesperado telegrama con el sello «urgente. —Era de la Foreign Office—. Se le necesita inmediatamente en Londres», decía. Sin perder un minuto me puse en camino de Archangel. Tras de mí quedó Moscú con sus turbulencias, sus disturbios políticos, su creciente hambre y el conde Mirbach y sus intrigas alemanas. La noticia de que Mirbach había sido asesinado me cayó como una bomba. Apoyado en la borda del barco que me conducía por el mar Blanco, a mil kilómetros de Moscú, maldije mi suerte por no haber estado en ese momento en la capital. Me quedé contemplando la caída del sol en el horizonte, como una masa de fuego, y luego, sin desesperarme, celebró el triunfo del verano sin noche sobre las tinieblas. Después Murmansk y su perpetuo día; un destructor en dirección a Petchenga; un remolcador a la frontera noruega; diez días de viaje alrededor del Cabo Norte y la maravilla de los «fjords» noruegos hasta Bergen, y, finalmente, la navegación en zig-zag por el mar del Norte, esquivando los submarinos hasta Escocia.

El oficial de la Aduana de Aberdeen había recibido órdenes de facilitar inmediatamente mi traslado a Londres por el primer tren. En la estación King’s Cross me esperaba un automóvil, que me condujo, sin saber yo adonde ni el motivo de la llamada, a un edificio de una calle vecina a Trafalgar Square.

—Por aquí —dijo el chófer dejando el coche.

El chófer tenía una cara que parecía una máscara. Entramos en el edificio, y el ascensor nos elevó rápidamente hasta el último piso, en el cual se había construido una superestructura adicional de oficinas de guerra.

Yo había creído siempre que las conejeras eran invariablemente subterráneas; pero en este edificio descubrí un enjambre de pasajes, corredores, recovecos y guaridas de verdadera conejera construido en el tejado. Al dejar el ascensor, mi guía me condujo por una escalera tan angosta, que un hombre corpulento se habría atrancado en ella, y después de subirla, bajamos por otra de las mismas dimensiones, al otro lado de una galería de madera, tan baja, que tuvimos que encorvarnos para pasar por ella; doblamos insospechadas esquinas y subimos otra vez por otra escalera estrecha que nos condujo al tejado. Cruzamos una especie de puente de hierro y entramos en otro laberinto. Cuando ya estaba empezando a marearme, me introdujo en una pequeña habitación de unos diez pies cuadrados, en la cual estaba un oficial vestido con el uniforme de coronel británico. El impasible chófer me anunció y se retiró en seguida.

—¡Buenas tardes, míster Dukes! —dijo el coronel, levantándose y saludándome con un caluroso apretón de manos—. Me alegro mucho en verle. Sin duda le preocupa a usted que no se le haya explicado el motivo de haberle hecho regresar a Inglaterra. Yo tengo que informarle, confidencialmente, que este motivo es el haber sido usted propuesto para un cargo de mucha responsabilidad en el Servicio de Espionaje.

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