LA CIENCIA
CONTRA
EL CRIMEN
N URIA J ANIRE R ÁMILA
Colección: Investigación abierta
www.nowtilus.com
Título: La ciencia contra el crimen
Autor: © Nuria Janire Rámila
© 2010 Ediciones Nowtilus S. L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3o C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Diseño y realización de cubiertas: Ediciones Noufront
Diseño del interior de la colección: JLTV
Fotografía de cubierta: Istockphoto
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ISBN 13: 978-84-9763-814-2
Libro electrónico: primera edición
A GRADECIMIENTOS
Este libro se forjó en un momento muy especial de mi vida. En uno de esos momentos en los que todo lo que te rodea parece tambalearse. En uno de esos momentos en los que lo negativo se convierte en la fuerza que te hace recobrar impulso para dar la vuelta a la situación.
Por ello, agradecimientos a mi familia, a la que quiero con locura y a la que dedico este libro.
Agradecimientos muy especiales a mis amigos Vicky y Javi, por estar siempre presentes, en lo bueno y en lo malo. Agradecimientos también a Marta por su cariño y amistad sincera. Y a mi amiga Romina, alguien que trasciende.
Agradecimientos a la gente de Donosti, más distanciados de lo esperado y querido, pero siempre presentes.
Agradecimientos a la editorial Nowtilus por su confianza en este proyecto.
Y agradecimientos al profesor Garrido, por su prólogo y su trabajo constante en favor de la sociedad.
Todos provocáis que cada día intente ser mejor persona.
Í NDICE
Este nuevo libro de Nuria Janire Rámila está lleno de atractivos, tanto para el lector curioso e interesado por la criminología, como para los estudiantes de esta ciencia. La razón estriba en que ofrece un breve y muy ameno repaso de los hallazgos de la ciencia forense en la identificación y captura de los criminales, desde el siglo XIX hasta la actualidad, sin olvidar referencias cinematográficas que ayudan a situar el tratamiento que la cultura popular ha dado a las diferentes disciplinas forenses.
La revisión de la historia forense, desde los «Juicios de Dios», hasta los modernos análisis genéticos, nos indica la ardua tarea que ha supuesto encontrar las pruebas que lleven a un culpable ante el banquillo de los acusados.
Esa dificultad no solo procede de los actos que el asesino realiza para evitar ser identificado como el autor del crimen, sino de que el proceso de investigación criminal tiene sus propias reglas y métodos de llevarse a cabo, y un error en esa larga cadena de análisis puede dar lugar a que las pruebas halladas apunten a una dirección errónea (con lo que un inocente puede ser acusado del crimen), o bien, a que sus conclusiones se desmoronen porque no se respetara la pureza y exactitud de los métodos empleados, dando lugar a que la duda se instale sobre la culpabilidad del acusado.
Un ejemplo del primer error es el caso de Tony King, quien antes de ser capturado había dejado tras de sí, además de dos chicas muertas, a una mujer inocente entre rejas (Dolores Vázquez), acusada de haber matado a Rocío Wanninkhof, la hija de su pareja sentimental. Un ejemplo del segundo error es el célebre caso de O. J. Simpson, una ex estrella del fútbol americano, quien se libró de ser considerado culpable de la muerte de su mujer porque las pruebas que lo incriminaban no habían sido convenientemente aisladas para prevenir la contaminación.
Todo este pulso ante la adversidad es palpable en este libro, ya que, junto a los éxitos e hitos notables del desarrollo de las disciplinas de la ciencia forense (perfiles, antropología, dactiloscopia, balística, etc.), la autora alumbra también los fracasos, y señala la inevitable frustración que siempre arrastra la policía ante los casos sin resolver en el último capítulo, donde reflexiona sobre el «crimen perfecto».
En fin, en este libro breve el lector hallará motivos para asombrarse y degustar el avance del ingenio científico, ante los asesinos cuyas obras han quedado marcadas como eslabones por los que la Justicia ha de subir penosamente para no dejarnos desprotegidos. Y aunque nunca parece que ganemos esa partida, vale la pena cada paso que demos en ese sentido, como estas páginas notablemente escritas atestiguan.
Vicente Garrido
Profesor de criminología de la
Universidad de Valencia.
Era una fresca mañana de un día cualquiera en un pueblo cualquiera de la Francia del siglo VI. Los habitantes se habían levantado más temprano que de costumbre y ya se arremolinaban en torno a un enorme perol de agua hirviendo.
En medio, dos religiosos de diferentes creencias frente a frente, cada uno a un lado de esa olla que continuaba recibiendo fuego de una hoguera levantada en su base. Ambos se miraban desafiantes, en un intento de infundir miedo a su rival y, ya de paso, de ocultar el suyo propio. No era para menos.
Todo había comenzado unos días antes, cuando los dos religiosos se enzarzaron en una disputa teológica sobre si Cristo y Dios eran lo mismo o si uno era inferior al otro. El diácono católico abogaba por lo primero, mientras que el cura arriano opinaba que el Hijo siempre sería inferior al Padre.
Como la disputa no terminaba y había temor de que se llegara a las manos, se decidió acudir al llamado «Juicio de Dios». En la Edad Media se conocía con este nombre a los procesos en los que se dejaba a la intercesión divina dirimir la verdad, falsedad, culpabilidad o inocencia de una persona. La idea pasaba por pensar que si Dios lo sabía todo, desde luego debía conocer quién había cometido un delito y también quién estaba en posesión de la verdad sobre un determinado asunto. La forma de manifestarse, al tratarse de Dios, era mediante algún acto sobrenatural. Por eso, a los protagonistas de estos juicios se les sometía a pruebas extremadamente duras, como meter el brazo en agua hirviendo, intentar flotar sobre el agua atados de pies y manos o sostener durante un minuto una barra de hierro al rojo vivo.
Si al cabo de tres días las heridas estaban curadas —lo que sería un milagro— se daba por sentado que Dios había intercedido en su favor declarándole inocente o en posesión de la verdad. Pero si las heridas continuaban ahí, todo transcurría según las leyes naturales y al acusado, además de sufrir con aquella tortura, se le declaraba culpable y sentenciado a un final aún más sangriento.
Y este era el motivo por el que los dos religiosos flanqueaban la olla de agua hirviendo. Uno de los campesinos arrojó un anillo al centro del puchero para que los duelistas, por turnos, lo recogieran con sus brazos desnudos. Cuando el católico se adelantó para introducir su brazo, el arriano percibió que lo había untado en aceite y pidió la nulidad del juicio.
Ambos respiraron aliviados, porque ninguno las tenía todas consigo en eso de escaldarse el brazo para probar sus teorías. Sin embargo, de entre la muchedumbre apareció otro diácono católico que se ofreció a sustituir a su tramposo compañero. Introdujo el brazo en el caldero hirviendo y sacó el anillo. Según las crónicas, parece ser que Dios le dio la razón a él, porque con cierto humor el religioso afirmó que el agua estaba fría en el fondo y tibia en la superficie.