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Marisa Grinstein - - Fiction La forense

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Marisa Grinstein - Fiction La forense

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Para Emilia, mi hija.

PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE

Antes de ir a dormir, María se puso su remera gastada que le llegaba a las rodillas, abrió una lata de sardinas y una botella chica de cerveza. Tenía un difuso dolor en la espalda, que le hizo recordar su edad y la cercanía, cada vez más evidente, a la vejez. Le molestaban las indefiniciones, y su edad era una muestra clara de las medias tintas. No era una mujer joven ni tampoco una anciana. Aunque seguía teniendo regularmente la menstruación, sabía que en teoría estaba atravesando la premenopausia. A pesar de cargar con unos pocos kilos de más, estaba en forma, pero de la manera en la que puede estar en forma una mujer cercana a los cincuenta: con la piel que cede, con el culo que va cayendo, con una panza que no se arregla en el gimnasio, con unas arrugas que se combinan con los últimos estertores del óvalo de la cara: la mandíbula ya no se marca sino que queda encubierta por mejillas descendentes que insinúan años y años de decepciones y amargura.

Sonó el teléfono. La Colo, una de sus pacientes más violentas y desequilibradas, lloraba a gritos al otro lado de la línea: su amante y socio en robos y venta de drogas le había pegado con la culata del revólver y había amenazado con volarle la cabeza. María la calmó como pudo y prometió llamarla al día siguiente. En otro momento habría salido corriendo a buscarla, le habría dado un ansiolítico y se habría quedado con ella hasta verla más tranquila. Pero acababa de firmar su licencia laboral obligatoria y no se animaba a contravenir las reglas el mismo día en que se habían establecido.

Terminó las sardinas y con los restos de su cerveza tomó el ansiolítico que —pensó— debería haber tomado la Colo. Sin embargo, ella no estaba mucho mejor que su paciente.

Se metió en la cama, se puso el control remoto sobre el pecho, apuntando a la pantalla, y empezó a hacer zapping. Después de toparse con programas de guerra, de animales, de analistas políticos, de economistas, películas varias y series viejas, encontró un reportaje a un filósofo. El hombre estaba completamente enamorado de su esposa y contaba que siempre, ante la perspectiva de una amante, él seguía eligiendo a su esposa, sin dudarlo ni un minuto.

Apagó. Hizo un racconto de sus antiguas parejas. No volvería elegir a ninguno de sus ex. Pensó en Luis, su amante. Era probable que él también compartiera los sentimientos del filósofo de la televisión. Por algo hacía más de tres años que estaban juntos y Luis jamás había insinuado la posibilidad de separarse de su mujer de siempre.

María se levantó, fue a hacer pis, tomó media pastilla más del mismo ansiolítico y apagó la luz. Un rato después se levantó. Era asombroso, inclusive para ella, que era psicóloga, constatar cómo el cuerpo se acostumbraba a los psicofármacos: dejaban de hacerle efecto y tenía que redoblar la dosis para conseguir los mismos resultados. Pensó en Michael Jackson y su muerte a causa del uso desaforado de medicamentos, y evitó tomar más. Se sentó, en cambio, frente a su computadora. Iba a ponerse a escribir. Era su última idea de autosalvataje: contar su vida y detallar sus traumas, sus frustraciones. Creía que de alguna manera estaba utilizando un principio del psicoanálisis: que tal como sucedía en el diván —cuando el paciente escuchaba su propia voz y empezaba a distanciarse de su relato personal— lo mismo le sucedería al leerse.

No me puedo dormir, pero si yo fuera una paciente, le diría —me diría— que es normal. Diría: “María, acabás de ser desplazada de tu trabajo por unos cuantos meses. Y estás sola, y estás enamorada de tu novio, mejor dicho tu amante, pero él aparece de vez en cuando y no te llama en la puta vida, y además estás envejeciendo, y así cualquiera estaría con el ánimo por el piso”.

María releyó lo que había escrito y dudó acerca de la conveniencia de poner su propio nombre. Podía sustituir el verdadero María por un nombre falso, y encubrir en parte todo lo que estaba dispuesta a contar. Pero, en realidad, no tendría lectores. No le mostraría su relato a nadie, aunque siempre existía la posibilidad de que alguien terminara leyéndolo.

Pensó que tenía que abundar en detalles filiatorios y domésticos, aunque se preguntó si terapéuticamente le sería de alguna utilidad contarse a sí misma lo que ya sabía de sobra. Lo mejor, acaso, sería explayarse sobre sus miedos y dificultades para encarar su vida. Eso sí podría venirle bien. Pero al final prefirió mezclar los dos carriles. Quién sabe si en algún momento todo eso podría convertirse en un libro y ser publicado. Se rio de su propia idea: sucumbo, como todos —se dijo— a la fantasía de que mi vida es interesante para los demás.

Estoy, entonces, sola y sin trabajo. Económicamente me las arreglaré, gastando apenas lo indispensable. Pasaré a cobrar un sueldo básico como forense, que es, calculo, la mitad de lo que cobraba antes. Ya no podré hacer consultas con clientes particulares ni horas extras en el hospital. Pero eso se arregla, lo que no se arregla es lo de mis pacientes. Trabajé más de veinte años en la Justicia y conozco a mis colegas. A nadie le importa nada de los pacientes. A mí me importan. Para mí, por ejemplo, la Colo (que acaba de llamarme por teléfono) no es una ladrona que estuvo presa por robo y lesiones graves y que suele reincidir. Para mí es una pobre chica que vivió en la villa y que no tuvo a nadie que la cuide. Para mis colegas eso no importa. Para mis colegas a la Colo hay que mandarla a la cárcel y dejarla ahí hasta que le toque salir. Y una vez que sale, problema de ella. Yo no, yo quiero estar con ella en la cárcel, llevarle chocolates y cigarrillos y hacerle algo parecido a una buena psicoterapia. Y seguir con la terapia cuando sale en libertad. Es más, lo que yo querría es que no fuera a la cárcel, y creo que eso es lo que en el fondo me dejó como estoy ahora: sin laburo, sancionada. Defenestrada, como hubiera dicho mi profesora de filosofía del colegio. Quise ayudar a que otros no se hundieran y terminé con el agua hasta el cuello.

María se sirvió agua helada y leyó su texto. Pensó que era malo e inútil. Advirtió, con tristeza, que no lograba transmitir lo que quería decir.

Buscó entre sus carpetas y volvió a leer el texto de su licencia forzosa “por un año, prorrogable, en función de su mejoría y de nuevos test y análisis que le pudieran o no ser requeridos en su momento, y a los que la licenciada Cabarca no podrá negarse”.

Nunca, como ahora, pude entender de manera tan concreta a mis pacientes. Cuando un terapeuta les dice que hablen y que cuenten lo que les pasó, ¿en qué piensan? ¿En qué piensa una mujer que acaba de matar a su marido, que está detenida por primera vez en su vida, y a la que le aparece una forense a preguntarle qué acaba de hacer y por qué lo hizo? ¿Qué contesta un tipo que mata a otro para robarle el auto y tiene que explicar las cosas frente a la policía? Es raro, porque me tocó cientos de veces preguntarles a los detenidos, recién detenidos, qué es lo que había pasado. Mi función es —era— saber si esa gente tenía o no conciencia de sus actos, como solemos decir, o sea, si eran o no inimputables. La diferencia es la cárcel o el psiquiátrico. O la libertad, inclusive. Pero siempre me llamó la atención que en esa primera entrevista con los detenidos, me ponían cara de asombro y les costaba contestar. Es como que no podían seguir el hilo de sus propios actos. Y ahora me encuentro yo, sentada frente a la computadora, aparentemente tranquila, tratando de escribir lo que me pasa (sin que me haya pasado nada espectacular), y me enredo en detalles y cuento las cosas de manera lineal y fría, y no consigo redactar algo como la gente, algo que cuando sea leído (aunque sea por mí) pueda explicar alguna cosa de la vida. De la mía o de los pacientes o de los presos o de la inutilidad de buena parte del mundo forense. Pero no. Escribo huevadas que no le interesan a nadie. Y ya que estoy embarcada en esto, puedo pensar: ¿a quién le interesa mi vida? ¿A mi hija Victoria, que ya tiene su mundo armado con su novio? ¿Le interesa a Fernando, mi papá, que está empezando a tener problemas serios de memoria, y que nunca se preocupó por nadie? ¿Le interesa a Enrique, mi ex, que me quiere mucho pero que más quiere estar en su casa tomando whisky? ¿Le intereso a Luis, mi amante casado?

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