J. D. Robb
Una muerte inmortal
Título original: Inmortal in death
Eve Dallas and husband Roarke – #3
El don fatal de la belleza
BYRON
Hazme Inmortal con un beso
CHRISTOPHER MARLOWE
Casarse era un horror. Eve no recordaba muy bien cómo había empezado todo. Si ella era policía, por el amor de Dios. En los diez años que llevaba en el cuerpo siempre había pensado que el estado ideal del policía era el celibato, la única manera de concentrarse al cien por cien en el trabajo. Era de locos creer que alguien pudiera repartir el tiempo, las energías y los sentimientos entre la ley, con todos sus pros y sus contras, y la familia, con todo lo que ésta comportaba.
Ambas profesiones (por lo que ella había observado, el matrimonio era un empleo más) entrañaban grandes exigencias y horarios infernales. Aunque estuvieran en el año 2058, un momento de importantísimos avances tecnológicos, casarse era casarse. Para Eve eso se tradu?cía en terror.
Y sin embargo aquí estaba ahora, un bonito día de verano -en uno de sus escasos y preciosos días libres-, dispuesta a salir de compras. No pudo reprimir un esca?lofrío.
Porque no eran unas compras normales, se dijo mientras el estómago se le encogía: iba a comprarse un traje de novia.
Había perdido la cabeza, sin duda.
La culpa era de Roarke, por supuesto. La había pillado en un momento de debilidad. Los dos estaban en?sangrentados y magullados y se consideraban afortuna?dos de seguir con vida. Cuando un hombre es lo bastan?te listo y conoce lo bastante bien a su presa para escoger el momento y el lugar adecuados para declararse, la mu?jer está desahuciada.
Al menos una mujer como Eve Dallas.
– Se diría que estás a punto de enfrentarte tú sola a una banda de narcotraficantes.
Eve recogió un zapato y levantó la vista. Es un pecado lo atractivo que es este hombre, pensó. Rostro fuerte, boca de poeta, irresistibles ojos azules. Una melena negra de hechicero. Si se conseguía abandonar la cara y seguir cuerpo abajo, la impresión era igualmente notable. Añá?dase, para completar el lote, ese deje irlandés en la voz.
– Lo que estoy a punto de hacer es mucho más grave. -Al oírse a sí misma gimoteando, Eve frunció el entrece?jo. Ella nunca gimoteaba. Pero lo cierto era que hubiera preferido pelear cuerpo a cuerpo con un drogadicto que hablar de costuras y bajos.
¡Costuras!, por el amor de Dios.
Reprimió un juramento y le observó mientras cru?zaba la espaciosa alcoba. Roarke tenía la facultad de ha?cerla sentir estúpida en los momentos más insospecha?dos. Como ahora al sentarse él a su lado en la amplia cama que compartían.
Roarke le tomó la barbilla.
– Estoy desesperadamente enamorado de ti -dijo.
Pues sí. Aquel hombre de pecaminosos ojos azules, con la fuerte y magnífica apariencia de un ángel caído, la amaba.
– Oh, Roarke… -Eve trató de reprimir un suspiro. Se había enfrentado a un láser en manos de un enloquecido mercenario mutante con menos miedo del que le produ?cía ahora tan inquebrantable emoción-. Dije que iría hasta el final, y lo haré.
Él arrugó la frente. Se preguntaba cómo podía Eve ser tan ajena a su propio atractivo mientras seguía sentada en la cama, calentándose la cabeza, su mal cortado pelo color beige todo copetes y puntas, estimulado por sus manos in?quietas, y las delgadas líneas de fastidio y duda entre sus grandes ojos de color whisky.
– Querida Eve… -la besó ligeramente en los labios amohinados, y luego en la suave hendidura del mentón-, nunca lo he dudado. -Aunque sí, y muy a menudo-. Hoy tengo varios asuntos que solucionar. Anoche lle?gaste muy tarde. No pude preguntarte qué planes tenías.
– Tuvimos que prolongar la vigilancia del caso Bines hasta las tres.
– ¿Pudiste atraparle?
– Se me echó él a los brazos, iba ciego perdido tras una sesión maratoniana de vídeo. -Eve esbozó la sonrisa del cazador, cruel y sombría-. El cabrón vino hacia mí como si fuera mi androide personal.
– Enhorabuena. -Él le palmeó la espalda antes de po?nerse en pie. Bajó de la plataforma hasta el vestidor y selec?cionó una chaqueta de entre muchas-. ¿Y hoy? ¿Has de re?dactar algún informe?
– Hoy tengo el día libre.
– ¿Ah, sí? -Se volvió sosteniendo una llamativa ame?ricana de seda color gris marengo-. Si quieres puedo re-programar el trabajo de la tarde.
Lo cual, pensó Eve, sería como si un general variara la programación de las batallas. En el mundo de Roarke, los negocios eran una complicada y lucrativa guerra.
– Ya estoy comprometida. -El entrecejo volvió a fruncirse antes de que pudiera evitarlo-. Voy a comprar el traje de novia.
Él sonrió brevemente. Viniendo de ella, eso era como una declaración de amor.
– Ahora entiendo por qué estás tan rara. Te dije que yo me ocuparía de eso.
– El vestido que me ponga será mío. Y lo pagaré yo. No me caso contigo por tu dinero.
Grato y elegante como la chaqueta que acababa de ponerse, Roarke siguió sonriendo:
– ¿Por qué te casas conmigo, teniente? -Eve frunció aún más el entrecejo, pero él era un hombre con mucha paciencia-. ¿Quieres una elección múltiple?
– Porque tú nunca aceptas un no por respuesta. -Ella se puso en pie, hundió las manos en los bolsillos de sus téjanos.
– Mala puntuación: prueba otra vez.
– Porque he perdido la cabeza.
– Así no ganarás el viaje para dos personas a Tropic World.
Una sonrisa reacia afloró a los labios de ella:
– A lo mejor te quiero.
– A lo mejor. -Satisfecho con eso, él se acercó y apoyó las manos en sus hombros-. ¿Cuál es el proble?ma? Pon algún programa de compras en el ordenador, hay docenas de vestidos bonitos, encarga el que más te guste.
– Ésa era mi idea. -Puso los ojos en blanco-. Pero Mavis me la ha chafado.
– Mavis. -Él palideció un poco-. No me digas que te vas de compras con Mavis.
Su reacción la animó un poco.
– Tiene un amigo diseñador de modas.
– Cielo santo.
– Dice que es un genio, que en cuanto se lo proponga se hará famoso. Tiene un pequeño taller en Soho.
– Fuguémonos. Ahora mismo. Estás muy guapa.
Ella ensanchó la sonrisa:
– ¿Tienes miedo?
– Pánico.
– Bien. Ya estamos empatados. -Contenta de estar en pie de igualdad, se acercó para besarle-. Ahora tienes motivo de preocupación para unas cuantas semanas, pensando en qué me pondré el gran día. Bueno, he de irme. -Le palmeó la mejilla-. He quedado con Mavis dentro de veinte minutos.
– Eve. -Roarke hizo ademán de cogerle la mano-. No harás ninguna tontería, ¿verdad?
Ella se zafó:
– Voy a casarme, ¿no? ¿Quieres más tontería que ésa?
Esperaba darle motivo suficiente para cavilar. La idea del matrimonio era en sí misma tentadora, pero una boda -ropa, flores, gente-, menudo espanto.
Se dirigió al centro por Lexington, entre frenazos e imprecaciones contra un vendedor ambulante que Inva?día la calzada con su humeante carro. Aparte de violar el tráfico, el olor a salchichas de soja era un verdadero in?sulto para estómagos delicados como el de Eve.
El taxi Rapid que llevaba detrás violaba el código in?terurbano de contaminación sonora con su claxon y sus gritos obscenos por el megáfono. Un grupo de turistas cargados de mini videocámaras, compumapas y prismá?ticos miraba con boquiabierta estulticia el paso del tráfi?co rodado. Eve meneó la cabeza al ver que un hábil rate?ro se abría paso a codazos.
Cuando llegaran a su hotel, comprobarían que les faltaban unos cuantos créditos. Si Eve hubiera tenido tiempo y sitio para aparcar, habría perseguido al ladrón. Pero éste se perdió entre la multitud con su monopatín de aire en un abrir y cerrar de ojos.
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