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Natascha Kampusch - 3096 días

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Natascha Kampusch 3096 días

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Un mundo frágil
Mi infancia en las afueras de Viena

Mi madre encendió un cigarrillo y dio una profunda calada. «Ya está muy oscuro ahí afuera. ¡Podía haberte ocurrido algo!». Negó con la cabeza.

Mi padre y yo habíamos pasado el último fin de semana de febrero del año 1998 en Hungría. Él había comprado allí una casa en un pequeño pueblo situado cerca de la frontera para pasar en ella los fines de semana. Al principio era una auténtica ruina, con las paredes desconchadas y llenas de humedad. Pero a lo largo de los años la había ido reformando y decorando con bonitos muebles antiguos, de modo que entonces ya casi resultaba acogedora. A pesar de todo, a mí no me gustaba demasiado ir allí. Mi padre tenía en Hungría muchos amigos con los que se reunía a menudo y con los que, gracias al favorable cambio de moneda, celebraba demasiadas cosas. Yo era la única niña que había en los bares y restaurantes a los que íbamos por las noches, me sentaba en silencio a su lado y me aburría.

En aquella ocasión, como en otras anteriores, yo le había acompañado de mala gana. El tiempo transcurría a paso de tortuga y me fastidiaba no ser todavía lo suficientemente mayor e independiente como para poder disponer de él a mi gusto. Tampoco me entusiasmó demasiado la visita que hicimos el domingo a un balneario cercano. Paseaba aburrida por la zona de baño cuando una desconocida se dirigió a mí: «¿Quieres tomar un refresco conmigo?». Yo asentí y la seguí hasta el café. Era actriz y vivía en Viena. Enseguida sentí admiración por ella porque irradiaba una gran serenidad y parecía muy segura de sí misma. Además ejercía precisamente la misma profesión con la que yo soñaba en secreto. Al cabo de un rato tomé aire con fuerza y dije: «¿Sabes? A mí también me gustaría ser actriz. ¿Crees que podré conseguirlo?».

Me dirigió una radiante sonrisa. «¡Naturalmente que lo conseguirás, Natascha! Serás una magnífica actriz si te lo propones».

Me dio un vuelco el corazón. Yo había contado con que no me tomara en serio o se riera de mí, como me ocurría siempre. «Cuando llegue el momento te echaré una mano», me prometió, y me pasó el brazo por los hombros. Recorrí el camino de vuelta a la piscina saltando muy contenta y diciéndome a mí misma: «¡Puedo hacer cualquier cosa si me lo propongo y creo en mí lo suficiente!». Hacía mucho que no me sentía tan alegre y aliviada.

Pero mi euforia no duró mucho. Ya era tarde y mi padre no mostraba intención de abandonar el balneario. Tampoco se dio mucha prisa cuando por fin llegamos a nuestra casa de vacaciones. Al contrario, quería echarse un rato. Miré nerviosa el reloj. Le habíamos prometido a mi madre que estaríamos en casa a las siete, al día siguiente había clase. Sabía que habría bronca si no llegábamos puntuales a Viena. El tiempo se me hizo interminable mientras él estaba tumbado roncando en el sofá. Cuando por fin se despertó y emprendimos el camino de regreso, ya se había hecho de noche. Yo iba en el asiento trasero del coche enfadada y sin decir nada. No llegaríamos a tiempo, mi madre se pondría furiosa, todo lo que aquella tarde me había parecido tan bonito desapareció de golpe. Yo me iba a quedar en medio, como siempre. Los adultos siempre lo estropeaban todo. Cuando mi padre me compró una chocolatina en una gasolinera, la engullí de una vez.

Llegamos a casa, en la Rennbahnsiedlung, a las nueve y media, con dos horas y media de retraso. «Te dejo aquí, vete a casa corriendo», dijo mi padre, y me dio un beso. «Te quiero», murmuré a modo de despedida, como siempre. Luego crucé el patio a oscuras y abrí la puerta de casa. En la entrada, junto al teléfono, encontré una nota de mi madre: «Estoy en el cine. Volveré tarde». Dejé la bolsa en el suelo y vacilé un instante. Luego le escribí a mi madre en una nota que la esperaba en casa de la vecina que vivía un piso más abajo. Cuando me recogió un rato más tarde estaba totalmente fuera de sí: «¿Dónde está tu padre?», me gritó.

«No me ha acompañado, me ha dejado afuera», le dije en voz baja. Yo no tenía la culpa ni del retraso ni de que no me hubiera acompañado hasta la puerta de casa. A pesar de todo, me sentía culpable.

«¡Cielo santo, otra vez! Llegáis horas tarde, y yo aquí sentada esperando, preocupada. ¿Cómo puede dejar que cruces el patio sola? ¿En plena noche? ¡Podía haberte pasado algo! Pero te digo una cosa: no vas a volver a ver a tu padre. ¡Ya estoy harta y no voy a seguir permitiéndolo!».

En el momento de mi nacimiento, el 17 de febrero de 1988, mi madre tenía treinta y ocho años y otras dos hijas ya mayores. Mi primera hermanastra había nacido cuando mi madre tenía dieciocho años, la segunda, un año más tarde. Eso ocurría a finales de los años sesenta. Mi madre estaba agobiada con las dos niñas pequeñas y dependía de sí misma: se había separado del padre de mis dos hermanastras poco después de nacer éstas. No le había resultado fácil conseguir el sustento para su pequeña familia. Tuvo que luchar mucho, ser pragmática y actuar con cierta dureza consigo misma, e hizo todo lo posible por sacar a sus hijas adelante. En su vida no quedaba espacio para el sentimentalismo y la timidez, para el ocio y la diversión. Entonces, a los treinta y ocho años, cuando sus dos hijas ya eran mayores, se sentía por primera vez en mucho tiempo liberada de las obligaciones y preocupaciones de la educación de las niñas. Y precisamente en ese momento llegué yo. Mi madre ya no contaba con quedarse embarazada.

En realidad la familia en la que nací estaba a punto de descomponerse. Yo lo alboroté todo: hubo que volver a sacar todas las cosas infantiles y adaptarse a los horarios de un bebé. Aunque fui recibida con alegría y todos me mimaban como a una pequeña princesa, durante mi infancia a veces me sentía como si estuviera de más. Tuve que ganarme mi puesto en un mundo en el que los papeles ya estaban repartidos.

En el momento de mi nacimiento mis padres llevaban tres años como pareja. Se habían conocido a través de una clienta de mi madre. Ésta se ganaba el sustento para ella y sus dos hijas trabajando como modista, y cosía y arreglaba vestidos para las mujeres del barrio. Una de sus clientas era de Süssenbrunn, en Viena, y regentaba junto a su marido y su hijo una panadería y una pequeña tienda de comestibles. Ludwig Koch (hijo) la había acompañado varias veces cuando iba a probarse y siempre se quedaba un rato más de lo necesario para hablar con mi madre, quien se enamoró enseguida del joven y apuesto panadero, que la hacía reír con sus historias. Al cabo de un tiempo empezó a quedarse cada vez con más frecuencia con ella y sus dos hijas en la gran urbanización de las afueras al norte de Viena. La ciudad se diluye aquí en el llano paisaje de la llanura del Morava y no sabe decidir muy bien qué quiere ser. Es una zona abigarrada sin centro ni identidad, en la que todo parece posible y gobierna el azar. Zonas industriales y fábricas se levantan en medio de campos sin cultivar, en los que los perros del vecindario corren en grupos por la hierba sin cortar. Entremedias los núcleos de antiguos pueblos luchan por conservar su identidad, que se desvanece al igual que los colores de las pequeñas casitas de estilo Biedermeier, reliquias de tiempos pasados, sustituidas por innumerables bloques de viviendas, utopías de la vivienda social, plantadas en las verdes praderas, donde se reproducen por sí mismas. En uno de los mayores barrios de este tipo crecí yo.

La urbanización de la calle Rennbahnweg fue diseñada y levantada en los años setenta, un sueño convertido en piedra por los urbanistas que querían crear un entorno nuevo para nuevas personas: las familias del futuro, felices y trabajadoras, alojadas en modernas ciudades satélite con líneas claras, centros comerciales y una buena conexión con Viena.

A primera vista el experimento parecía un éxito. El complejo se compone de 2400 viviendas, más de 7000 personas viven en él. Los patios entre los bloques son muy amplios y están sombreados por grandes árboles, las zonas de juegos infantiles se alternan con pistas deportivas de cemento y grandes superficies de césped. Resulta fácil imaginar a los urbanistas colocando en su maqueta las miniaturas de niños jugando y madres con carritos de bebé, convencidos de haber creado un espacio para una forma de convivencia social totalmente nueva. Las viviendas, superpuestas en torres de hasta quince pisos, eran, en comparación con las húmedas casas de alquiler de la ciudad, aireadas y bien diseñadas, provistas de balcones y cuartos de baño modernos.

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