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Natascha Wodin - Mi madre era de Mariúpol

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Natascha Wodin Mi madre era de Mariúpol
  • Libro:
    Mi madre era de Mariúpol
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2019
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Mi madre era de Mariúpol: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

Doy las gracias a todos aquellos que han contribuido a la génesis de este libro. En primer lugar, a Ígor Tasits, quien me ha apoyado infatigablemente y con pericia.

Además, quiero manifestar mi gratitud a Oleg Dobrozrákov, Alekséi y Dmitri Dobrozrákov, Liudmila Dobrozrákova, Tatiana Anójina, Yevguenia Iváshchenko, Irina Yakuba, Yélena Suyetina, Dmitri Morotsov, Olga Timoféieva, Roman Lévchenko, Yélena Lévina, Maria Pirgo, Svetlana Lijachova, Tatiana Matýtsina, Dr. Tim Schanetzky, Alex Köhler, Barbara Heinze, Bettina von Kleist, Dr. Elke Liebs-Etkind, Gabriele Röwer, Anne Friebel, del Memorial del trabajo forzoso de Leipzig. Mi agradecimiento especial es para Volker Strauß.

Y no en último término doy las gracias a mis antepasados ucranianos, coautores de este libro: Matilda De Martino y Yákov Iváshchenko, Lidia y Serguéi Iváshchenko, Epifán Iváshchenko y Anna von Ehrenstreit, Valentina Ostoslávskaia, Olga Chelpánova y Gueorgui Chelpánov, Natalia Martinóvich, Yélena Perkóvskaia, Leonid Iváshchenko, Teresa Pacelli y Giuseppe De Martino, Angelina, Valentino, Federico y Antonio De Martino, Marusya y Volodya Pichajchí, Ledya Suiétina, Eleonora Tsubránskaia. Le debo una gratitud especial a mi tía Lidia Iváshchenko, quien con el relato de su vida me hizo un regalo de inestimable valor.

Berlín, en el otoño de 2016

Árbol genealógico de Natascha Wodin
Tu madre te conoce pero tú no la conoces PAUL ERNST CUARTA PARTE - photo 1

«Tu madre te conoce, pero tú no la conoces.»

PAUL ERNST

CUARTA PARTE
Fotografías

Las fotografías de este libro proceden del archivo privado de la autora.

Yevguenia Iváshchenko con su madre Matilda Yósifovna De Martino Teclear el - photo 2

Yevguenia Iváshchenko con su madre Matilda Yósifovna De Martino.

Teclear el nombre de mi madre en el buscador ruso de internet no era más que una manera de pasar el rato. A lo largo de las décadas, había intentado una y mil veces dar con alguna huella suya, me había dirigido a la Cruz Roja y a otros servicios de búsqueda, a archivos y centros de estudio, a personas de Ucrania y de Moscú que no conocía en absoluto; había rastreado listas de víctimas y ficheros amarillentos, pero no había conseguido hallar ni un asomo de rastro, una prueba, por vaga que fuese, de su vida en Ucrania, de su existencia anterior a mi nacimiento.

Durante la segunda guerra mundial, a la edad de veintitrés años, la habían deportado de Mariúpol a Alemania junto con mi padre para someterlos a trabajos forzosos, y solo me constaba que ambos habían sido destinados a una fábrica de armamento del consorcio Flick en Leipzig. Once años después del final de la guerra, mi madre se quitó la vida en una pequeña ciudad germanooccidental, cerca de una colonia para «extranjeros apátridas», como en aquel entonces se llamaba a los extrabajadores esclavos. Salvo mi hermana y yo, no quedaba nadie que la conociese. Y, a decir verdad, nosotras tampoco la conocíamos. Éramos niñas —mi hermana tenía cuatro años escasos, yo diez— cuando, un día de octubre de 1956, salió de casa sin decir palabra y no volvió. En mi memoria era una pura sombra, un sentimiento más que un recuerdo.

Había abandonado su búsqueda hacía tiempo. Mi madre había nacido más de noventa años atrás, de los cuales solo había vivido treinta y seis, y no fueron años cualesquiera, sino los de la guerra civil, las purgas y las hambrunas en la Unión Soviética, los de la segunda guerra mundial y el nacionalsocialismo. Había quedado atrapada en la trituradora de dos dictaduras, primero la de Stalin en Ucrania, luego la de Hitler en Alemania. Era una falsa ilusión querer encontrar, al cabo de tantas décadas, en el océano de víctimas olvidadas, los vestigios de una joven mujer de la cual yo sabía poco más que el nombre.

Cuando, en una noche de verano de 2013, introduje su nombre en internet, el buscador ruso devolvió un resultado inmediato. Mi estupefacción no duró sino unos segundos. Una circunstancia agravante de mi búsqueda siempre había sido que mi madre tuviera un nombre ucraniano muy común; había cientos, probablemente miles, de mujeres ucranianas que se llamaban como ella. Bien era cierto que la persona indicada en la pantalla llevaba también el patronímico de mi madre, Yevguenia Yákovlevna Iváshchenko, pero también Yákov, el nombre del padre de mi madre, era tan común que mi hallazgo no significaba nada.

Abrí el enlace y leí esto: Yevguenia Yákovlevna Iváshchenko, año de nacimiento: 1920; lugar de nacimiento: Mariúpol. Me quedé mirando la entrada fijamente; la entrada me miraba fijamente a mí. Aun sabiendo poco acerca de mi madre, sabía que había nacido en Mariúpol en 1920. ¿Sería posible que en una pequeña ciudad como la Mariúpol de aquel entonces hubieran nacido en el mismo año dos niñas con el mismo nombre y apellido y un padre llamado Yákov?

Si bien el ruso era mi lengua materna, una lengua que nunca había perdido por completo, y que desde mi mudanza al Berlín posterior a la caída del Muro volvía a hablar casi a diario, no tenía la certeza de estar leyendo de verdad el nombre de mi madre en la pantalla ni de que ese nombre no fuera un espejismo en el desierto que el buscador ruso representaba para mí. Se usaba en él un ruso que, francamente, se me antojaba un idioma desconocido, una neolengua que cambiaba a ritmo vertiginoso, que no paraba de alumbrar vocablos nuevos, que se mezclaba cada día con americanismos de nuevo cuño que, una vez transcritos al cirílico, ya apenas podían identificarse como tales. La página que me miraba desde la pantalla tenía un nombre inglés: «Azov’s Greeks». Sabía que Mariúpol estaba situada a orillas del mar de Azov, pero ¿de dónde salían los «griegos azovianos»? Nunca había oído hablar de ningún nexo entre Ucrania y Grecia. Si fuese inglesa, habría podido decir muy acertadamente: It’s all Greek to me, todo esto me suena a chino.

Por aquellas fechas, yo de Mariúpol no sabía prácticamente nada. Mientras buscaba a mi madre, nunca se me había ocurrido instruirme sobre la ciudad de la que era originaria. Mariúpol, que se llamó Zhdánov durante cuarenta años y que solo recuperó su antiguo nombre tras el desmembramiento de la Unión Soviética, continuaba siendo un lugar en mi interior que nunca había expuesto a la luz de la realidad. Desde siempre, había vivido en la vaguedad, en mis ideas e imágenes del mundo. La realidad exterior amenazaba a ese hogar interno, por lo cual yo la esquivaba en lo posible.

Mi imagen primitiva de Mariúpol estaba marcada por el hecho de que, en mi infancia, nadie distinguiera entre los diferentes estados de la Unión Soviética; todos los habitantes de sus quince repúblicas eran considerados rusos. Aunque Rusia había salido de la Ucrania medieval —la Rus de Kiev, llamada la cuna de Rusia, la madre de todas las ciudades rusas—, mis padres se referían a Ucrania como si fuese una parte de Rusia… El país más grande del mundo, según decía mi padre, un imperio enorme que se extendía desde Alaska hasta Polonia y ocupaba una sexta parte del total de la superficie terrestre. Alemania, por el contrario, solo era una mancha en el mapa.

Lo ucraniano se disolvía para mí en lo ruso, y cuando me imaginaba a mi madre en su vida anterior en Mariúpol, la veía inmersa en la nieve rusa. Vestida con su trasnochado abrigo gris de solapas y puños de terciopelo, el único abrigo que le vi, caminaba por las calles heladas y oscuras de un espacio infinito, barrido eternamente por un temporal de nieve. De nieve siberiana, que cubría Rusia entera y también Mariúpol, el imperio espeluznante del frío perpetuo en el que gobernaban los comunistas.

Mi idea infantil del lugar de origen de mi madre pervivió décadas en los cuartos oscuros de mi interior. Cuando llevaba ya tiempo sabiendo que Rusia y Ucrania eran dos países distintos y que Ucrania no tenía absolutamente nada que ver con Siberia, ese conocimiento no afectó a mi Mariúpol… a pesar de no saber a ciencia cierta si mi madre procedía realmente de esa ciudad o si mi fantasía se la había asignado porque me gustaba el nombre. A veces, ni siquiera estaba segura de si existía una ciudad con ese nombre o si, más bien, era una invención mía, como tantas otras cosas que concernían a mi ascendencia.

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