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Michael Herr - Despachos de guerra

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Michael Herr Despachos de guerra

Despachos de guerra: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Andanadas de iluminación

Estábamos todos sentados en el Chinook con los cinturones puestos, éramos cincuenta, y algo, alguien, golpeó el aparato desde fuera con un enorme martillo. ¿Cómo hacían aquello? ¡Yo creía que estábamos a más de trescientos metros del suelo! Pero tenía que ser eso, una y otra vez, sacudiendo el helicóptero, haciéndole caer y girar en un horrible movimiento descontrolado que me machacaba el estómago. Tuve que reírme, era tan emocionante, era lo que yo había deseado, casi lo que había deseado salvo por el rechinante y resonante eco-metal; podía oírlo incluso por encima del ruido de las hélices. Y tendrían que arreglar aquello, sabía que lo harían parar, tenían que hacerlo, si no yo acabaría poniéndome malo.

Eran todos tropa de relevo que iban a limpiar después de las grandes batallas de los cerros 875 y 876, los combates que habían tomado ya el nombre de una gran batalla, la batalla de Dak To. Yo era nuevo, recién llegado, llevaba tres días en el interior, incómodo con las botas, por lo nuevas que eran. Y frente a mí, a poco más de tres metros, un chaval intentó librarse de las cintas de un salto y luego hizo un espasmódico movimiento hacia delante y quedó allí colgado, el cañón del rifle enganchado en la red de plástico rojo de la parte de atrás del asiento. Cuando el helicóptero giró de nuevo y se elevó, el peso muerto del cuerpo del muchacho cayó con fuerza hacia atrás, contra la red, y en el centro de la cazadora del uniforme apareció un punto oscuro del tamaño de la mano de un bebé. Y creció (yo sabía lo que era, pero en realidad no), le subió hasta las axilas y luego empezó a bajarle por las mangas y a subirle por los hombros al mismo tiempo. Le cruzó la cintura y bajó por las piernas, cubriendo la lona de las botas hasta que quedaron oscurecidas como todo lo demás que llevaba, y empezó a correr además, en lentas y grandes gotas por las puntas de los dedos de las manos. Creía estar oyendo las gotas caer en la tira metálica del suelo del helicóptero. ¡Eh!… Pero si no es nada en absoluto, no es real, es sólo algo por lo que están pasando que no es real. Uno de los ametralladores de puerta cayó al suelo como un muñeco de trapo. Su mano tenía el aspecto sanguinolento y crudo de un trozo de hígado fresco en el papel de la carnicería. Aterrizamos en la misma LZ que acabábamos de abandonar unos minutos antes, pero no lo supe hasta que uno de los soldados me sacudió por el hombro, y yo no podía levantarme. Lo único que podía sentir en las piernas era el temblor, y el tipo pensó que me habían dado y me ayudó a ponerme de pie. El helicóptero había recibido ocho impactos, el suelo era sólo plástico agujereado, había un piloto agonizando en la cabina, y el muchacho colgaba de nuevo de la cintas, muerto, pero no estaba (yo lo sabía) realmente muerto.

Tardé un mes en perder aquella sensación de ser un espectador de algo que era en parte caza y en parte espectáculo. Aquella primera tarde, antes de subir al helicóptero, un sargento negro había intentado convencerme para que no fuese. Me explicó que era demasiado nuevo para acercarme a la clase de mierda que estaban lanzando desde aquellos cerros. («¿Eres corresponsal?» me preguntó. Y yo, pomposo y gilipollas, le había dicho: «No, yo soy escritor», y él se echó a reír y dijo: «Cuidado. En el sitio al que quieres ir no podrás utilizar ningún borrador»). Me había señalado los cadáveres de todos los norteamericanos muertos que se alineaban en dos largas hileras junto al helicóptero, tantos que ni siquiera podían taparlos a todos decentemente. Pero entonces aún no eran reales y nada me enseñaban. Luego llegó el Chinook, volándome el casco, y yo lo recogí y me incorporé a las fuerzas de relevo que esperaban para subir a bordo. «Está bien, hombre, está bien», dijo el sargento. «Si quieres ir, vete. Lo único que puedo decir es que espero que tengas una herida limpia».

Había terminado la batalla por el Cerro 875 y estaban trasladando a algunos supervivientes en Chinooks a la pista de aterrizaje de Dang To. La 173 Aerotransportada había trasladado unas 400 bajas, casi 200 muertos, todos de la tarde anterior y de los combates de la noche. Hacía mucho frío y mucha humedad allá arriba, y habían enviado algunas chicas de la Cruz Roja de Pleiku para confortar a los supervivientes. Cuando los soldados salían en fila de los helicópteros, las chicas les saludaban y les sonreían desde sus mesas. «¡Eh, soldado! ¿Cómo te llamas?». «¿De dónde eres, soldado?». «Apuesto a que os vendría muy bien una taza de café caliente ahora mismo».

Y los hombres de la 173 se limitaban a seguir su camino sin contestar, mirando fijo al frente, los ojos con un círculo rojo de fatiga, las caras fláccidas y envejecidas por todo lo sucedido durante la noche. Uno de ellos se salió de la fila y le dijo algo a una chica gorda y escandalosa que llevaba una camiseta Peanuts debajo de la blusa del uniforme y que rompió a llorar. Los demás se limitaron a seguir caminando sin mirar a las chicas ni a las grandes cafeteras color aceituna. No tenían ni la menor idea de dónde estaban.

Un NCO superior de las Fuerzas Especiales estaba contando la historia: «Estábamos en Bragg de vuelta, en el club NCO, y llega aquella maestra, una chavala guapa de veras. Dusty entonces la coge por los hombros y empieza a pasarle la lengua por toda la cara como si fuese un helado. ¿Y sabéis qué dijo ella? Pues va y le dice: “Me gustas. Tú eres diferente”».

Hubo tiempos en que hasta te encendían el cigarrillo en la terraza del Hotel Continental. Pero esos tiempos quedan casi a veinte años de distancia y, de todos modos, ¿a quién le importan? Ahora hay un norteamericano loco que se parece a George Orwell, y está siempre durmiendo la curda en una de las sillas de mimbre, allí, derrumbado sobre una mesa, y despierta con violencia, gritando y empieza a beber otra vez y luego vuelta a dormir. Pone nervioso a todo el mundo, sobre todo a los camareros; a los viejos que habían servido a los franceses y a los japoneses y a los primeros periodistas norteamericanos y a los tipos de la OSS («aquellos cabrones ruidosos del Continental», les llamaba Graham Green) y a los realmente jóvenes, que hacían de ayudantes y atendían las mesas y alcahueteaban a un nivel modesto. El muchachito del ascensor aún saluda a los clientes todas las mañanas con un tranquilo qa va?, pero muy pocas veces le contestan, y el viejo de los equipajes (también nos trae yerba) se sienta en el vestíbulo y dice, «¿Cómo estás tú mañana?».

Suena en los altavoces instalados sobre las columnas del rincón de la terraza «Ode to Billy Joe», pero el aire parece demasiado pesado para transmitir correctamente el sonido, que se queda colgando allí por los rincones. Hay un sargento mayor, agotado y borracho, de la Primera División de Infantería, que le ha comprado una flauta al viejo de los shorts caqui y el casco de madera que vende instrumentos en la calle To Do. El viejo se inclinará sobre los maceteros sembrados de colillas que enmarcan la terraza y tocará «Frére Jacques» en un instrumento de cuerda de madera. El sargento ha comprado la flauta y está tocándola queda, pensativa, pésimamente.

Las mesas están llenas de ingenieros norteamericanos, ingenieros civiles, hombres que ganan treinta mil dólares al año por sus trabajos con contratos del gobierno y que los duplican sin problema en el mercado negro. Tienen unas caras que parecen fotos aéreas de fosos de silicona, todas carnes fláccidas colgando y venas visibles. Sus amantes figuraban entre las chicas más tristes y bellas de Vietnam. Yo siempre me preguntaba cómo habrían sido antes de hacer su trato con los ingenieros. Los veías allí en las mesas: las sonrisas duras y vacías, aquellos rostros anchos, brutales, aterradores. No es raro que todos aquellos hombres les pareciesen iguales a los vietnamitas. Al cabo de un rato, también a mí me lo parecían. Saliendo de Saigón, al norte, en la autopista de Bien Joa, hay un monumento a los muertos de guerra vietnamitas, que es una de las pocas cosas lindas que quedan en el país. Es una modesta pagoda que se alza sobre la carretera y a la que dan acceso largos tramos de suaves escaleras. Un domingo vi a un grupo de esos ingenieros lanzando sus Harleys a toda pastilla escaleras arriba, riendo a carcajadas y gritando bajo el sol de la tarde. Los vietnamitas les daban un nombre especial para distinguirlos de los demás norteamericanos. Se traducía por algo así como «Los Terribles», aunque me han dicho que esto no expresa ni aproximadamente el odio contenido en el original.

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