Bernhard Schlink, Walter Popp
La justicia de Selb
Título de la edición original: Selbs Justiz
Al principio le envidiaba. Esto era en la época escolar, en el Instituto Federico Guillermo de Berlín. Yo llevaba los trajes de mi padre, no tenía amigos y no podía elevarme en la barra fija. Él era el mejor de la clase, también en educación física, le invitaban a todos los cumpleaños y cuando los profesores le trataban de usted, lo decían en serio. A veces le recogía el chofer de su padre con el Mercedes. Mi padre trabajaba en los Ferrocarriles del Reich y en 1934 acababa de ser trasladado de Karlsruhe a Berlín.
Korten no puede soportar la ineficacia. Él me enseñó el movimiento de elevación y giro de los molinetes. Yo le admiraba. También me mostró cómo se hacía con las chicas. Yo andaba como un tonto detrás de la pequeña que vivía un piso más abajo y que iba al Instituto Reina Luisa, frente al nuestro, el Federico Guillermo. Yo la adoraba y Korten la besaba en el cine.
Nos hicimos amigos, estudiamos la carrera al mismo tiempo, él economía política, yo derecho, y yo frecuentaba la villa a orillas del Wannsee. Cuando su hermana Klara y yo nos casamos, él fue testigo de la boda y me regaló el escritorio que está todavía en mi oficina, de roble sólido, tallado, y con tiradores de latón.
Ahora pocas veces trabajo en él. Mi oficio me lleva de un sitio para otro, y cuando por la tarde voy a echar una breve ojeada a la oficina, en el escritorio no se apilan los expedientes. Sólo el contestador automático está esperando y me comunica a través de su ventanita el número de mensajes recibidos. Entonces me siento ante la superficie vacía del escritorio y juego con el lápiz y escucho lo que tengo que hacer y lo que tengo que dejar, aquello de lo que tengo que hacerme cargo y aquello que no debo tocar. No me gusta quemarme los dedos. Pero también puede uno pillárselos con el cajón de un escritorio que hace mucho tiempo que no ha abierto.
La guerra para mí terminó al cabo de cinco semanas. Un disparo me envió a casa. Tardaron tres meses en zurcirme y me hice funcionario. Cuando en 1942 Korten empezó en la Rheinische Chemiewerke de Ludwigshafen y yo, en la Fiscalía de Heidelberg y no teníamos casa todavía, compartimos durante algunas semanas la habitación del hotel. En 1945 terminó mi carrera en la Fiscalía, y él me ayudó con los primeros encargos que recibí en el mundo empresarial. Entonces empezó su ascenso, tenía poco tiempo y con la muerte de Klara cesaron también las visitas de Navidad y de cumpleaños. Nos movemos en ambientes distintos, y sobre él leo más de lo que oigo. A veces nos encontramos en un concierto o en el teatro y nos entendemos. Después de todo somos viejos amigos.
Luego…, me acuerdo bien de aquella mañana. El mundo estaba a mis pies. El reuma me había dejado en paz, tenía la cabeza clara y con el traje azul nuevo parecía joven -eso pensaba yo cuando menos-. El viento no traía el familiar hedor químico hacia aquí, a Mannheim, sino que lo llevaba más allá, al Palatinado. El panadero de la esquina tenía cruasanes de chocolate y yo estaba desayunando al sol fuera, en la acera. Una mujer joven venía por la Mollstrasse, conforme se acercaba me parecía más bonita; dejé la taza desechable en el alféizar del escaparate y me fui tras ella. Al poco estaba yo ante mi oficina en el parque Augusta.
Estoy orgulloso de mi oficina. En la puerta y el escaparate de lo que fue un estanco he hecho poner vidrio opaco y, encima, con letras doradas y sin adornos:
Gerhard Selb
Investigaciones privadas
En el contestador automático había dos llamadas. El gerente de Goedecke necesitaba un informe. Yo había probado el fraude de su director de sucursal, pero éste no se había dado por vencido y había impugnado su despido ante la Magistratura de Trabajo. En el otro mensaje la señora Schlemihl, de la Rheinische Chemiewerke, me pedía que la llamara.
– Buenos días, señora Schlemihl. Soy Selb. ¿Quería hablar conmigo?
– Buenos días, señor doctor. El señor director general Korten quisiera verle. -Nadie, aparte de la señora Schlemihl, se dirige a mí llamándome «señor doctor». Desde que dejé de ser fiscal no hago uso del título; un detective privado que se ha doctorado es ridículo. Pero, como buena secretaria de dirección, la señora Schlemihl nunca ha olvidado cómo me presentó Korten en nuestro primer encuentro a principios de los años cincuenta.
– ¿De qué se trata?
– Eso se lo explicará él gustosamente mientras almuerzan en el Casino. ¿Le va bien a las doce y media?
En Mannheim y Ludwigshafen vivimos bajo la mirada de la Rheinische Chemiewerke. Esta empresa fue fundada en el año 1872, siete años después de la creación de la Badische Anilin- & Soda-Fabrik, por el profesor Demel y el asesor industrial Entzen, ambos químicos. Desde entonces la fábrica crece, crece y crece. Hoy ocupa un tercio de la superficie construida de Ludwigshafen y da empleo a casi a cien mil trabajadores. Junto con el viento, los ritmos de producción de la RCW determinan si la región ha de oler a cloro, azufre o amoníaco y dónde.
El Casino se encuentra fuera del recinto de la fábrica y goza de su propia reputación de elegancia. Además del amplio restaurante para ejecutivos intermedios hay una zona aparte para los directivos con múltiples salones que se conservan con los colores con cuya síntesis Demel y Entzen alcanzaron sus primeros éxitos. Y un bar.
Allí estaba yo todavía a la una. Me habían dicho ya al llegar que lamentablemente el señor director general vendría con un poco de retraso. Pedí el segundo aviateur.
– Campar¡, zumo de pomelo y champán, a partes iguales.
La muchacha pelirroja y pecosa que ese día servía detrás de la barra se sentía contenta de haber aprendido algo.
– Lo hace usted maravillosamente -dije.
Ella me miró con simpatía.
– ¿Tiene usted que esperar al señor director general?
Había esperado en sitios peores, en coches, accesos a viviendas, corredores, vestíbulos de hoteles y estaciones. Allí estaba bajo estucos dorados y una galería de retratos al óleo entre los que algún día también colgaría el de Korten.
– Mi querido Selb -dijo al acercarse.
Pequeño y nervudo, con ojos azules y vigilantes, cabello canoso cortado a cepillo y la piel coriácea y morena del que hace demasiado deporte al sol. Con Richard von Weizsäcker, Yul Brynner y Herbert von Karajan en un pequeño grupo de jazz podría convertir en éxito mundial la adaptación al swing de la marcha de Badenweil.
– Siento llegar tan tarde. ¿A ti todavía te sienta bien fumar y beber? -Echó una mirada dubitativa a mi paquete de Sweet Afton-. ¡Póngame un Apollinaris! ¿Cómo te va?
– Bien. Me lo tomo con más calma, supongo que a mis sesenta y ocho años me lo puedo permitir, ya no acepto cualquier encargo, y dentro de unas semanas me voy al Egeo a navegar. Y tú, ¿todavía no has soltado el timón?
– Lo haría gustoso. Pero todavía pasará un año o dos hasta que haya otro que pueda sustituirme. Nos encontramos en una fase difícil.
– ¿Tengo que vender? -Yo pensaba en mis diez acciones de la RCW depositadas en el Badische Beamtenbank.
– No, mi querido Selb -rió-. Después de todo, para nosotros las fases difíciles son siempre una bendición. Pero a pesar de ello hay cosas que nos preocupan, a largo y a corto plazo. A causa de un problema de los inmediatos te quería ver hoy, y después llevarte con Firner. Te acuerdas de él, ¿verdad?
Me acordaba bien. Unos pocos años antes Firner había sido nombrado director, pero para mí seguía siendo el despierto asistente de Korten.
– ¿Todavía lleva la corbata de la Harvard Business School?
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