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Jon Ronson - ¿Es usted un psicópata?

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Jon Ronson ¿Es usted un psicópata?

¿Es usted un psicópata?: resumen, descripción y anotación

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La última pieza del rompecabezas

Éste es un relato sobre la locura. Empieza con una entrevista curiosa en un Costa Coffee del barrio de Bloomsbury, en el centro de Londres. Era la cafetería que frecuentaban los neurólogos, pues el Instituto de Neurología del University College de Londres se encontraba a la vuelta de la esquina. Y allí estaba una neuróloga, acercándose por Southampton Row y saludándome algo tímidamente con la mano. Se llamaba Deborah Talmi.

Tenía el aspecto de alguien que se pasa el día en un laboratorio y no está acostumbrado a encuentros raros con periodistas en cafés ni a verse envuelto en misterios desconcertantes. La acompañaba alguien: un joven alto, sin afeitar, con pinta de intelectual. Los dos se sentaron.

—Soy Deborah —dijo ella.

—Y yo, Jon —dije yo.

—Me llamo James —dijo él.

—Bien —dije—. ¿Lo has traído?

Deborah asintió y deslizó despacio un paquete sobre la mesa. Lo abrí y lo hice girar entre mis manos.

—Es bastante bonito —comenté.

En julio, Deborah había recibido un extraño paquete por correo. Lo encontró en su casillero, en la universidad. Llevaba matasellos de Gotemburgo, Suecia. Alguien había escrito en el sobre acolchado: «¡Le contaré más cuando regrese!». Sin embargo, el nombre del remitente brillaba por su ausencia.

El paquete contenía un libro de solo cuarenta y dos páginas, veintiuna de las cuales —las de número par— estaban completamente en blanco, aunque todos los detalles —el papel, las ilustraciones, el tipo de letra— parecían indicar que la impresión había salido muy cara. En la cubierta aparecía el grabado delicado e inquietante de dos manos sin cuerpo que se dibujaban la una a la otra. Deborah lo reconoció como una reproducción de Manos dibujando, de M. C. Escher.

El autor era un tal «Joe K.» (referencia a Josef K., el personaje de Kafka, o tal vez un anagrama de joke, «broma» en inglés), y el título era El ser o la nada, una especie de alusión al ensayo de Sartre El ser y la nada, publicado en 1943. Alguien había recortado cuidadosamente la hoja que contenía la información sobre la editorial, el copyright, el ISBN, etcétera, por lo que allí no había una sola pista. Un adhesivo advertía: «¡Atención! Estudie por favor la carta para el profesor Hofstadter antes de leer el libro. ¡Buena suerte!».

Deborah lo hojeó. Saltaba a la vista que era una suerte de enigma, con versos crípticos, páginas de las que se habían recortado palabras y cosas por el estilo. Ella echó otro vistazo a la nota que decía: «¡Le contaré más cuando regrese!». Uno de sus colegas estaba de visita en Suecia, y aunque no era el tipo de persona que solía enviar paquetes misteriosos, la explicación más lógica era que lo había mandado él.

Sin embargo, cuando su colega volvió y Deborah se lo preguntó, él aseguró no saber nada al respecto.

Deborah estaba intrigada. Realizó algunas búsquedas en Internet. Y fue entonces cuando descubrió que no era la única.

—¿Todos los destinatarios eran neurólogos? —le pregunté.

—No —respondió—. Muchos lo eran, pero uno era un astrofísico del Tíbet, y otro, un teólogo de Irán.

—Todos eran profesores universitarios —señaló James.

Habían recibido el paquete exactamente de la misma manera que Deborah: en un sobre acolchado enviado desde Gotemburgo que llevaba escritas las palabras «¡Le contaré más cuando regrese!». Se pusieron en contacto unos con otros a través de blogs y foros de mensajes e intentaron descifrar la clave.

Uno de los destinatarios sugirió que el libro debía interpretarse como una alegoría cristiana «ya desde el enigmático “¡Le contaré más cuando regrese!” (una clara referencia al Segundo Advenimiento de Cristo). El autor o autores parecen estar rebatiendo el ateísmo que Sartre refleja en El ser Y la nada (no El ser O la nada)».

Una investigadora en psicología perceptiva de nombre Sarah Allred se mostró de acuerdo: «Tengo la ligera sospecha de que esto resultará ser un ardid publicitario o de marketing viral concebido por alguna organización religiosa para ridiculizar al mundo académico, los intelectuales, los científicos y los filósofos».

A los demás esto les pareció poco probable: «El factor coste descarta la teoría viral a menos que la campaña dé por sentado que sus objetivos cuidadosamente seleccionados publicarán en Internet sus reflexiones sobre el libro misterioso».

Casi todos los destinatarios creían que la respuesta radicaba, de un modo intrigante, en ellos mismos. Ellos habían sido escogidos para recibir el paquete. No cabía duda de que había alguna pauta detrás de aquello, pero ¿cuál? ¿Habían asistido todos a una misma conferencia hacía unos años, o algo así? ¿Pretendían ofrecerles un cargo importante en alguna empresa secreta?

«¿O sea que, en pocas palabras, el primero que desentrañe el enigma se queda con el puesto?», escribió un destinatario australiano.

Lo que parecía evidente era que una persona brillante o una organización que tenía vínculos con Gotemburgo había ideado un acertijo tan complejo que ni siquiera los profesores universitarios inteligentes como ellos podían descifrarlo. Tal vez no podía ser descifrado porque el código estaba incompleto. Tal vez faltaba una pieza del rompecabezas. Alguien propuso «acercar la carta a una lámpara encendida o exponerla a vapores de yodo. Quizás haya alguna frase secreta escrita en otro tipo de tinta».

Pero no había ninguna frase secreta.

Al final se dieron por vencidos. Si se trataba de un enigma que los profesores universitarios no podían resolver, tal vez debían acudir a alguien más tosco, como un investigador privado o un periodista. Deborah hizo algunas indagaciones. ¿Qué periodista podía ser lo bastante tenaz y curioso para sumergirse en el misterio?

Barajaron algunos nombres.

—¿Y por qué no Jon Ronson? —dijo entonces James, el amigo de Deborah.

El día que recibí el correo electrónico en el que Deborah me invitaba al Costa Coffee, me encontraba en pleno ataque de ansiedad. Había estado entrevistando a Dave McKay, el carismático líder de un pequeño grupo religioso australiano, los Jesucristianos, que había animado recientemente a sus miembros a donar cada uno el riñón que le sobraba a un desconocido. Al principio, Dave y yo nos llevábamos bastante bien —él era encantadoramente excéntrico, y yo estaba obteniendo de él un buen material para mi artículo, citas disparatadas y demás—, pero cuando aventuré que tal vez la presión del grupo era la razón por la que algunos de los miembros más vulnerables había decidido donar un riñón, él montó en cólera. Me envió un mensaje diciéndome que para darme una lección iba a cancelar una donación de riñón inminente. Dejaría que la receptora muriese y que su muerte pesara sobre mi conciencia.

Me sentí horrorizado por el destino de la receptora y a la vez complacido porque Dave me había enviado un mensaje desquiciado que le vendría de perlas a mi artículo. Le dije a un periodista que el comportamiento de Dave parecía bastante psicopático (no sabía nada de psicópatas, pero suponía que hacían ese tipo de cosas). El periodista publicó mi comentario. Unos días después, Dave me escribió por correo electrónico: «Considero una difamación que afirme usted que soy un psicópata. He buscado asesoramiento legal. Me han dicho que tengo base de sobra para querellarme. El rencor que me guarda no le da derecho a difamarme».

Por eso el pánico se había apoderado de mí el día que el mensaje de correo electrónico de Deborah apareció en mi buzón de entrada.

—¿¡En qué estaría yo pensando!? —Le dije a Elaine, mi esposa—. Simplemente estaba disfrutando con la entrevista, estaba pasándolo bien con la conversación. Y ahora todo se ha ido al carajo. Dave McKay va a demandarme.

—¿Qué pasa? —exclamó mi hijo Joel, que había entrado en la habitación—. ¿Por qué está todo el mundo gritando?

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