Connie Willis
El Libro del Día del Juicio Final
Título original: Domsday Book
Traducción: Rafael Marín Trechera
A Laura y Cordelia, mis Kivrins
Mi agradecimiento especial al bibliotecario jefe Jamie LaRue y al resto del personal de la Biblioteca Pública de Greeley, por su continua y valiosa ayuda.
Y mi eterna gratitud a Sheila y Kelly y Frazier y Cee, y sobre todo a Marta, las amigas a quienes quiero.
»Y para que las cosas que deben ser recordadas no perezcan con el tiempo y desaparezcan de la memoria de quienes nos sucedan, yo, al ver tantos males y a todo el mundo al alcance del Maligno, como si ya estuviera entre los muertos, yo, que espero a la muerte, he puesto por escrito todas las cosas que he presenciado. Y para que lo escrito no fenezca con el escritor y la obra desaparezca con el artífice, dejo notas para que se continúe este trabajo, por si algún hombre sobrevive y algún miembro de la raza de Adán escapa a esta pestilencia y retoma el trabajo que he comenzado… Hermano John Clyn 1349
Un campanero no necesita fuerza,
sino habilidad para llevar el tiempo…
Debes guardar estas dos cosas en tu mente
y retenerlas allí para siempre:
campanas y tiempo, campanas y tiempo.
RONALD BLYTHE
Akenfield
El señor Dunworthy abrió la puerta del laboratorio y las gafas se le empañaron al instante.
– ¿Llego demasiado tarde? -preguntó, tras quitárselas y mirar a Mary.
– Cierra la puerta -respondió ella-. No puedo oírte con esos horribles villancicos.
Dunworthy cerró la puerta, pero eso no apagó por completo el sonido del Adeste Fideles que se filtraba desde el patio.
– ¿Llego demasiado tarde? -repitió.
Mary sacudió la cabeza.
– Sólo te has perdido el discurso de Gilchrist -se echó atrás en el asiento para que Dunworthy pudiera ir a la estrecha zona de observación. Se había quitado el abrigo y el sombrero de lana y los había colocado sobre la otra única silla existente, junto con una gran bolsa de la compra repleta de paquetes. Su pelo gris estaba revuelto, como si hubiera intentado arreglarlo después de haberse quitado el sombrero-. Un discurso muy largo sobre el primer viaje en el tiempo de Medieval y de cómo la facultad de Brasenose ocuparía el destacado lugar que se merece en la historia. ¿Sigue lloviendo?
– Sí -contestó él, mientras frotaba las gafas con la bufanda. Se enganchó las patillas de alambre en las orejas y subió a la partición de finocristal para contemplar la red. En el centro del laboratorio había una carreta aplastada rodeada de cofres volcados y cajas de madera. Sobre ellos colgaban los escudos protectores de la red, envueltos como un paracaídas de seda.
Latimer, el tutor de Kivrin, con aspecto más avejentado y enfermizo que de costumbre, se encontraba junto a uno de los cofres. Montoya se hallaba junto a la consola, vestida con vaqueros y una chaqueta de terrorista, mirando con impaciencia el digital de su muñeca. Badri estaba sentado delante de la consola, tecleando algo y mirando las pantallas con el ceño fruncido.
– ¿Dónde está Kivrin? -preguntó Dunworthy.
– No la he visto -dijo Mary-. Ven y siéntate. El lanzamiento no está previsto hasta mediodía, y no creo que la tengan preparada para entonces. Sobre todo si Gilchrist pronuncia otro discurso.
Colgó el abrigo en el respaldo de su silla y colocó la bolsa de la compra llena de paquetes en el suelo, junto a sus pies.
– Espero que esto no dure todo el día. Tengo que recoger a mi sobrino nieto Colin en la estación de metro a las tres.
Rebuscó en la bolsa.
– Mi sobrina Deirdre va a pasar las vacaciones en Kent y me pidió que cuidara de él. Espero que no llueva todo el tiempo que esté aquí -dijo, sin dejar de buscar-. Tiene doce años, es un niño simpático y muy inteligente, aunque tiene un vocabulario retorcido. Para él todo es necrótico o apocalíptico. Y Deirdre le deja tomar demasiados dulces.
Continuó rebuscando en la bolsa de la compra.
– Le compré esto para Navidad -sacó una caja alargada con franjas rojas y verdes-. Esperaba poder terminar mis compras antes de venir, pero llovía, y sólo soporto esa horrible música de carillón de High Street a intervalos cortos.
Abrió la caja y desplegó el papel de seda.
– No tengo ni idea de qué ropa les gusta a los chicos de doce años hoy en día, pero las bufandas siempre se llevan, ¿no crees, James? ¿James?
Él se volvió.
– ¿Qué? -había estado contemplando abstraído las pantallas.
– Decía que las bufandas son siempre un buen regalo de Navidad para los chavales, ¿no crees?
Él miró la bufanda que ella le tendía para que la inspeccionara. Era de lana gris oscura, a cuadros. De niño no se la hubiera puesto ni que lo hubiesen matado, y eso había sido cincuenta años atrás.
– Sí -dijo, y se volvió hacia el finocristal.
– ¿Qué pasa, James? ¿Algo va mal?
Latimer cogió un pequeño cofre con cierres de metal, y luego miró alrededor, como si hubiera olvidado qué pretendía hacer con él. Montoya miró impaciente su digital.
– ¿Dónde está Gilchrist? -dijo Dunworthy.
– Se fue por allí -contestó Mary, señalando la puerta al otro lado de la red-. Disertó sobre el lugar de Medieval en la historia, habló con Kivrin un momento, los técnicos hicieron algunas pruebas, y luego Gilchrist y Kivrin se fueron por esa puerta. Supongo que todavía estará ahí dentro con ella, preparándola.
– Preparándola -murmuró Dunworthy.
– James, ven y siéntate, y dime qué va mal -dijo ella, guardando la bufanda en su caja y metiéndolo todo en la bolsa-. Y dónde has estado. Esperaba que estuvieras aquí cuando llegué. Después de todo, Kivrin es tu alumna favorita.
– Estaba intentando localizar al decano de la Facultad de Historia -dijo Dunworthy, mirando a los monitores.
– ¿Basingame? Creí que estaba fuera en alguna parte, en vacaciones de Navidad.
– Lo está, y Gilchrist se las ha arreglado para que lo nombraran decano suplente durante su ausencia, con el fin de poder abrir la red de viajes en el tiempo a la Edad Media. Anuló la clasificación de diez y asignó calificaciones arbitrarias para cada siglo. ¿Sabes qué calificación le asignó al 1300? ¡Un seis! ¡Un seis! Si Basingame hubiese estado aquí jamás lo habría permitido. Pero el tipo está ilocalizable -miró esperanzado a Mary-. No sabes dónde se encuentra, ¿verdad?
– No. En alguna parte de Escocia, creo.
– En alguna parte de Escocia -repitió él amargamente-. Y mientras tanto, Gilchrist piensa enviar a Kivrin a un siglo que es claramente un diez, un siglo en el que se sufría escrófula y peste, y en el que quemaron a Juana de Arco.
Miró a Badri, que ahora hablaba al oído de la consola.
– Dijiste que Badri había hecho pruebas. ¿Cuáles fueron? ¿Una comprobación de coordenadas? ¿Una proyección de campo?
– No lo sé -ella señaló vagamente a las pantallas, con sus matrices y columnas de cifras en cambio constante-. Sólo soy doctora, no técnico. Me pareció reconocer al técnico. Es de Balliol, ¿no?
Dunworthy asintió.
– El mejor técnico que tiene Balliol -dijo, observando a Badri, que pulsaba las teclas de la consola una a una y observaba atentamente las lecturas cambiantes-. Todos los técnicos del New College estaban de vacaciones. Gilchrist pensaba usar un aprendiz de primero que nunca había dirigido un lanzamiento tripulado. ¡Un aprendiz de primero para un remoto! Lo convencí para que empleara a Badri. Si no puedo impedir este lanzamiento, al menos que lo dirija un técnico competente.
Badri miró la pantalla con el ceño fruncido, sacó un medidor de su bolsillo y se dirigió a la carreta.
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