Para John de Abigail
«Tuya, tuya, tuya»
Gracias mil a las chicas del Margie's Java Joint, que hacen el mejor café y ofrecen la mejor conversación del mundo, y sin las que no habría podido superar los últimos meses de esta novela.
Hermanos, hermanas, maridos, esposas…
siguieron al flautista.
De calle en calle él anduvo tocando,
y pasito a paso lo siguieron bailando.
ROBERT BROWNING
HULA-HOOP (marzo 1958–junio 1959)
El prototipo de todas las modas de mercado, cuyo fenomenal éxito no tiene parangón. El hula-hoop, originalmente un aro de madera para ejercicios gimnásticos utilizado en Australia, fue rediseñado en plástico brillante por Wham-O y vendido al precio de 1,98 dólares a niños y adultos por igual. Las monjas, Red Skelton, las geishas, Jane Russell y la reina de Jordania lo hacían girar sobre sus caderas, y la gente común se las dislocaba, se torcía el cuello, y sufría hernia discal por su culpa. Rusia y China lo prohibieron por «capitalista», un equipo de exploradores belgas se llevó veinte al polo Norte (¿para dárselo a los pingüinos?), y se vendieron más de cincuenta millones de unidades en todo el mundo. La moda pasó tan rápidamente como se extendió.
Es casi imposible señalar el comienzo de una moda. Para cuando empieza a reconocerse como tal, sus orígenes se pierden en el pasado, y tratar de localizarlos es exponencialmente más difícil que, pongamos por caso, buscar las fuentes del Nilo.
En primer lugar, probablemente haya más de una fuente. En segundo lugar, estás tratando con la conducta humana; Speke y Burton sólo tuvieron que enfrentarse a cocodrilos, rápidos, y la mosca tsetse. En tercer lugar, sabemos algunas cosas sobre los ríos (por ejemplo, que fluyen cuesta abajo), pero las modas parecen brotar creciditas de la nada y sin ningún motivo aparente. Vean si no el caso del puenting. O el de las lámparas de Java.
Lo mismo pasa con los descubrimientos científicos. A la gente le gusta considerar la ciencia como algo racional y razonable, que avanza paso a paso, de la hipótesis al experimento y por último a las conclusiones. El doctor Chin, el ganador de la beca Niebnitz del año pasado, escribió: «El proceso del descubrimiento científico es la extensión lógica de la observación mediante la experimentación.»
Nada más lejos de la verdad. El proceso científico es exactamente igual que cualquier otra empresa humana: complicado, azaroso y mal dirigido, y depende enormemente de la casualidad.
Fíjense en Alexander Fleming, que descubrió la penicilina cuando una espora entró por la ventana de su laboratorio y contaminó uno de sus cultivos.
O en Roentgen. Estaba trabajando con un tubo de rayos catódicos rodeado de planchas de cartón negro cuando vio un parpadeo de luz al otro lado de su laboratorio. Una hoja de papel cubierta de platinocianuro de bario fosforescía, aunque estaba aislada del tubo. Curioso; extendió la mano y la colocó entre el tubo y la pantalla. Y vio la sombra de los huesos de su mano.
Fíjense en Galvani, que estaba estudiando el sistema nervioso de las ranas cuando descubrió la corriente eléctrica. O Messier. No estaba buscando galaxias cuando las descubrió.
Buscaba cometas. Sólo las cartografió porque intentaba deshacerse de una molestia.
Nada de eso hace que el doctor Chin no merezca el millón de dólares de la beca Niebnitz. No es necesario comprender cómo funciona algo para hacerlo. Es el caso de conducir. Y del inicio de las modas. Y de enamorarse.
¿De qué estaba hablando? Ah, sí, de cómo se producen los descubrimientos científicos. Normalmente la cadena de acontecimientos que conduce a ellos, como la que conduce a una moda, sigue un curso demasiado complicado y caótico para seguirlo. Pero yo sé exactamente dónde empezó una y quién la inició.
Era un lunes, dos de octubre. Las nueve de la mañana. Yo estaba en los laboratorios de estadística de HiTek, luchando con una caja de recortes sobre el pelo a lo gargon. Por cierto, me llamo Sandra Foster, y trabajo en I+D en HiTek. Me había pasado el fin de semana revisando periódicos amarillentos y números de los años veinte de The Saturday Evening Post y The Delineator, avanzando contracorriente hacia el principio de la moda del pelo corto, buscando a qué se debía que todas las mujeres de América se hubiesen cortado de repente su «corona de gloria», a pesar de la presión social, los sermones amenazantes, y cuatro mil años de pelo largo.
Había recortado infinitos reportajes, subrayado referencias, artículos de revistas, y anuncios; los había fechado y ordenado por categorías. Flip me había robado la grapadora, me había quedado sin clips y Desiderata no había podido encontrar más, así que tuve que contentarme con amontonar los recortes por orden, dentro de la caja que ahora intentaba llevar a mi laboratorio.
La caja era pesada y parecía hecha por la misma gente que fabrica las bolsas de papel de los supermercados, así que cuando la dejé caer ante la puerta del laboratorio para sacar la llave, ya se le había desgarrado un lado. Iba medio arrastrándola medio luchando con ella para acercarla a una de las mesas y así poder sacar los montones de recortes cuando ese lado empezó a ceder.
Una avalancha de páginas de revista y artículos de periódico cayó antes de que pudiera cerrar el boquete, y los estaba sujetando junto con la caja cuando Flip abrió la puerta y entró, con aspecto contrariado. Llevaba lápiz de labios negro, una camisa negra, sin mangas, y una microfalda negra, y portaba una caja del mismo tamaño que la mía.
—Se supone que no estoy para repartir paquetes —dijo—. Se supone que usted tiene que recogerlos en la sala del correo.
—No sabía que tuviera un paquete —respondí, tratando de retener el contenido de mi caja con una mano y coger con la otra un rollo de celo que había en medio de la mesa—. Déjalo en cualquier parte.
Ella puso los ojos en blanco.
—Se supone que debe recibir una nota diciendo que tiene un paquete.
«Sí, bien, y probablemente se supone que tú tienes que entregarla —pensé—, lo que explica por qué no la recibí nunca.»
—¿Podrías acercarme esa cinta adhesiva?
—Se supone que los empleados no pueden pedir a los asistentes interdepartamentales que les hagan recados personales ni café —dijo Flip.
—Acercarme una cinta adhesiva no es un recado personal —respondí yo.
Flip suspiró.
—Se supone que estoy repartiendo el correo interdepartamental. —Se agitó el pelo. Se había afeitado la cabeza la semana anterior pero dejándose adrede un largo mechón sobre la frente y a un lado para poder agitarlo cuando se sintiera ofendida.
Flip es mi castigo por haber intentado hacer despedir a Desiderata, su predecesora. Desiderata era tonta, aburrida y un ser completamente carente de iniciativa. Repartía mal el correo, escribía mal los mensajes y se pasaba todo su tiempo libre examinándose las puntas abiertas del cabello. Después de dos meses y una llamada telefónica equivocada que me costó una beca gubernamental, fui a Dirección y exigí que la despidieran y contrataran a otra persona, a cualquiera, creyendo que nadie habría peor que Desiderata. Me equivocaba.
Dirección trasladó a Desiderata a Suministros (jamás despiden a nadie en HiTek, excepto a los científicos, y ni siquiera a nosotros nos dan el pasaporte; simplemente cancelan nuestros proyectos por falta de fondos) y contrataron a Flip, que llevaba un aro en la nariz, un tatuaje de un búho blanco, y tenía la costumbre de suspirar y poner los ojos en blanco cuando le pedías que hiciera algo. Yo tenía miedo de hacer que la despidieran. A saber a quién contratarían a continuación.
Flip suspiró con fuerza.
—Este paquete es pesadísimo.