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Nota a la edición española
E sta es una obra poco común en el panorama historiográfico en lengua española; así como el profesor Giuseppe Sergi no necesita ninguna presentación, por ser bien conocido en los medios profesionales e incluso fuera de ellos, tal vez sí sea necesario explicar brevemente el sentido del libro y en particular de su traducción, la primera tras la francesa (Flammarion, París, 2000).
Ante todo, cabe advertir al lector de que se trata de una obra interpretativa y no narrativa, en la que el autor trata más de ideas que de hechos. Y lo hace, por cierto, a partir de su experiencia directa como investigador y docente, muy ligada al mundo institucional «altomedieval», en especial al ámbito carolingio, y en concreto a la experiencia italiana septentrional de los siglos VIII al XII. Estos datos deben tenerse en cuenta para una buena comprensión del conjunto y de los numerosos ejemplos y casos mencionados. Igualmente, y por la misma razón, en algunos puntos la traducción se ha resentido de la dificultad de verter al español el texto sin alterar su sentido.
Estamos ante una verdadera introducción a la Edad Media; introducción no sólo en el sentido inmediato que da la edición italiana (se trata en su origen de un ensayo preliminar a un manual universitario de la especialidad), sino también en el más amplio que evidencia su lectura: Sergi plantea un diálogo crítico con el concepto de Edad Media imperante hoy en la cultura común, tanto la especializada como la más vulgar, y el resultado es a un tiempo una excelente síntesis del problema, una aproximación bibliográfica e historiográfica que no pretende ser neutral pero sí es sugestiva, y un amplio cuestionario de temas debatidos que se proponen por un lado al público en general y por otro a los «medievalistas».
Definir la Edad Media interesa obviamente a quienes, desde uno u otro punto de vista, estudian el período; pero interesa por igual al conjunto de la sociedad, acostumbrado a referir a aquella época, tan artificial en su configuración como se quiera, los orígenes reales o míticos de instituciones, formas de vida e identidades del presente. Lo que es más: junto a la Edad Media de los «profesionales» y a la Edad Media mítica de la cultura general, hallamos un tercer aspecto, también de impronta en buena parte romántica, que es la Edad Media como propuesta, es decir, como horizonte futuro (alternativamente ideal o catastrófico) de los pueblos europeos. Y estos tres puntos de vista, tan alejados entre sí, toman como punto de partida una sola realidad, el Occidente surgido de la simbiosis romano-germana aproximadamente entre los años 500 y 1500 de nuestra era.
En el mismo entorno académico italiano, P. Delogu se preguntaba ya en 1994 «¿por qué estudiar la historia medieval?» (en su Introduzione allo studio della storia medievale, Bolonia, 1994), y a continuación Rolando Dondarini, como ya antes Paolo Cammarosano, volvió a plantear la cuestión (Lo studio e l’insegnamento della storia medievale, Bolonia, 1996). De todas las disciplinas historiográficas, tal vez ha sido el medievalismo la más constante y profundamente preocupada por su objeto de estudio y por las diversas líneas interpretativas del mismo. Así, historiadores de hoy, como por ejemplo J. I. Ruiz de la Peña (Introducción al estudio de la Edad Media, Madrid, 1987), J. Boutier y D. Julia (Passés recomposés. Champs et chantiers de l’Histoire , París, 1995) han ofrecido respuestas y han seguido suscitando nuevas cuestiones, a menudo al hilo de debates sociales mucho más amplios que los estrechos límites del mundo universitario. La variedad de posturas y de argumentos, no siempre por tradicionales menos válidos, es literalmente indescriptible. La cuestión puede remontarse al humanismo italiano, creador de la «idea» de Edad Media, entendida como una nueva etapa histórica sin continuidad con el mundo anterior (N. Rubistein, « Il Medioevo nella storiografia italiana del Rinascimento », en Concetto, Storia, Miti e Immagini del Medioevo, Florencia, 1973).
La Edad Media resulta ser, en definitiva, y a un tiempo, una época histórica (concebida como tal a posteriori y sin «conciencia de sí misma»), un mito con raíces nebulosas y aplicaciones extendidas del hoy al mañana y el objeto de una ciencia. G. Sergi escribe a partir de un debate prolongado, que ha visto intervenir a los mayores historiadores del siglo, desde Marc Bloch hasta Jacques Le Goff (por ejemplo, El orden de la memoria. El tiempo como imaginario, Barcelona, 1991), pasando por las aportaciones germanas e italianas tan a menudo olvidadas (L. Gatto, Viaggio intorno al concetto di Medioevo. Profilo di storia della storiografia medievale, Roma, 1977-1992). Además, todas las divisiones de la historia son artificiales, y el pasado es una realidad única que sólo fragmentamos por comodidad, y raramente sin riesgos.
Tal vez, como sugiere el ensayo de Sergi, si la historia es una ciencia, su objeto ha de ser simplemente la búsqueda de la verdad sobre el pasado, recurriendo honestamente a la fuerza de la razón y el ingenio humanos, y poniendo el resultado al servicio de la comunidad y de sus necesidades a corto o largo plazo. Aplicar modelos preconcebidos, aceptar sin crítica determinismos de cualquier signo, han sido tentaciones seculares de los historiadores de oficio, pero no es improbable que un cierto y amplio consenso sobre la misión del investigador vuelva ahora a estar con Federico Chabod (Lezioni di metodo storico, Roma-Bari, 1969), con José Antonio Maravall (Teoría del saber histórico, Madrid, 1958) y, sorprendentemente, con L. von Ranke , cuando pretendía evitar «(…) la misión de juzgar el pasado, de enseñar al mundo contemporáneo para ayudar a los años futuros» para en lo posible «solamente mostrar las cosas como fueron realmente». En todo caso, la reflexión de Sergi arranca declarada y conscientemente de Marc Bloch, que ha fijado establemente los límites del debate (Apologie pour l’histoire ou le metier d’historien , traducido ahora como Apología para la historia o el oficio de historiador, México, 1996).
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