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Stanislav Lem - El Invencible

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  • Libro:
    El Invencible
  • Autor:
  • Editor:
    Minotauro
  • Genre:
  • Año:
    1986
  • ISBN:
    978-84-450-7062-8
  • Índice:
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El Invencible: resumen, descripción y anotación

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Stanislav Lem

El Invencible

Título original: Niezwyciężony

Año de publicación: 1964

Editorial: Minotauro

Traducción: M. Horne y F. A.

Edición: 1986

ISBN: 978-84-450-7062-8

La lluvia negra

El Invencible, crucero de segunda clase — la mayor de las naves con que contaba la base de la constelación de Lira —, surcaba el cuadrante más exterior de esa región del universo. En el túnel de hibernación del puente principal dormían los ochenta y tres tripulantes de la nave. Como la travesía era relativamente corta, no se había recurrido a la hibernación total sino a un sueño profundo en el que la temperatura del cuerpo no bajaba nunca de los diez grados. En la cabina de comando solamente los autómatas estaban activos. Ante ellos, sobre el retículo del visor, se reflejaba el disco de un sol no mucho más cálido que una estrella enana roja. Cuando la circunferencia ocupó la mitad de la pantalla, el reactor dejó de funcionar. Una pesada quietud reinó de pronto en toda la nave. Los climatizadores y las computadoras trabajaban en silencio. La tenue vibración que acompañara la emisión del haz luminoso había cesado también. El torrente de luz, como una espada infinitamente larga hundida en la oscuridad, había impulsado a la nave en la inmensidad del espacio. El Invencible se desplazaba ahora a una velocidad uniforme, inerte, mudo y aparentemente vacío.

Luego, poco a poco, unas luces diminutas empezaron a enviarse guiñadas de consola a consola, envueltas en el purpúreo resplandor del sol distante que asomaba en la Pantalla central. Las cintas magnéticas se pusieron en movimiento. Los programas se deslizaron lentamente en las ranuras de alimentación de una serie de aparatos, los transformadores chisporrotearon y la corriente llegó a los circuitos con un zumbido que nadie oyó. Los motores eléctricos, venciendo la resistencia de los aceites lubricantes solidificados desde hacía mucho tiempo, se pusieron en marcha con un agudo gemido. Las barras de cadmio emergieron de los reactores auxiliares, las bombas magnéticas inyectaron una solución de sodio líquido en la serpentina del enfriador. Un estremecimiento recorrió la popa, y en el interior del casco se oyeron crujidos y cuchicheos, como si una multitud de animales diminutos retozaran en él, arañando las paredes metálicas con pequeñas garras afiladas: los robots reparadores habían iniciado su larga ronda para verificar el estado de cada soldadura, la hermeticidad del casco, la integridad de las estructuras metálicas. La nave toda volvía a la vida, se poblaba de murmullos y movimientos: despertaba. Sólo la tripulación dormía aún.

Por último, un autómata programado transmitió una señal al tablero de comando en el túnel de hibernación. Un gas despertador se mezcló al aire frío. Desde las rejillas de ventilación del piso y entre las hileras de cuchetas, sopló un viento templado. No obstante, no parecía que los hombres tuvieran ganas de despertar. Algunos agitaron los brazos; el vacío de aquel sueño helado se pobló de delirios y pesadillas. Por fin uno, el primero, abrió los ojos. La nave estaba preparada desde hacía varios minutos: el blanquísimo resplandor del día artificial había disipado la oscuridad en los largos pasillos, en los pozos de los ascensores, en las cabinas, en el puesto de comando, en las cámaras de aire. Y mientras el túnel de hibernación se poblaba de rumores, de suspiros y gemidos involuntarios, la nave misma, impaciente, como si no hubiese podido esperar el despertar de los tripulantes, iniciaba la maniobra preliminar de desaceleración. La pantalla central reflejó las estrías de fuego de la proa. Una violenta sacudida turbó la inercia aparente de la nave. Las dieciocho mil toneladas de El Invencible, acrecentadas por la enorme velocidad inicial, se comprimieron bajo el impacto de la inmensa fuerza de retropropulsión de los reactores de proa. En las cámaras cartográficas trepidaron los mapas herméticamente enrollados. Aquí y allá, los objetos sueltos se desplazaron de un lado a otro, como en una danza. Parecía como si de pronto las cosas inanimadas hubiesen cobrado vida. En las cantinas, la vajilla se entrechocaba, repiqueteando. Los respaldos de los sillones vacíos de goma-espuma se inclinaron hacia atrás; las correas y los cables murales de los puentes oscilaron sacudiéndose. Un confuso ruido de vidrios, chapas, láminas plásticas cruzó como una ráfaga por toda la nave, de la proa a la popa. Y desde la cámara de hibernación llegó un murmullo de voces humanas; luego de siete meses de sueño, los hombres de la tripulación renacían a la vida.

La nave seguía perdiendo velocidad. En las pantallas, el planeta ocultaba las estrellas, envuelto en la lana rojiza de las nubes. El espejo convexo del océano que reflejaba el sol, se acercaba cada vez más lentamente. Un continente gris oscuro, perforado por cráteres, apareció de pronto. Desde sus puestos, los hombres nada veían. Abajo, en las profundidades, en las titánicas entrañas del propulsor, crecía un aullido sofocado. Una nube, atrapada en el rayo de desaceleración, se iluminó fugazmente con el brillo inquieto del mercurio. El rugido de los motores se multiplicó por un instante. El disco rojizo se acható para convertirse en suelo. Se veían ya las líneas curvas de las dunas, azotadas por el viento; regueros de lava que se abrían como los rayos de una rueda desde el cráter más próximo. Las toberas del cohete vibraron bajo la acción del calor reflejo, más intenso que el calor del sol.

— Toda la potencia en el eje. Impulso estático.

Ya era visible el sitio donde, soplando verticalmente hacia abajo, el rayo retropropulsor golpeaba el suelo. Una nube de arena roja se levantó en la superficie. Unos relámpagos violetas partieron de la popa, aparentemente silenciosos; los atronadores rugidos de los gases apagaban las detonaciones. La diferencia de potencial se atenuó gradualmente, y los relámpagos fueron desapareciendo.

El tabique de un compartimiento se puso a gemir, el comandante se lo señaló con un gesto al ingeniero jefe: resonancia, habrá que suprimirla.. Pero nadie pronunció una palabra; los transmisores aullaban y la nave descendía serenamente, como una montaña de acero suspendida de hilos invisibles.

— Potencia media en el eje. Ligero impulso estático. En ondas concéntricas, como las olas de un océano, las humeantes láminas de la arena del desierto corrían en todas direcciones. El epicentro, tocado desde cerca por la llama densa de los escapes, había dejado de humear. La arena transformada en un espejo rojo, en un estanque burbujeante de sílice fundido, se evaporó en una columna de explosiones atronadoras. Desnuda como un hueso, la roca basáltica del planeta comenzó a ablandarse.

— Bajar los reactores. Impulso en frío.

Las agujas se desplazaron perezosamente hacia un nuevo sector del cuadrante. La nave, que parecía un volcán invertido en erupción, permaneció suspendida a medio kilómetro de la escarpada superficie de arrecifes rocosos, hundidos en la arena

— Plena potencia en el eje. Reducir impulso estático. El resplandor azul del fuego atómico se extinguió. De las toberas brotaron repentinamente los haces cónicos de los boranos; en un instante, un verde espectral tiñó el desierto, las paredes de los cráteres rocosos, y las nubes que flotaban en el cielo. La plataforma basáltica sobre la que iría a posarse la enorme popa de El Invencible ya no se fundida.

— Reactores en cero. Descenso en frío.

Los corazones de todos los hombres se aceleraron, los ojos observaron los instrumentos, los puños se crisparon apretando unas palmas húmedas. Aquellas palabras sacramentales significaban que ya no habría retorno, que pronto estarían pisando tierra firme. Aunque no fuera nada más que la arena de un planeta desértico; al menos allí habría aurora y crepúsculo, habría horizonte y nubes y viento.

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