Robert Silverberg
Valentine Pontífice
…Vivo con el enorme temor a que el universo entero se deshaga en mil fragmentos sumido en la ruina general, a que el caos informe regrese y subyugue a dioses y hombres, a que la tierra y el mar sean engullidos por los planetas que vagan por el firmamento… Entre tantas generaciones, es la nuestra la elegida como merecedora de este amargo destino, ser aplastada por los fragmentos que caen del cielo destrozado.
—Séneca,
TiestesA
KAREN
SANDRA
CATHERINE
JERRY
CAROL
ELLEN
DIANNE
HILARY
DIANA
…baluartes en una temporada de tormentas!
Valentine se tambaleó, se agarró a la mesa con su mano libre, hizo esfuerzos para no derramar el vino.
Esto es muy extraño, pensó, este mareo, esta confusión… Demasiado vino… este ambiente enrarecido… tal vez la gravedad es más fuerte a tantos metros por debajo de la superficie…
—Proponed el brindis, excelencia —murmuró Deliamber—. Primero por el Pontífice, luego por sus asistentes y después…
—Sí, sí, lo sé.
Valentine miró a uno y otro lado con aire incierto, como un estitmoy acosado, rodeado por las lanzas de los cazadores.
—Amigos… —empezó a decir.
—¡Dirigíos al Pontífice Tyeveras! —musitó bruscamente Deliamber.
Amigos. Sí. Las personas más queridas por él, sentadas muy cerca. Casi todos excepto Carabella y Elidath: la primera se hallaba de viaje para reunirse con él en el oeste, ¿o no?, y Elidath estaba desempeñando las tareas de gobierno en el Monte del Castillo en ausencia de Valentine. Pero los demás se encontraban allí, Sleet, Deliamber, Tunigorn, Shanamir, Lisamon y Ermanar, el skandar Zalzan Kavol, Asenhart el yort… sí, todos sus seres queridos, los pilares de su vida y de su reino…
—Amigos —dijo—, alzad vuestras copas de vino, participad conmigo en un nuevo brindis. Sabéis que el Divino no me ha concedido el disfrute de una época placentera mientras he ocupado el trono. Todos conocéis las dificultades que me han impuesto, los retos que había que afrontar, las tareas que se me han exigido, los problemas de peso todavía por resolver.
—Esta forma de hablar no es la apropiada, opino —oyó decir a alguien que estaba detrás de él.
—¡Por su majestad el Pontífice! —murmuró de nuevo Deliamber—. ¡Debéis brindar por su majestad el Pontífice!
Valentine hizo caso omiso de los comentarios. Las palabras que brotaban de él en ese momento parecían surgir espontáneamente.
—Si he soportado estas dificultades sin par con cierto donaire —prosiguió— es únicamente porque he tenido el apoyo, el consejo, el cariño de un grupo de camaradas y amigos muy preciados que pocos gobernantes pueden haber conocido. Gracias a vuestra ayuda indispensable, caros amigos, llegaremos por fin a la resolución de los problemas que afligen a Majipur y entraremos en una era de cordialidad sincera tal como todos deseamos. Y así, mientras nos disponemos a partir mañana hacia ese reino, ansiosamente, gozosamente, para iniciar el gran desfile, en este último brindis de la noche, amigos míos, brindo por vosotros, las personas que me habéis ayudado y cuidado durante todos estos años, las personas que…
—Qué aspecto tan extraño tiene —murmuró Ermanar—. ¿Está enfermo?
Un espasmo de dolor sorprendente recorrió el cuerpo de Valentine. Percibió un zumbido terrible en sus oídos y notó que su respiración quemaba como una llama. Se vio cayendo hacia la noche, una noche tan horrible que apagaba cualquier luz y cruzaba su alma igual que una marea de sangre. La copa de vino cayó de su mano y se hizo añicos. Y fue como si el mundo entero se hubiera hecho añicos, explotado en miles de fragmentos minúsculos que volaban alocadamente hacia todos los rincones del universo. La sensación de mareo resultaba ya abrumadora. Y la oscuridad… esa noche extremada, absoluta, ese eclipse total…
—¡Excelencia! —chilló alguien. ¿Era Hissune?
—¡Está teniendo un envío! —resonó otra voz.
—¿Un envío? ¿Cómo, si está despierto?
—¡Mi señor! ¡Mi señor! ¡Mi señor!
Valentine bajó la cabeza. Todo era negro, un charco de noche que brotaba del suelo. Esa negrura parecía estar llamándole. Ven, estaba diciendo alguien en voz sosegada, aquí está tu camino, aquí está tu destino: la noche, la oscuridad, el fin. Ríndete. Ríndete, lord Valentine, Corona que fue, Pontífice que jamás será. Ríndete. Y Valentine se rindió, puesto que en ese instante de asombro y parálisis del espíritu no podía hacer otra cosa. Miró fijamente el charco negro que se alzaba alrededor de él y se dejó caer. De forma incondicional, sin comprenderlo. Valentine se lanzó hacia aquella oscuridad absoluta.
Estoy muerto, pensó. Ahora floto en el lecho del río negro que me devolverá a la Fuente y pronto tendré que levantarme, ir a la orilla y buscar el camino que conduce al Puente del Adiós. Y después toparé con ese lugar donde todas las vidas tienen su principio y su final.
Una paz extraña invadió su espíritu acto seguido, una sensación de asombrosa calma y satisfacción, una impresión de que el universo entero estaba unido en feliz armonía. Creyó haber llegado a una cuna en la que yacía cómodamente envuelto en pañales, por fin liberado de los tormentos de su dignidad real. ¡Ah, qué bien se estaba así! ¡Reposando tranquilamente, con toda la turbulencia apartada de él! ¿Era eso la muerte? ¡En tal caso muerte era gozo!
—Os engañáis, mi señor. La muerte es el fin del gozo.
—¿Quién me habla aquí?
—Me conocéis, mi señor.
—¿Deliamber? ¿También has muerto? ¡Ah, qué lugar tan seguro y apacible es la muerte, viejo amigo!
—Estáis seguro, sí. Pero no muerto.
—Esto se parece mucho a la muerte.
—¿Y tanta experiencia tenéis de la muerte, mi señor, que podéis hablar de ella tan expertamente?
—¿Qué es esto, si no la muerte?
—Simplemente un conjuro —dijo Deliamber.
—¿Un conjuro tuyo, mago?
—No, no es mío. Pero puedo libraros de él, si me lo permitís. Vamos, despertad. Despertad.
—¡No, Deliamber! Déjame en paz.
—Debéis despertar, mi señor.
—Obligación —dijo con amargura Valentine—. ¡Obligación! ¡Siempre obligación! ¿Nunca podré descansar? Déjame donde estoy. En un lugar de paz… No tengo estómago para la guerra, Deliamber.
—Vamos, mi señor.
—Ahora me dirás que es mi obligación despertar.
—No necesito decir algo que vos sabéis perfectamente. Vamos.
Valentine abrió los ojos y se encontró en el aire, echado fláccidamente en los brazos de Lisamon Hultin. La amazona le conducía como si fuera un muñeco, acurrucado en la inmensidad de sus pechos. ¡No era extraño que hubiera imaginado estar en una cuna, pensó, o flotando en el río negro! Junto a él se hallaba Autifon Deliamber, acomodado en el hombro izquierdo de Lisamon. Valentine percibió la magia que le había hecho recuperarse de su desmayo: las puntas de tres tentáculos del vroon tocaban su cuerpo, la primera la frente, la segunda una mejilla, la tercera su pecho.
—Ya puedes dejarme —dijo, sintiéndose inmensamente ridículo
—Estáis muy débil, majestad —gruñó Lisamon.
—No tan débil, creo. Déjame.
Con cuidado, como si Valentine tuviera novecientos años, Lisamon le dejó en el suelo. De inmediato, enormes oleadas de mareo le hicieron estremecerse y Valentine extendió una mano para apoyarse en la giganta, que continuaba cerca de él con aire protector. Los dientes le rechinaban. Su pesada vestimenta se aferraba a su piel, húmeda y fría, igual que una mortaja. Temió que, si cerraba los ojos aunque sólo fuera un instante, aquella charca de oscuridad volvería a surgir y le engulliría. Pero hizo un esfuerzo para encontrar estabilidad, por más que fuera simple fingimiento. Sus viejas normas se impusieron: no podía tolerar que le vieran confundido y débil, fuera cuales fuesen los terrores irracionales que bramaban en su cabeza.