Adriana Trigiani
Valentine, Valentine
A la memoria de mi abuelo, Cario Bonicelli, zapatero
1 El Leonard's de Great Neck
No soy la hermana guapa. Tampoco soy la hermana lista, soy la graciosa. Me han apodado así durante mucho tiempo, tantos años que siempre pensé, de hecho, que era una sola palabra: lagraciosa.
Si fuera a morir, y creedme que no quiero, y tuviera que elegir un lugar, me gustaría morir aquí mismo, en los lavabos de mujeres del Leonard's, en Great Neck. Son sus espejos. Me veo delgadísima, incluso en 3-D. No soy científica, pero hay algo en la inclinación del espejo de cuerpo entero, en el brillo de las encimeras de mármol azul y en la luz dorada de las arañas de cristal pavé que crea una ilusión óptica capaz de transformar mi reflejo en un largo agitador de cóctel, delgado y rosado.
Esta es mi octava recepción (la tercera como parte activa) en el salón La Dolce Vita de Leonard's, el nombre solemne del salón de bodas preferido por nuestra familia, ubicado en Long Island. Todas las personas que conozco, o por lo menos aquellas con las que estoy emparentada, se han casado aquí.
Mis hermanas y yo hicimos nuestro debut en 1984, como damas de honor de nuestra prima Mary Theresa, que tenía más personas del séquito en el estrado que invitados en las mesas. Quizá la boda de nuestra prima fue un sagrado intercambio de votos entre un hombre y una mujer, pero también fue un show, con disfraces, coreografía e iluminación especial, que hacían de la novia la estrella y del novio, su bolso de viaje.
Mary T. se considera a sí misma parte de la nobleza italoamericana, así que los Caballeros de Colón formaron en dos filas para nuestra entrada al salón veneciano Luz Estelar.
Los Caballeros lucían fastuosos con sus esmóquines, los fajines rojos, las capas negras y los tricornios con plumas de marabú. Ocupé mi sitio detrás de las otras chicas en la procesión mientras la orquesta tocaba Nobody Does It Better, pero di media vuelta con el propósito de huir cuando los caballeros alzaron sus espadas y formaron un arco. La tía Feen me agarró y me dio un empujón. Cerré los ojos, sujeté con fuerza mi ramillete, y eché a correr bajo las espadas como si mi vida estuviera en peligro.
A pesar de mi miedo a los objetos puntiagudos y tintineantes, ese día me enamoré del Leonard's. Fue mi primer evento italiano oficial. No podía esperar a crecer y emular a mi madre y sus amigas, que bebían cócteles Harvey Wallbanger en vasos de cristal tallado, vestidas con lentejuelas plateadas de la cabeza a los pies. Cuando tenía nueve años pensaba que el Leonard's tenía clase. No importa que desde el carril de adelantamiento del Northern Boulevard parezca un casino de estuco blanco de la Riviera francesa en la ruta hacia Long Island. Para mí, el Leonard's era una casa encantada.
La experiencia de La Dolce Vita comienza cuando te encaminas hacia la entrada. El amplio sendero de acceso, en forma de rotonda, es idéntico al Pemberley de Jane Austen y también se asemeja a la zona de aparcamiento de la tienda Neiman Marcus, en el exterior del centro comercial de Short Hills. De eso va Leonard's: dondequiera que mires recuerdas lugares elegantes en los que has estado. Los ventanales de dos plantas evocan al Metropolitan Opera House, mientras que la fuente escalonada es exactamente la de Trevi. Casi te sientes en el corazón de Roma, hasta que caes en la cuenta de que su cascada está en realidad acallando el tránsito de la I-495.
Sus jardines son una maravilla de los arreglos botánicos, hay bojes tallados en largos rectángulos, bajos lindes de tejo, setos recortados en forma de óvalos y arrayanes esculpidos en espiral, como cucuruchos de helado. Los arbustos, muy cuidados, están colocados en lustrosos lechos de piedras de río, apropiados elementos decorativos que anuncian las esculturas de hielo que se alzan por encima de la rústica barra del interior.
Las luces exteriores recuerdan el Strip de Las Vegas, pero con mucho mejor gusto; como las bombillas están empotradas, generan un brillo tenue y titilante. Setos ornamentales con forma de media luna flanquean las puertas de entrada. Debajo de ellos, arbustos bajos semejantes a albóndigas sirven de base a unas flores, aves del paraíso, que brotan de los setos como sombrillas de cóctel.
La orquesta toca Burning Down the House cuando me doy un minuto para recuperar el aliento en el lavabo de mujeres. Estoy sola por primera vez el día de la boda de mi hermana Jaclyn y me gusta, pues ha sido larga. Soporto la tensión de toda la familia en las vértebras del cuello. Cuando me case, me fugaré al ayuntamiento, porque mis huesos no podrían aguantar la presión de otra espectacular boda Roncalli. Me he perdido las gambas rebozadas de cerveza y los canapés de paté, pero sobreviviré. Los meses de preparación de esta boda casi me han causado una úlcera y la ceremonia en sí ha provocado en mi ojo derecho un tic pulsante que sólo he podido calmar con un chupete helado que le arrebaté al bebé de mi prima Kitty Calzetti después de la misa nupcial. A pesar de la acidez gástrica, el día está resultando maravilloso. Me alegro por mi hermana menor, a la que recuerdo en mis brazos el día que nació, como una rosa Capodimonte.
Levanto mi bolso con forma de copa de martini cubierto de lentejuelas (el regalo de la novia para la fiesta) hacia el espejo y digo: «Quiero dar las gracias a Kleinfeld de Brooklyn, que imitó a la perfección el vestido sin tirantes de Vera Wang, y también a Spanx, el genio del corsé, que transformó mi cuerpo en forma de pera en una tabla de surf». Me acerco más al espejo y reviso mis dientes. No hay boda italiana sin almejas estilo casino espolvoreadas con hojuelas de perejil, y ya sabéis dónde terminan.
Mi maquillaje profesional, elaborado (a mitad de precio) por Nancy DeNoia, la cuñada de la mejor amiga de la novia, está soportando la presión. Me maquilló hacia las ocho de la mañana, y en este momento, a la hora de cenar, aún parece recién hecho. «Es el polvo. Banane, de LeClerc», dijo Tess, mi hermana mayor. Y ella debe de saberlo: conservó la piel mate durante dos partos. Tenemos fotografías que lo prueban.
Esta mañana, mis hermanas, nuestra madre y yo nos sentamos en sillas plegables frente al espejo «edad de oro de Hollywood» de mamá, en el dormitorio estilo Tudor de su casa de Forest Hills, y parecíamos unas hermosas señoritas (o casi) dispuestas en fila.
– Mirad -dijo mi madre, irguiéndose como una tortuga-, parecemos hermanas.
– Somos hermanas -le recordé mientras observaba a mis hermanas en el espejo. Mi madre pareció herida-. Y tú… tú eres nuestra madre adolescente.
– No vayamos tan lejos.
Con sesenta años de edad, mi madre, llamada Michelina por su padre Michael (todos la conocen como Mike), mostraba cierto aire de satisfacción ante el espejo, con su rostro en forma de corazón, los grandes ojos castaños y los carnosos labios barnizados del color de un tiesto de terracota. Mi madre es la única mujer que conozco que llega completamente maquillada al maquillador.
Las hermanas Roncalli -no cuento a nuestro único hermano, Alfred (alias La Píldora), mayor que nosotras, ni a papá (apodado Dutch)- formamos un club abierto toda la noche, sólo para mujeres. Somos nuestras mejores amigas y lo compartimos todo, con dos excepciones: nunca discutimos sobre nuestra vida sexual ni sobre nuestras cuentas bancadas. Estamos unidas por la tradición, los secretos y la plancha de vapor de nuestra madre.
El vínculo se estrechó cuando éramos pequeñas. Mamá creó las excursiones «sólo para chicas»; nos arrastró a la retrospectiva de Nettie Rosenstein en el Instituto de Moda y Tecnología de Nueva York y a nuestro primer espectáculo de Broadway, "
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