Lois McMaster Bujold
En caída libre
Para papá.
El autor querría agradecer a tres caballeros por la ayuda que le brindaron para mejorar la relación entre ciencia y ficción en esta historia. Uno de ellos es el doctor Henry Bielstein, por la información sobre fisiología y medicina espacial. Otro es el señor James A. McMaster, ingeniero de soldadura. Y finalmente, Wallace A. Voreck, asesor en tecnología de explosivos. Gran parte de lo que es técnicamente correcto se lo debo a ellos. Todos los errores corren por mi cuenta.
No existen bastantes palabras para expresar mi deuda hacia el difunto doctor Robert C. McMaster, físico, ingeniero, profesor e inventor, por su ayuda más allá de lo técnico, más allá de cualquier medida. Los errores siguen siendo los míos, pero estoy trabajando para corregirlos.
LOIS MCMASTER BUJOLD
Mayo 1987
El borde resplandeciente del planeta Rodeo giró vertiginosamente frente al puesto de observación de la estación de transferencia orbital. Una mujer, a quien Leo Graf reconoció como una de las pasajeras que desembarcaron de la nave de Salto junto con él, miró hacia afuera con ansiedad durante unos minutos, pestañeó y tragó, y finalmente se dejó caer en uno de los sillones mullidos, cerrando los ojos. Cuando los volvió a abrir se encontró con la mirada de Leo y se encogió de hombros. Estaba realmente incómoda. Leo sonrió en forma comprensiva. Inmune ya a las náuseas provocadas por el viaje espacial, se acomodó en el puesto de observación de cristal.
Una delgada capa de nubes giraba en la atmósfera allá abajo y apenas cubría lo que aparentemente eran extensiones inmensas de arenas desérticas coloradas. Rodeo era un mundo marginal, donde se encontraban únicamente las instalaciones destinadas a operaciones de minería y perforación de Galac-Tech. Pero, ¿qué es lo que estaba haciendo allí? Una vez más, Leo desconocía la respuesta. No era precisamente un experto en operaciones subterráneas.
El planeta se perdió de vista, debido al movimiento rotatorio de la estación. Leo se trasladó para seguir observando desde otro punto más cerca del eje de la rueda de la estación. Allí percibió los puntos de tensión y se preguntó cuándo habrían tomado las últimas placas de rayos X para advertir algún desperfecto oculto. Las fuerzas centrífugas de gravedad en el lugar donde se encontraba el sector de pasajeros parecían tener un valor equivalente a aproximadamente la mitad del estándar en Tierra, tal vez un poco menos. ¿Habrían reducido la tensión deliberadamente, anticipándose a cualquier problema en la estructura?
Pero él estaba aquí para instruir, al menos eso era lo que le habían dicho en las oficinas centrales de Galac-Tech en la Tierra, para enseñar los procedimientos de control de calidad propios de la soldadura y la construcción en caída libre. ¿A quién? ¿Por qué aquí, en los confines del mundo? El «Proyecto Cay» era un nombre que no decía nada en particular sobre esa misión.
—¿Leo Graf?
Él se dio la vuelta.
—¿Sí?
La persona que lo había llamado era un hombre alto, de cabello oscuro, de unos treinta o cuarenta años. Llevaba ropas de calle de corte clásico a la moda, pero una credencial en la solapa lo identificaba como un hombre de la compañía. Del tipo ejecutivo sedentario, pensó Leo. La mano que estrechó tenía un bronceado uniforme, pero no era firme.
—Bruce van Atta.
La mano gruesa de Leo era pálida, con lunares marrones. Leo rondaba los cuarenta, era rubio y corpulento. Estaba acostumbrado a llevar el uniforme rojo de la compañía, en parte porque así se confundía entre los obreros que supervisaba, pero principalmente porque así no tenía que perder mucho tiempo pensando qué ponerse todas las mañanas. La credencial que tenía sobre el bolsillo superior izquierdo decía «Graf». Eso eliminaba todo misterio.
—Bienvenido a Rodeo, la axila del universo —dijo Van Atta con una sonrisa.
—Gracias —respondió él de forma automática.
—Soy el director del Proyecto Cay. Seré su superior —explicó Van Atta—. Le requerí a usted personalmente. Me va a ser de gran ayuda para hacer que esta división entre finalmente en funcionamiento. Usted es como yo. No tiene paciencia con los perezosos. Les costó mucho trabajo convencerme de que viniera aquí, para intentar que esta división fuera rentable. Pero si tengo éxito, seré el Chico de Oro.
—¿Solicitó que fuera yo? —Le hacía gracia pensar que su reputación lo antecediera, pero ¿por qué nunca lo llamaban de un jardín? Bueno—. En las oficinas centrales me dijeron que me enviaban aquí para ofrecer una versión ampliada de mi curso sobre ensayos no destructivos.
—¿Es todo lo que le dijeron? —preguntó Van Atta con sorpresa. Ante la afirmación de Leo, echó la cabeza atrás y comenzó a reír—. Seguridad, supongo — añadió una vez que dejó de reírse entre dientes—. Se encontrará con una verdadera sorpresa. Bueno, bueno. No la echaré a perder. —La sonrisa socarrona de Van Atta era tan irritante y familiar como un golpe en las costillas.
Demasiado familiar. Diablos, pensó Leo, este tipo me conoce de alguna parte. Y piensa que yo lo conozco a él… Leo intentó sofocar un ligero pánico detrás de una sonrisa. En los dieciocho años de carrera en Galac-Tech había conocido miles de personas. Tal vez Van Atta pronto le dijera algo que le ayudaría a recordar.
—En mis instrucciones figuraba un tal Doctor Cay como director del Proyecto Cay —inquirió Leo—. ¿Voy a conocerle?
—Datos anticuados —dijo Van Atta—. El doctor Cay falleció el año pasado, varios años después de la fecha en que debía haberse retirado obligatoriamente, en mi opinión. Pero era vicepresidente y uno de los principales accionistas. Además, estaba sólidamente arraigado. Pero eso ya es historia pasada. Yo lo reemplacé. — Van Atta meneó la cabeza—. Me intriga saber cuál será su expresión cuando vea de qué se trata. Venga. Tengo una lanzadera privada que nos está aguardando.
La lanzadera, con capacidad para seis personas, estaba a disposición de ellos dos y del piloto. El asiento se amoldó al cuerpo de Leo durante los breves períodos de aceleración, verdaderamente cortos. Era obvio que no estaban desacelerando para hacer una reentrada planetaria. Rodeo giraba debajo de ellos y se alejaba.
—¿A dónde vamos? —preguntó a Van Atta, sentado junto a él.
—Ah —respondió éste—. ¿Ve ese punto a unos treinta grados en el horizonte? Fíjese. Es la base del Proyecto Cay.
El punto en el horizonte creció rápidamente y se convirtió en una estructura caótica, con muchos ángulos y proyecciones, llena de luces de colores que iluminaban sus contornos oscuros. El ojo experimentado de Leo descubrió las claves de su función, los tanques, las puertas, los filtros que centelleaban a la luz del sol, el tamaño de los paneles solares frente al volumen estimado de la estructura.
—¿Un Hábitat orbital?
—Así es —dijo Van Atta.
—Es grande.
—Y tanto. ¿Qué cantidad de personal usted cree que puede albergar?
—Bueno… unas mil quinientas personas.
Van Atta levantó las cejas, desilusionado, tal vez, por no poder corregir demasiado la cifra.
—Casi exacto. Cuatrocientas noventa y cuatro personas de Galac-Tech que tienen turnos rotativos y mil habitantes permanentes.
Los labios de Leo repitieron la palabra permanentes…
—Hablando de rotación, ¿cómo se maneja el problema de desacondicionamiento de su gente? No veo… —Sus ojos examinaron la enorme estructura—. Ni siquiera veo una rueda de ejercicios.
—Hay un gimnasio sin gravedad. El personal rotativo pasa treinta días abajo después de cada turno de tres meses.
—Costoso, ¿no?
—Pero colocamos el Hábitat donde está por menos de un cuarto del coste de la misma cantidad de piezas en otro sitio con gravedad.
—Pero seguramente con el tiempo perderán lo que ahorraron en los costos de construcción en el transporte del personal y en los gastos médicos —argumentó Leo—. Los viajes adicionales, los largos permisos. Todo el que se rompa una pierna o un brazo exigirá que Galac-Tech le pague los gastos hasta el día que se muera, además de la angustia mental, si es que no tiene una desmineralización importante.