EDITADO: PETER NICHOLLS
REDACCIÓN: DAVID LANGFORD
Y
BRIAN STABLEFORD
LA CIENCIA EN LA CIENCIA FICCIÓN-II
Ediciones Orbis, S.A.
Título original: The Science in Science Fiction
Traducción: Domingo Santos
Asesor científico de La colección: Pedro Puig Doménech
Director editorial: Virgilio Ortega
Nota del editor:
El libro La ciencia en la ciencia ficción será publicado en esta colección en dos volúmenes, que tendrán los números 95 y 98.
© 1982 by Roxby Science Fiction Ltd. publicado por Michael Joseph Ltd. © por la presente edición: Ediciones Orbis, S.A. Barcelona, 1987
ISBN (obra completa): 84-7634-915-7
ISBN (libro 98): 84-7634-917-3
Depósito legal: NA-99-1987 (II)
Impreso y encuadernado por: Gráficas Estella, S.A. Estella (Navarra), 1987
Printed in Spain
Capítulo 6
Holocausto y catástrofe
Hay algo en la mayoría de nosotros que ama el pensamiento de la destrucción en masa, la grandeza de los desastres y de la guerra. Sólo a través de la ciencia ficción podemos llevar esos peligrosos sueños a sus últimas consecuencias sin destruir realmente el mundo.
Los escritores de ciencia ficción consideran difícil superar los horrores de las guerras del siglo xx. Las armas del juicio final capaces de aniquilar todo un planeta parecen un poco pálidas y no convincentes desde el desarrollo de las armas nucleares en la vida real. La guerra sigue siendo un tema popular, sin embargo, y las batallas de la ciencia ficción se han desarrollado en tres direcciones principales. Las luchas pueden extenderse inmensamente en el espacio; pueden ocupar enormes lapsos de tiempo; y pueden hacer uso de armas fantásticas.
El filme La guerra de las galaxias (1977) ha bebido para su imaginería de incontables fuentes de la ciencia ficción, y trata de una guerra que se extiende por toda una galaxia. Las distancias más enormes son cubiertas sin el menor esfuerzo; gigantescos cruceros espaciales como La Estrella de la Muerte, del tamaño de un planeta, poseen una potencia de fuego capaz de destruir mundos enteros. Por supuesto, no se nos pide que aceptemos todo eso como si fuera el Evangelio, pero vale la pena considerar por qué las enormes batallas de La guerra de las galaxias (y de libros como la serie «Los hombres lente» de E. E. Smith) no son convincentes para el científico.
El problema de las batallas que se extienden a lo largo de años luz empieza con las dificultades del viaje de las naves estelares (véase capítulo 1). Cualquier nave estelar «rápida» posible en un futuro cercano será una cosa frágil, con todo su exceso de masa reducido para incrementar la eficiencia de la aceleración.
El armamento supertecnológico dominó la ilustración de las portadas de las revistas pulp de los años treinta. Las dos de la izquierda son de Frank R. Paul y la de la derecha es de H. W. Wesso: dos famosos artistas de la ciencia ficción de la época. La sierra circular volante es una extrañamente miope extrapolación, pero el rayo de la muerte de las otras dos imágenes anticipa los láseres de hoy.
Esto no se parece demasiado a los gigantescos acorazados de La guerra de las galaxias; y una nave de ese tipo se vería limitada a (casi) la velocidad de la luz, con lo que emplearía 10.000 años en cruzar nuestra galaxia. El villano de La guerra de las galaxias, Darth Vader, sería ya un tanto viejo cuando consiguiéramos echarle mano.
En La guerra interminable, sin embargo, Joe Haldeman describe una situación así. Sus soldados van de un lado para otro por el espacio entre batalla y batalla, y cada uno de sus viajes emplea varios años, pero (gracias a los efectos de la relatividad; véanse páginas 147-155) parecen muy cortos para los viajeros, que luchan en una guerra que se extiende indefinidamente en el tiempo. Este fenómeno exige una improbable persistencia por parte del cuartel general, donde los siglos pasan rápidamente.
Entonces, ¿las batallas de índole galáctica son una tontería? No necesariamente: pero para librarlas se necesita una gran cantidad de nueva tecnología. El viaje a mayor velocidad que la de la luz a través del hiperespacio -o algo similar- sería solamente el principio. Se trataría también de hallar un oponente, puesto que el espacio es tan enorme que cualquiera que decidiese no luchar hallaría siempre algún lugar donde esconderse. También serían necesarias nuevas fuentes de energía si deseáramos dedicamos a destruir planetas, algo que en la actualidad parece un loco derroche, porque para convertir la Tierra en pedruscos se necesitaría una energía equivalente a lanzar 10 billones de bombas de hidrógeno de un megatón, cada una de las cuales libera la energía explosiva de un millón de toneladas de TNT. Sería más plausible, y millones de veces más económico, arrasar y esterilizar toda la superficie de la Tierra con armas nucleares, como en la novela de Poul Anderson After Doomsday. Sería agradable pensar que, cuando tuviéramos tal poder a nuestra disposición, tuviéramos también la madurez suficiente para desechar la guerra y dedicar nuestro tiempo a convertir planetas desiertos en aptos para la vida.
Pero la ciencia ficción proporciona también nuevos enemigos contra los que luchar. Tropas del espacio, de Robert Heinlein, que sugiere que la guerra es buena porque le convierte a uno en un hombre, contiene alienígenas típicamente repugnantes, llamados Chinches. Los Chinches son terriblemente malvados, y pueden ser masacrados sin problemas de conciencia. Más anónimas y malvadas son aún las máquinas de matar, como los «Berserker» de la serie de Fred Saberhagen del mismo nombre: robots espaciales programados para destruir todo tipo de vida. Una raza alienígena, ¿crearía ese tipo de máquinas, o lucharía por sí misma? Algunos científicos han argumentado que cualquier raza guerrera se destruiría a sí misma antes de desarrollar la capacidad de abandonar su planeta natal, lo cual no es una perspectiva demasiado alentadora para la humanidad. Otros, incluidos muchos escritores de ciencia ficción, han imaginado terribles guerras causadas no por mala voluntad, sino por la incapacidad de comunicación con mentes alienígenas.
Algunos escenarios bélicos interesantes se refieren a los primeros días de la futura colonización espacial. Si se sitúan en órbita enormes colectores de energía solar para que irradien energía a la Tierra (véanse páginas 87-91), y si se construyen colonias espaciales completas en los puntos de Lagrange L y L5 (véanse páginas 36-39), y si se coloniza la Luna y se explotan sus minerales, entonces hay interminables posibilidades de presiones, chantajes y guerras. Esos haces de energía en microondas de los colectores de energía solar pueden ser enfocados y apuntados hacia ciudades en vez de hacia sus receptores. La novela de Robert Heinlein La Luna es una cruel amante se ocupa de la guerra de independencia de la Luna, y presenta una tecnología que incluye un cañón electromagnético para lanzar materias primas desde la Luna al espacio y en órbita hacia la Tierra. Este dispositivo (hoy llamado «impulsor de masas»; véanse páginas 42-49) ha sido diseñado ya para la construcción de colonias espaciales, puesto que es mucho menos costoso para lanzar materias desde la Luna que desde la mayor gravedad de la Tierra. Un «cangilón» de carga es acelerado por medio de una serie de anillos electromagnéticos y lanzado al espacio a gran velocidad. Los revolucionarios de Heinlein lanzan rocas de esta forma, calculando sus trayectorias para que caigan sobre blancos terrestres. La velocidad final de impacto es de unos 400.000 kilómetros por hora, alcanzados durante la larga caída en el pozo de gravedad terrestre; la energía liberada cuando una tonelada de roca golpea sería el equivalente a la explosión de unas 15 toneladas de TNT.