Lo mejor de la ciencia ficción rusa
Recopilado por Jacques BergierEdición en lengua original: Giangiacomo Feltrinelli, editore — 1965
Traducción: Carlos Robles — 1968
Editorial Bruguera, S. A.
Barcelona — 1972
Trabajo digital: artulópezchih, julio, 2003
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Esta selección de cuentos ha nacido en la mente del editor, ante todo, como un antídoto contra la banalidad. En efecto, se ha convertido en tema normal de conversación, ampliamente aprovechado por periodistas y conferenciantes, hablar del «gran florecimiento», de la «extraordinaria importancia», de la ciencia-ficción en la Unión Soviética. Cualquier persona, dotada de un mínimo de facilidad de palabra, es capaz de improvisar, al menos durante tres cuartos de hora, sobre el tema de la relación entre la fantasía de ciencia-ficción y la mentalidad de la nueva clase de tecnócratas que está tomando las riendas del poder en la Unión Soviética. También los parangones entre la ciencia-ficción soviética y la americana está al alcance de cualquier mentalidad. Según el punto de vista del conferenciante, es posible escuchar que la ciencia-ficción soviética es inferior a la americana por un exceso de preocupaciones ideológico-políticas, o que es superior por su mayor limpieza moral y por un mayor y serio empeño humano.
Pero en cuanto se intenta pedir a estos locuaces conferenciantes que den algún nombre, que citen algún ejemplo concreto, entonces un velo de niebla empieza a caer sobre todo y a confundir peligrosamente los contornos. Pueden estar satisfechos si oyen citar al clásico Nosotros, de Zamjatin, o la Aelita, de Tolstoj, textos que pertenecen, queriendo ser benévolos, a la prehistoria de la ciencia-ficción. Por lo demás, la contestación que se les da más frecuentemente es que una búsqueda en este campo es muy complicada y que haría falta, un día u otro, afrontar el problema seriamente.
Ahora, el editor, persuadido de que la Unión Soviética no es la Luna, sino un país cercano y contemporáneo nuestro, tal como lo son Francia, Estados Unidos, Alemania o el Congo, ha hecho lo más sencillo que quedaba por hacer, aunque hasta ahora nadie lo hubiese pensado: enfrentarse con el problema. Se ha dirigido, para ello, a uno de los mayores expertos europeos en ciencia-ficción, el francés Jacques Bergier, autor de un ejemplar artículo sobre «Ciencia-ficción», en la Enciclopedia de la Pléyade, de Queneau, y habitual lector de la literatura soviética de anticipación. Pero no han faltado ayudas de la misma Unión Soviética. En primer lugar, tenemos el deber de agradecer a los hermanos Strugackij sus amplias sugerencias e informaciones y que hayan puesto a nuestra disposición material preciosísimo y difícilmente recuperable.
Una frase de una carta de los hermanos Strugackij podría citarse aquí como blasón para nuestro trabajo: «Los cuentos que os hemos indicado, escribían los Strugackij, os los hemos propuesto, simplemente, porque, entre la producción de los últimos años, son los que más nos gustan a nosotros y a nuestros amigos apasionados por la ciencia-ficción». Por lo tanto, la finalidad de esta antología no es el hacer la historia de la ciencia-ficción en la URSS, sino de proporcionar una verdadera radiografía del estado de la ciencia-ficción en la Unión Soviética, en estos años pletóricos de sputniks, de luniks y de proyectos interplanetarios; de ofrecer al lector occidental una idea, lo más exacta posible, de la mentalidad particular, del tipo de imaginación fantástica, de la carga sentimental del ciudadano soviético que esté destinado, posiblemente, a ser en el breve plazo de unos meses el primer hombre en el espacio. Dudincev y Efremov, Dneprov y los Strugackij, dan del «homo sovieticus» una representación muy diferente a la que nos han acostumbrado los habituales conferenciantes.
Es, por esta razón, que un editor, bien decidido a no rendirse a las exigencias de la banalidad, se siente hoy orgulloso de ofrecer a sus lectores esta modesta pero concreta antología.
Dos rasgos fundamentales del carácter ruso, la preferencia por lo maravilloso y por la libertad, se manifiestan en la ciencia-ficción soviética. Sus raíces ahondan profundamente en la vida social y política de la Rusia anterior a 1917. Desde 1911, mucho antes de la aparición de revistas especializadas americanas, se publicaba mensualmente en Rusia una revista de ciencia-ficción, El mundo de las aventuras. Ricamente ilustrada, impresa en buen papel, la revista se nutría principalmente de traducciones. En ella fueron dados a conocer Julio Verne, Robida, Wells, Paul d'Ivoi y muchos otros autores alemanes, italianos y polacos.
El mundo de las aventuras publicaba también trabajos inéditos de autores rusos de ciencia-ficción, como Alasantrev y Pervuchin, En 1912 ofreció las primicias de un notabilísimo cuento de ciencia-ficción, escrito por uno de los principales autores rusos de la época, Alejandro Kuprin. Este relato, titulado El sol líquido, resulta, aun en nuestros días, de una modernidad extraordinaria. Está basado en la idea de licuefacción de la luz y la constitución de un líquido formado por fotones de energía, y no por moléculas de materia. Por otra parte, parece que un líquido de esta naturaleza existe, efectivamente, en algunas estrellas. Sin contar con que la conquista de la energía solar, como se la imaginaba Kuprin, está a punto de convertirse en realidad actualmente. Los más recientes satélites artificiales están alimentados con energía solar.
La revolución del 1917 dio vida en seguida a una abundante literatura de ciencia-ficción, de carácter extremadamente utópico. Pero su base era netamente soviética, porque el torrente de traducciones se había suspendido por la interrupción de las relaciones con Occidente. El mundo de las aventuras, sin embargo, continuó apareciendo, aunque en un papel menos elegante. Mientras tanto, otras revistas de ciencia- ficción, como El Buscador Universal, entraron en liza. Y se multiplicaban las novelas, publicadas, no sólo en la URSS, sino también en el extranjero. Ilja Eremburg, por ejemplo, el más célebre, quizá, de los escritores soviéticos del momento y que en aquella época residía en Berlín, dio a la imprenta, entre 1919 y 1924, más de una novela de ciencia-ficción, una de ellas por lo menos, excelente: El trust D. E. (D. E. son las iniciales de dos palabras rusas que quieren decir «abajo Europa».) Esta novela de anticipación describía la conquista de Europa por el capitalismo americano en términos singularmente proféticos. Ahora es absolutamente imposible encontrarla. Es de esperar que un editor tenga la sagacidad de editarla de nuevo.
En aquella época heroica de la ciencia-ficción soviética, las dos obras más célebres fueron las del gran Aleksej Tolstoj: Aelita, y La hipérbola del ingeniero Garin. La primera es un relato fantástico sobre un viaje a Marte a bordo de un cohete. La segunda cuenta la lucha que se desarrolla en torno a un invento, que recuerda mucho al «rayo de fuego» de Wells. Hace poco, un aparato semejante, destinado a cortar las planchas de blindaje, ha sido construido en una fábrica moscovita, y no hay que asombrarse de que haya sido presentado a la Prensa justamente con «la hipérbola del profesor Garin».
Entre los otros autores de la época heroica (1921–1925) de la ciencia-ficción rusa, hay que citar también a Valentín Kataev (que es el autor de Tiempo adelante, además de Los disipadores y de Blanquea una vela solitaria) y G. Bulgakov. Kataev se ha convertido de inmediato en uno de los más autorizados exponentes de la literatura soviética. La carrera de Bulgakov ha sido, sin embargo, menos afortunada. A pesar de ello, uno de sus relatos, al menos, Los huevos malditos, es verdaderamente notable. Durante un experimento científico, un zoólogo descubre casualmente unos huevos de reptiles prehistóricos. Los huevos son incubados y los reptiles que salen de las cáscaras se pasean por la tranquila campiña rusa, a pesar de las medidas draconianas tomadas por las autoridades.