El padre de Robert Fisk combatió en la Primera Guerra Mundial y fue condecorado con una medalla en la que se leía «La gran guerra por la civilización». Fisk creció escuchando las historias de su padre sobre esa guerra y ya de adulto se convirtió en testigo privilegiado de otra guerra, de tintes menos heroicos y con límites menos definidos, en la que también se lucha y se mata en nombre de la civilización.
Este libro colosal y sobrecogedor relata los sangrientos avatares de una zona en permanente conflicto durante décadas, es una crónica que recorre Iraq, Afganistán, Argelia, Irán, Israel, Palestina, los atentados del 11 de septiembre de 2001 y otros campos de batalla, y que tiene entre otros protagonistas a algunos de los hombres más poderosos y peligrosos de la región: el ayatolá Jomeini, Ariel Sharon, Sadam Husein u Osama bin Laden, al que Fisk ha entrevistado en tres ocasiones.
La gran guerra por la civilización es a la vez una narración periodística de primera mano, un relato histórico meticulosamente documentado, una emocionante memoria personal sobre los corresponsales de guerra que se enfrentan diariamente al horror y la muerte, y una certera reflexión que nos aporta las claves imprescindibles para entender un conflicto que ha marcado el siglo XX y todo apunta a que va a marcar el siglo XXI. Sin duda, el libro definitivo sobre Oriente Próximo.
Robert Fisk
La gran guerra por la civilización
La conquista de Oriente Próximo
ePub r1.0
JeSsE 31.03.15
Bin Laden en Afganistán, 1996. (Fotografía de Robert Fisk).
La policía arresta a dos jóvenes cerca de la ciudad de Blida en la época de la guerra sucia argelina. (Fotografía de Robert Fisk).
ROBERT FISK (Maidstone, Inglaterra, 1946) es un periodista y escritor inglés. Licenciado en Literatura Inglesa por la Universidad de Lancaster, se doctoró en Ciencias Políticas en el Trinity College de Dublín. Trabajó para el Sunday Express y posteriormente para The Times, del que fue corresponsal en Belfast, Portugal y Oriente Medio. Comenzó a trabajar para The Independent, fijando su residencia en Beirut en 1976, desde donde ha cubierto los principales conflictos bélicos de la zona y de Centro Europa. Ha recibido numerosos premios académicos y a su labor periodística, destacando el de Periodista Internacional del Año de Inglaterra en siete ocasiones y el de Amnistía Internacional.
Fisk ha defendido siempre la causa palestina y el diálogo entre los países de la zona, incluido el estado de Israel. Por ello, su trayectoria y sus artículos periodísticos han sido muy discutidos tanto por sus compañeros de la prensa como por parte de todos los gobiernos y políticos implicados.
Oriente Próximo.
PRÓLOGO
Cuando era pequeño, mi padre me llevaba todos los años a visitar los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, el conflicto que H. G. Wells llamó «la guerra para acabar con todas las guerras». Partíamos todos los veranos con nuestro Austin inglés y avanzábamos entre sacudidas por las carreteras llenas de baches del Somme, Ypres y Verdún. A los catorce años era capaz de recitar los nombres de todas las ofensivas: Bapaume, Hill 60, High Wood, Passchendaele… Había visto todos los cementerios, paseado por todas las trincheras abandonadas y tocado en deteriorados museos los oxidados cascos de los soldados británicos y los corroídos morteros alemanes. Mi padre fue un soldado de la Gran Guerra y luchó en las trincheras de Francia por culpa de un disparo realizado en una ciudad llamada Sarajevo, de la que nunca había oído hablar. Y cuando murió hace trece años, a la edad de noventa y tres años, heredé sus medallas de campaña. Una de ellas representa a una victoria aliada y en el reverso tiene grabadas las palabras: «La Gran Guerra por la Civilización».
Con gran inquietud por parte de mi padre y estoica aceptación por parte de mi madre, he pasado en guerras gran parte de mi vida. También ésas se libraron «por la civilización». En Afganistán, vi a los soviéticos luchar por su «deber internacionalista»; sus oponentes afganos luchaban, claro está, contra el «terror internacional» y por Alá. Informé desde el frente en el que los iraníes libraban lo que llamaron la Guerra Impuesta contra Sadam Husein, que denominó a la invasión de Irán de 1980 la Guerra Torbellino. He visto a los israelíes invadir dos veces el Líbano y luego invadir de nuevo la Cisjordania palestina con el fin, según afirmaron, de «purgar la tierra de terrorismo». Estaba presente cuando los militares argelinos declararon la guerra a los islamistas por la misma razón aparente, torturando y ejecutando prisioneros con igual desenfreno que sus enemigos. Luego en 1990 Sadam invadió Kuwait, y los estadounidenses enviaron a sus ejércitos al Golfo para liberar el emirato e imponer un «nuevo orden mundial». Desde que acabó la guerra de 1991, siempre escribí en mi cuaderno las palabras «nuevo orden mundial» seguidas de un signo de interrogación. En Bosnia, encontré a serbios que luchaban por lo que llamaban la «civilización serbia», mientras que sus enemigos musulmanes luchaban y morían por un sueño multicultural que se desvanecía y por salvar la vida.
En lo alto de una montaña en Afganistán, estuve sentado frente a Osama bin Laden en su tienda cuando pronunció la primera amenaza directa contra los Estados Unidos y hacía una pausa mientras yo garabateaba sus palabras en mi cuaderno a la luz de una lámpara de queroseno. Me habló entonces de «Dios» y el «mal». Me encontré volando sobre el Atlántico el 11 de septiembre del 2001 —mi avión volvió a Irlanda tras los atentados en los Estados Unidos— y menos de tres meses después estaba en Afganistán, huyendo con los talibanes por una carretera al oeste de Kandahar mientras los Estados Unidos bombardeaban las ruinas de un país ya destruido por la guerra. Estuve en la Asamblea General de las Naciones Unidas exactamente un año después de los ataques contra los Estados Unidos, cuando George Bush habló de las inexistentes armas de destrucción masiva de Sadam, y dijo que se preparaba para invadir Iraq. Los primeros misiles de esa invasión pasaron por encima de mi cabeza en Bagdad.
Los resultados físicos directos de todos esos conflictos permanecerán —y deberían permanecer— en mi recuerdo hasta el día de mi muerte. No necesito releer mi montaña de cuadernos de notas para recordar a los soldados iraníes de un tren militar al norte de Teherán, con toallas, tosiendo y echando el gas de Sadam en coágulos de sangre y mucosidad mientras leían el Corán. No necesito ninguno de mis recortes de prensa para recordar al padre que —tras un ataque con bombas de racimo en Iraq en el 2003— extendió hacia mí lo que parecía ser media hogaza de pan aplastada y resultó ser medio bebé aplastado. O la tumba colectiva en las afueras de Nasiriya en la que di con los restos de una pierna con un tubo de metal en su interior y una pulsera de identificación rodeando aún un tocón de hueso; los asesinos de Sadam se lo habían llevado directamente del hospital en donde le habían colocado una prótesis de cadera hasta el lugar de ejecución en el desierto.