Robert J. Sawyer
Recuerdos del futuro
Para Richard M. Gotlib
Richard y yo nos conocimos en el instituto, en 1975, y entonces imaginábamos un futuro distinto para nuestras vidas. Pero una cosa estaba totalmente clara: por muchos años que pasaran, siempre seríamos amigos. Ahora, un cuarto de siglo después, me encanta poder decir que al menos eso resultó exactamente como estaba planeado.
Sinceros agradecimientos para mi agente Ralph Vicinanza y su asociado, Christopher Lotts; para mi editor en Tor, David G. Hartwell, y su ayudante James Minz; Chris Dao y Linda Quinton, también de Tor; el editor de Tor Tom Doherty; Rob Howard, Suzanne Hallsworth, Heidi Winter y Harold y Sylvia Fenn, de mi distribuidora canadiense, H. B. Fenn Co., Ltd.; Neil Calder, jefe de prensa de la Organización Europea para la Física de Partículas (CERN); Dr. John Cramer, profesor de Física de la Universidad de Washington; Dr. Shaheen Hussain Azmi, Asbed Bedrossian, Ted Bleaney, Alan Bostick, Michael A. Burstein, Linda C. Carson, David Livingstone Clink, James Alan Gardner, Richard M. Gotlib, Terence M. Green, John-Allen Price, Dr. Ariel Reich, Alan B. Sawyer, Tim Slater, Masayuki Uchida y Edo van Belkom; mi padre, John A. Sawyer, por prestarme una y otra vez su casa de verano en la Bahía de Bristol, donde se escribió gran parte de esta novela; y especialmente a mi adorable esposa, Carolyn Clink.
El traductor quiere agradecer su ayuda y comentarios a Javier Vijande, del CERN.
Aquel que prevé calamidades las sufre dos veces.
—Beilby Porteus
PRIMER DÍA: MARTES 21 DE ABRIL DE 2009
Un corte en el espaciotiempo…
El edificio de control del gran colisionador de hadrones (o LHC, por sus siglas en inglés) del CERN era nuevo; su construcción había sido autorizada en 2004 y terminada dos años más tarde. La instalación encerraba un patio central, inevitablemente bautizado como “el núcleo”. Todas las oficinas tenían una ventana que daba o bien al núcleo o bien al resto del extenso campus del CERN. El cuadrángulo que rodeaba este corazón era de dos plantas, pero los ascensores principales disponían de cuatro paradas: las dos de los niveles sobre el suelo; la del sótano, que albergaba las calderas y los almacenes; y la del nivel menos cien metros, que comunicaba con la plataforma del monorraíl empleado para recorrer la circunferencia de veintisiete kilómetros del túnel del colisionador. El propio túnel discurría bajo los campos de labranza, la periferia del aeropuerto de Ginebra y las colinas del Macizo Jura.
El muro sur del pasillo principal del edificio de control estaba dividido en diecinueve largas secciones, cada una decorada con un mosaico obra de artistas de los países miembros del CERN. El de Grecia mostraba a Demócrito y el origen de la teoría atómica; en el de Alemania aparecía la vida de Einstein; el de Dinamarca hacía lo propio con Niels Bohr. Pero no todos los mosaicos representaban temas de Física. El francés mostraba el horizonte de París, y el italiano un viñedo con miles de amatistas pulimentadas, representando cada una de las uvas.
La propia sala de control del LHC era un cuadrado perfecto, con amplias puertas deslizantes situadas en el centro exacto de dos de sus lados. El cuarto tenía una altura de dos plantas y la mitad superior estaba cerrada con cristal, de modo que los grupos turísticos pudieran observar los trabajos; el CERN ofrecía visitas públicas de tres horas los lunes y sábados, a las nueve de la mañana y a las dos de la tarde. Colgaban de las paredes bajo estos ventanales las diecinueve banderas de los estados miembros, cinco por paramento; el vigésimo puesto lo ocupaba la enseña azul y oro de la Unión Europea.
La sala de control contenía decenas de consolas. Una estaba dedicada a operar los inyectores de partículas y controlaba el comienzo de los experimentos. Junto a ella había otra con un lado inclinado y diez monitores que escupían los resultados de los detectores ALICE y CMS, los enormes sistemas subterráneos que registraban y trataban de identificar las partículas producidas por los experimentos del LHC. Las pantallas de una tercera consola mostraban porciones del túnel subterráneo y su suave curvatura, con el perfil “I” del monorraíl colgando del techo.
Lloyd Simcoe, un investigador canadiense, estaba sentado en la consola del inyector. Tenía cuarenta y cinco años, era alto y estaba bien afeitado. Sus ojos eran azules, y el cabello castaño, de corte militar, parecía tan oscuro que casi podía considerarse moreno (salvo en las sienes, donde empezaba a encanecer).
Los físicos de partículas no eran conocidos por su esplendor en el vestir, y hasta hacía poco Lloyd no había sido una excepción. Pero, hacía algunos meses, había aceptado donar todo su guardarropa a la sucursal en Ginebra del Ejército de Salvación, dejando que su prometida le comprara ropa nueva. Para ser sinceros, el nuevo vestuario era un poco ostentoso para su gusto, pero tenía que admitir que nunca había tenido tan buen aspecto. Aquel día llevaba una camisa beige de vestir, una chaqueta perlada, pantalones marrones con bolsillos exteriores y, en un guiño a la moda tradicional, zapatos italianos de cuero negro. También había adoptado un par de símbolos universales de posición, que además añadían un toque de color local: una estilográfica Mont Blanc, que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta, y un reloj suizo analógico de oro.
Sentada a su derecha, en la consola de detectores, estaba el cerebro detrás de aquel cambio, su prometida, la ingeniera Michiko Komura. Tenía treinta y cinco, diez años menos que Lloyd, nariz respingona y un lustroso pelo negro cortado al estilo masculino, la moda del momento.
Tras ella se encontraba Theo Procopides, el compañero de investigación de Lloyd. Con veintisiete años, era dieciocho más joven que el canadiense. Más de un bromista había comparado al maduro y conservador Simcoe y a su exuberante colega griego con el equipo de Crick y Watson. Theo tenía el pelo oscuro, espeso y rizado, ojos grises y una mandíbula fuerte y prominente. Casi siempre vestía vaqueros rojos (a Lloyd no le gustaban, pero prácticamente nadie con menos de treinta años seguía usando vaqueros azules) y una de sus infinitas camisetas con personajes de dibujos animados de todo el mundo; hoy había elegido al venerable Piolín. Otra decena de científicos e ingenieros se situaba en las consolas restantes.
Ascendiendo por el cubo…
Salvo por el suave zumbido del aire acondicionado y de los ventiladores del equipo, la sala de control estaba en silencio absoluto. Todo el mundo estaba nervioso y tenso tras un largo día de preparativos para aquel experimento. Lloyd echó un vistazo al cuarto y lanzó un profundo suspiro. Su pulso estaba acelerado y sentía un hormigueo en el estómago.
El reloj de la pared era analógico; el de su consola, digital. Los dos se acercaban a toda prisa a las diecisiete horas (que para Lloyd, a pesar de llevar dos años en Europa, seguían siendo las 5:00 pm).
Era director del grupo de casi mil físicos que empleaba el detector ALICE (siglas en inglés de “Un experimento de colisión de iones pesados”). Theo y él habían pasado dos años diseñando aquella colisión de partículas en especial, dos años para realizar un trabajo que podría haber tomado dos vidas. Estaban intentando recrear niveles de energía que no habían existido desde el nanosegundo posterior al Big Bang, cuando la temperatura del universo había sido de 10.000.000.000.000.000 grados. En el proceso esperaban detectar el santo grial de la física de alta energía, el largamente buscado bosón de Higgs, la partícula cuya interacción dotaba de masa a las demás. Si el experimento funcionaba, el bosón, y el Nóbel que sin duda correspondería a sus descubridores, estarían en sus manos.