Robert J. Sawyer
El cálculo de Dios
El Real Museo de Ontario existe en realidad y, evidentemente, posee un director real, conservadores reales, guardias de seguridad reales, y demás. Sin embargo, todos los personajes de este libro son por completo producto de mi imaginación: ninguno de ellos se parece en nada a ninguna persona que en estos momentos ocupe, o haya ocupado, ningún puesto en el RMO o en cualquier otro museo.
Para Nicholas A. DiChario y Mary Stanton que al í estaban cuando más necesitábamos de los amigos
Agradecimientos sinceros a mi encantadora esposa, Carolyn Clink; mi editor, David G. Hartwell, y su asistente, James Minz; mi agente, Ralph Vicinanza, y sus asistentes, Christophe Lotts y Vince Gerardis; Stanley Schmidt, Ph.D., director de la revista Analog; Tom Doherty, Jynne Dil ing, y Linda Quinton de Tor Books; Harold y Sylvia Fenn, Robert Howard, Suzanne Hal sworth y Heidi Winter de H.B. Fenn and Company; Marshal L. McCall, Ph.D., Departamento de Física y Astronomía de la Universidad de York, Toronto; John-Allen Price; Jean-Louis Trudel; y Roberta van Belkom. Los beta-testers de esta novela fueron el reverendo Paul Fayter, historiador de la ciencia y teólogo, Universidad de York; Asbed G. Bedrossian; Ted Bleaney; Michael A. Burstein; David Livingstone Clink; James Alan Gardner; Richard M. Gotlib; Terence M. Green; Howard Miller, Ph.D.; Ariel Reich, Ph.D.; Alan B. Sawyer; Edo van Belkom; y Andrew Weiner. Agradecimientos especiales a esas sufridas personas que me dejan lanzarles ideas en la sección «Robert J. Sawyer» del foro de autores de ciencia ficción de CompuServe (al que se accede con el comando CompuServe «Go Sawyer»). Reconozco con agradecimiento el apoyo financiero de la Sección de Escritura y Edición del Canada Council for the Arts, que me asignó una beca de viaje para asistir a la Convención Mundial de Ciencia Ficción en Melbourne, Australia, mientras terminaba esta novela. Finalmente, gracias a mi padre, John A. Sawyer, por permitir que Carolyn y yo tomásemos prestada repetidas veces su casa de vacaciones en el lago Canandaigua, donde se escribió buena parte de este libro.
RARA VEZ SE ENCUENTRAN ESQUELETOS FÓSILES COMPLETOS. ES PERMISIBLE COMPLETAR LAS PIEZAS QUE FALTEN USANDO LAS MEJORES SUPOSICIONES DEL RESTAURADOR PERO, EXCEPTO PARA SU EXHIBICIÓN PÚBLICA, UNO DEBE DISTINGUIR CON CLARIDAD LAS PARTES QUE SON VERDADEROS RESTOS FOSILIZADOS DE LAS QUE NO SON MÁS QUE CONJETURAS. SÓLO LOS FÓSILES REALES SON UN VERDADERO TESTIMONIO EN PRIMERA PERSONA DEL PASADO," EN CONTRASTE, LAS APORTACIONES DEL RESTAURADOR SON SIMILARES A UNA NARRACIÓN EN TERCERA PERSONA.
Thomas D. Jericho, Ph.D., en su introducción para el
Manual de Restauración Paleontológica (Danilova y Tamasaki, editores)
Lo sé, lo sé; parecía una locura que los alienígenas hubiesen venido a Toronto. Vale, la ciudad es popular entre los turistas, pero uno pensaría que un ser de otro mundo iría directamente a las Naciones Unidas… o quizás a Washington. ¿En la película de Robert Wise Ultimátum a la Tierra no iba Klaatu directamente a Washington?
Aunque claro, uno pensaría que también es una locura que el mismo director que hizo West Side Story hubiese dirigido asimismo una buena película de ciencia ficción. En realidad, ahora que lo pienso, Wise dirigió tres películas de ciencia ficción, cada una más flemática que su predecesora.
Pero estoy divagando. Últimamente lo hago mucho; tendrán que perdonarme. Y no, no me estoy volviendo senil; por el amor de Dios, sólo tengo cincuenta y cuatro años. Pero el dolor en ocasiones me dificulta la concentración.
Hablaba sobre los alienígenas.
Y por qué vinieron a Toronto.
Sucedió así…
El transbordador alienígena aterrizó frente a lo que antes era el Planetario McLaughlin, que está justo al lado del Real Museo de Ontario, donde trabajo. Digo que antes era el planetario porque Mike Harris, el tacaño premier de Ontario, eliminó los fondos para el planetario. Se le ocurrió que los niños canadienses no tenían por qué saber nada sobre el espacio; gran visión de futuro, Harris. Después de que cerrase el planetario, alquilaron el edificio para una exposición comercial de Star Trek, con la reproducción del puente de mandos clásico en lo que solía ser el teatro estelar.
Por mucho que me guste Star Trek, no se me ocurre un comentario más triste sobre las prioridades educativas canadienses. Varias otras ocupaciones del sector privado habían alquilado posteriormente el edificio, pero en esos momentos estaba vacío.
En realidad, aunque quizá fuese razonable que un alienígena visitase un planetario, al final resultó que realmente querían ir al museo. Tampoco está mal: imagínense la vergüenza para Canadá si el primer contacto se realizase en nuestra tierra, el embajador extraterrestre llamase a la puerta y no contestase nadie. El planetario, con su bóveda blanca como un gigantesco iglú, está algo alejado de la calle, por lo que justo enfrente hay una gran zona de cemento —lugar aparentemente perfecto para aterrizar un pequeño transbordador.
Ahora bien, yo no presencié el aterrizaje, aunque estaba justo en el edificio de al lado. Pero cuatro personas —tres turistas y un nativo— lo registraron en vídeo, y durantes varios días podías verlo incesantemente en todas las televisiones del mundo. La nave era una cuña estrecha, como el trozo de pastel que se serviría alguien que finge llevar una dieta. Era de un negro profundo, no tenía salidas de humos visibles y había descendido en silencio desde el cielo.
Tenía como unos treinta pies de largo (sí, lo sé; Canadá es un país que usa el sistema métrico, pero nací en 1946. No creo que nadie de mi generación —incluso un científico como yo— se haya acostumbrado del todo al sistema métrico; pero intentaré mejorar). En lugar de estar cubierto de vómito robótico, como virtualmente está toda nave espacial en cualquier película posterior a La guerra de las galaxias, el casco de la nave espacial era completamente liso. No bien acababa de aterrizar cuando se abrió una puerta en un lateral. La abertura era rectangular, pero más ancha que alta. Y se abría deslizándose hacia arriba; indicación inmediata de que los ocupantes probablemente no eran humanos; los humanos raramente fabricamos puertas así debido a nuestras cabecitas vulnerables.
Segundos más tarde, salió el alienígena. Parecía una gigantesca araña de tonos marrones y dorados, con un cuerpo esférico del tamaño de una pelota de playa y patas extendidas en todas direcciones.
Un Ford Taurus azul le pegó un golpe por detrás a un Mercedes-Benz granate justo frente al planetario cuando sus conductores se quedaron mirando el espectáculo boquiabiertos. Había mucha gente caminando por la zona, pero todos parecían más pasmados que aterrorizados; aunque unos pocos corrieron hacia las escaleras de la estación del metro, que tiene dos salidas frente al planetario, frente al museo.
La araña gigante recorrió la corta distancia hasta el museo; el planetario había sido una división del RMO y los dos edificios estaban unidos por un pasaje elevado a la altura del segundo piso, pero a nivel de la cal e los separaba un callejón. El museo fue edificado en 1914, mucho antes de que cualquiera se preocupase por la accesibilidad. Había nueve anchos escalones que llevaban a las seis puertas de cristal principales; mucho más tarde se había añadido una rampa para sillas de ruedas. El alienígena se detuvo un momento, aparentemente intentando decidir qué método usar. Se decidió por las escaleras; las barandas de la rampa estaban un poco demasiado cerca, considerando la extensión de sus patas.
En lo alto de las escaleras, el alienígena volvió a quedar momentáneamente desconcertado. Probablemente vivía en un mundo típico de ciencia ficción, lleno de puertas que se apartaban automáticamente. Estaba encarado con la fila exterior de puertas de vidrio; se abrían usando tiradores tubulares, pero él no parecía comprender ese hecho. Segundos después de su llegada, salió un muchacho, sin saber al principio lo que sucedía, dejando escapar un grito de asombro al ver al extraterrestre. El alienígena tomó con calma la puerta abierta con uno de los miembros —empleaba seis para caminar, y dos adyacentes como brazos— y se las arregló para penetrar en el vestíbulo. A poca distancia tenía una segunda pared de puertas de vidrio; esa cámara de aire intermedia permitía que el museo controlase la temperatura interior. Como ya conocía el funcionamiento de las puertas terrestres, el alienígena abrió una de las puertas interiores y entró con un correteo en la Rotonda, el enorme vestíbulo octogonal del museo; era un símbolo tan característico del RMO que la revista trimestral para socios se llamaba