Robert J. Sawyer
Cambio de esquemas
Para Terence M. Green y Merle Casci
con agradecimiento y amistad
Quiero dar las gracias a mi agente, Ralph Vicinanza; mi editor en Tor Books, David G. Hartwell; Tad Dembinski, también de Tor; Jane Johnson de HarperCollins UK; la doctora Catherine Brown, especialista en obstetricia y ginecología; David E. Gilbert, de la División de Ciencias de la Vida del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley; el doctor David Gotlib, medico residente del Departamento de Psiquiatría del Hospital John Hopkins de Baltimore, Maryland; el doctor Robert A. Hegele, de la División de Endocrinología y Metabolismo, del Hospital St. Michael de la Universidad de Toronto; Isla Horvath, Director de Comunicaciones de la Sociedad Huntington de Canadá; el doctor Joe S. Mymryk, del Centro Regional del Cáncer de London, Ontario; el doctor Ariel Reích, que fue mi anfitrión durante mi visita a la Universidad de California, Berkeley, y que buscó información después de que me fuera; y el difunto premio Nobel doctor Luis W. Álvarez, que me recibió amablemente en el Laboratorio Lawrence Berkeley.
Muchas gracias también a: Kent Brewster; Michael y Nomi Burstein; Stephen P. Conners; Richard Curtis, Marina Frants; Peter Halasz; Howard Miller; Amy Victoria Meo, Lorraine Pooley y Jean-Louis Trudel.
Y, como siempre, estoy en deuda con mi grupo habitual de incisivos lectores de manuscritos: Asbed Bedrossian, Ted Bleaney, David Livingstone Clink, Richard M. Gotlib, Terence M. Green, Alan B. Sawyer, Edo van Belkom, Andrew Weiner, y, sobre todo, mi encantadora esposa Carolyn Clink.
Es mejor ser odiado por lo que eres que amado por lo que no eres.
—Andrè Gide, Premio Nobel de Literatura 1947
Berkeley, CaliforniaHoy
Parecía un lugar improbable para morir.
Durante el curso académico, veintitrés mil estudiantes a jornada completa recorrían los bien arbolados terrenos de la Universidad de California, Berkeley. Pero aquella fresca noche de junio el campus estaba casi vacío.
Pierre Tardivel alargó la mano para coger la de Molly. Era un hombre de treinta y tres años, esbelto, fibroso y bien parecido, con el pelo del mismo color chocolate que los ojos. Molly, que cumpliría los treinta y tres en un par de semanas, era hermosa… asombrosamente hermosa, aun sin maquillaje. Tenía unos pómulos altos, labios sensuales y ojos azul oscuro, y llevaba el pelo rubio natural con raya al medio, corto por delante pero cayéndole sobre los hombros por detrás. Apretó la mano de Pierre, y empezaron a caminar juntos.
Acababan de sonar las once de la noche en el Campanario. Molly había estado trabajando hasta tarde en el departamento de Psicología, donde era profesora adjunta. A Pierre no le gustaba que volviese a casa sola, así que se había quedado en el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley, situado en una colina que dominaba el campus, hasta que ella le telefoneó diciendo que estaba lista para salir. No suponía una molestia para él; al contrario, el problema habitual de Molly era conseguir que se tomase un respiro en su investigación.
Molly no tenía ninguna duda sobre los sentimientos de Pierre hacia ella; era una de las pocas ventajas de su don. A veces deseaba que le pasara el brazo alrededor mientras caminaba, pero a Pierre no le gustaba hacerlo. No era que no fuese afectuoso: era francocanadiense, después de todo, y tenía la naturaleza expansiva de la primera parte de esa dualidad, y el deseo de protegerse contra el frío de la segunda. Pero él decía que ya habría tiempo de que Molly le ayudase, cada uno con el brazo alrededor de la cintura del otro. Por el momento, y mientras todavía pudiera, prefería caminar libremente.
Mientras cruzaban el puente a la altura de la bifurcación norte de Strawberry Creek, Molly preguntó:
—¿Qué tal el trabajo?
—Burian Klimus se ha puesto muy pesado —dijo Pierre con su sonoro acento.
Molly rió con un sonido gutural. Cuando hablaba, su voz era aguda y femenina, pero su risa tenía un toque vulgar que según Pierre resultaba muy sexy.
—O sea, como siempre.
—Exacto —contestó Pierre—. Klimus quiere la perfección, y supongo que él puede exigirla. Pero el objetivo básico del Proyecto Genoma Humano es descubrir qué nos hace humanos, y a veces los humanos cometen errores —Molly estaba bastante acostumbrada al acento de Pierre, pero la repetición de “huma-nó” tres veces en una misma frase hizo aflorar una sonrisa en sus labios—. Ha estado a punto de arrancarle el pellejo a Shari esta tarde.
Molly asintió.
—Ayer oí a alguien haciendo una imitación de Klimus en el Club de la Facultad. —Se aclaró la garganta y fingió un acento alemán—. “No sólo soy miembro del Herr Club… también soy su canciller.”
Pierre soltó una carcajada.
Había un banco de hierro forjado un poco más adelante. Un hombre corpulento de algo menos de treinta años, vestido con unos vaqueros gastados y una cazadora de cuero desabrochada, estaba sentado en él. Tenía una barbilla como dos pequeños puños que brotasen de la parte inferior de su cara, y llevaba muy corto, más o menos un centímetro, el pelo color rubio sucio. Qué falta de respeto, pensó Molly, estás en el hogar del movimiento hippie de los 60, así que deberías dejarte crecer un poco el pelo.
Siguieron andando. Normalmente, se habrían apartado del banco, dejando al desconocido un generoso espacio libre: Molly procuraba evitar que los extraños entrasen en su zona. Pero un poste de luz y un arbusto limitaban el borde del camino, así que acabaron pasando a medio metro del hombre, Molly más cerca incluso que Pierre.
Ya era hora de que apareciese el puto franchute.
Molly apretó la mano, sus uñas cortas y sin pintar clavándose en el dorso de la de Pierre.
Mala suerte, no está solo… pero puede que Grozny lo prefiera así.
El tembloroso susurro de Molly fue tan bajo que estuvo a punto de perderse en la brisa.
—Vámonos de aquí —Pierre enarcó las cejas, pero aceleró su paso. Ella lanzó una mirada atrás—. Se ha levantado —dijo en voz baja—. Viene hacia nosotros.
Molly examinó el terreno. La puerta norte del campus estaba a unos treinta metros frente a ellos, y más allá los cafés desiertos de Euclid Avenue. A la izquierda había una valla que separaba la universidad de Hearst Avenue. A la derecha, más árboles y Haviland Hall, sede de la Escuela de Graduados Sociales. La mayor parte de sus ventanas estaban a oscuras. Oyeron el sonido de un autobús al otro lado de la verja… por la hora, sería el último en mucho tiempo. Pierre se mordió el labio. Las pisadas se acercaban suavemente. Metió la mano en el bolsillo, y Molly pudo oír el tintineo de las llaves cuando se las puso entre los dedos.
Ella abrió la cremallera de su bolso de cuero blanco y sacó su silbato antiviolación. Se arriesgó a mirar otra vez hacia atrás y… ¡Cristo, un cuchillo! “¡Corre!” gritó, girando a la derecha mientras se llevaba el silbato a los labios. El sonido rasgó la noche.
Pierre se lanzó hacia delante, directo a la puerta norte, pero miró por encima del hombro tras recorrer unos pocos metros. Perdido el elemento sorpresa, quizá el extraño se hubiese marchado, pero Pierre tenía que asegurarse de que no iba tras Molly…
…y fue un error. El hombre había perdido terreno (Pierre tenía las piernas más largas y había empezado a correr antes), pero aquello le dio la oportunidad de acercarse. A unos diez metros, Molly, que también había dejado de correr, gritó el nombre de Pierre.
El tipo llevaba un cuchillo de monte en la mano derecha. Era difícil distinguirlo en la oscuridad, salvo por el reflejo de la luz de las farolas en la hoja de treinta centímetros. Lo sujetaba con la punta hacia abajo, como si hubiese pensado clavárselo a Pierre en la espalda.