Vonda N. McIntyre
Serpiente del sueño
A mis padres
El chiquillo estaba asustado. Con suavidad, Serpiente le tocó la ardorosa frente. Tras ella, recelosos, temerosos de mostrar su preocupación con más algo que estrechas arrugas en torno a los ojos, observaban tres adultos. Temían tanto a Serpiente como a la muerte de su único hijo. En la oscuridad de la tienda, el extraño brillo azul de la lámpara no infundía ninguna seguridad.
El chiquillo miraba con ojos tan oscuros que las pupilas resultaban invisibles, tan apagados que la propia Serpiente temió por su vida. Le acarició el pelo. Era largo y muy claro, seco e irregular cerca del cuero cabelludo; un color sorprendente, ya que su piel era oscura. Si Serpiente hubiera estado con esta gente unos cuantos meses antes, habría sabido que el chiquillo estaba enfermando.
—Alcanzadme mi zurrón, por favor —dijo Serpiente.
Los padres del niño se sorprendieron por el tono bajo de su voz. Tal vez habían esperado el graznido de un cuervo, o el siseo de un brillante reptil. Esta era la primera vez que Serpiente hablaba en su presencia. Cuando los tres habían venido a mirarla desde la distancia y le hicieron preguntas en voz baja sobre su ocupación y su juventud, ella sólo había observado en silencio, había escuchado y, cuando por fin accedió a ayudarles, asintió. Tal vez habían pensado que era muda.
El hombre más joven, que tenía el pelo rubio, recogió la bolsa de cuero. La mantuvo apartada de su cuerpo y se la tendió mientras respiraba agitadamente, con la nariz encogida ante el tenue olor de almizcle que flotaba en el seco aire del desierto. Serpiente estaba casi acostumbrada a las muestras de intranquilidad, como las que se adivinaban en la actitud de esta gente; las había visto ya a menudo.
Cuando Serpiente extendió la mano, el joven dio un respingo y soltó el maletín. Serpiente se abalanzó y cuando lo hubo cogido, lo depositó con cuidado en el suelo alfombrado y le miró con reproche. Sus compañeros se adelantaron y le acariciaron para aliviar su temor.
—Lo mordieron una vez —dijo la mujer, morena y hermosa—. Casi murió.
Su tono no era de disculpa, sino de justificación.
—Lo siento —dijo el muchacho—. Es…
Hizo un gesto hacia ella. Estaba temblando, pero intentaba controlarse visiblemente. Serpiente miró su propio hombro, donde había advertido inconscientemente un tenue peso y en movimiento. Una serpiente diminuta, fina como el dedo de un bebé, se deslizaba por su cuello mostrando la estrecha cabeza bajo sus cortos rizos negros. Sondeó el aire con su lengua trífida, de modo placentero, para probar el sabor de los olores.
—Sólo es Silencio —dijo Serpiente—. No puede hacerte daño.
De tener mayor tamaño, el animal habría podido infundir temor: su color era verde pálido, pero las escamas alrededor de su boca eran rojas, como si acabara de comer como hace un mamífero, despedazando. De hecho, era mucho más limpia.
El chiquillo lloriqueó, pero se contuvo de inmediato; tal vez pensó que Serpiente se ofendería también si lloraba. Serpiente sólo sentía pena de que su familia se negara un medio tan sencillo de calmar el miedo. Dio la espalda a los tres adultos, lamentando el terror que sentían hacia ella, pero sin ganas de perder más tiempo tratando de convencerles para que confiaran en ella.
—No pasa nada —le dijo al pequeño—. Silencio es mansa, seca y blanda. Si la dejo de centinela ante tu cama, ni siquiera la muerte podría alcanzar tu lecho.
Silencio se arrastró por su mano estrecha y sucia, y Serpiente la extendió hacia el niño.
—Con cuidado.
El niño extendió la mano y tocó las suaves escamas con la yema de un dedo. Serpiente pudo sentir el esfuerzo que implicaba un movimiento tan simple, aunque el chiquillo casi sonreía.
—¿Cómo te llamas?
El niño miró rápidamente a sus padres, y por fin éstos asintieron.
—Stavin —susurró. No tenía fuerzas ni aliento para hablar.
—Yo soy Serpiente, Stavin. Dentro de poco, por la mañana, tendré que hacerte daño. Puede que sientas un dolor rápido, y el cuerpo te dolerá durante varios días, pero después te sentirás mejor.
El niño la miró solemnemente. Serpiente vio que, aunque comprendía y temía lo que podía hacerle, tenía menos miedo que si le hubiera mentido. El dolor tenía que haber aumentado a medida que su enfermedad se hacía más aparente, pero, al parecer, los otros sólo le habían consolado en espera de que la enfermedad desapareciera o le matara rápidamente.
Serpiente colocó a Silencio sobre la almohada del niño y acercó su zurrón. Los adultos podían seguir temiéndola; no tenían tiempo ni motivos para confiar en ella. La mujer de la unión era tan mayor que ya no podría tener otro hijo a menos que buscaran otra nueva compañera, y Serpiente notaba por sus ojos, por su ternura encubierta, por su preocupación, que los tres amaban mucho al niño. Debía ser así para llamar a Serpiente en esta región.
Susurro salió deslizándose perezosamente del zurrón; movió la lengua, oliendo, probando, detectando el calor de los cuerpos.
—¿Es ésa…?
La voz del compañero más viejo era baja y sabia, pero aterrada, y Susurro sintió su miedo. Se echó hacia atrás en posición de ataque e hizo sonar débilmente su cascabel. Serpiente golpeó el suelo con la mano para que las vibraciones distrajeran al ofidio, y luego acercó la mano y extendió el brazo. El crótalo se relajó y se enroscó en su muñeca hasta formar brazaletes negros y canela.
—No —dijo—. Vuestro hijo está demasiado débil para que Susurro pueda ayudarle. Sé que es difícil, pero, por favor, intentad guardar la calma. Es algo terrible para vosotros, pero es todo lo que puedo hacer.
Tuvo que azuzar a Sombra para hacerla salir. Golpeó la bolsa y finalmente la sacudió dos veces. Serpiente sintió la vibración de las escamas al deslizarse y, de repente, la cobra albina se arrastró sobre la tienda. Se movía rápidamente; sin embargo, parecía no tener fin. Se irguió y se echó hacia atrás. Emitió un siseo. Su cabeza se alzó más de un metro sobre el suelo y ensanchó las escamas de su cuello. Tras el animal, los adultos jadearon, como asaltados físicamente por la contemplación del espectacular dibujo color canela de la espalda de Sombra. Serpiente los ignoró y le habló a la gran cobra para centrar su atención mediante las palabras.
—Furiosa criatura, tiéndete. Es hora de que te ganes lacena. Habla a este niño y tócalo. Se llama Stavin.
Lentamente, Sombra relajó su erección y dejó que Serpiente la tocara. Serpiente la agarró con fuerza por detrás de la cabeza y la sostuvo para que mirara a Stavin. Los ojos plateados de la cobra reflejaron el tono azulino de la lámpara.
—Stavin —dijo Serpiente—, Sombra sólo va a conocerte. Te prometo que esta vez te tocará con suavidad.
Stavin se estremeció cuando Sombra le tocó el pecho. Serpiente no soltó la cabeza del reptil, pero dejó que su cuerpo se deslizara sobre el del niño. La longitud de la cobra era cuatro veces mayor que la altura del chiquillo. Se retorció en rígidas curvas blancas a lo largo de su hinchado abdomen y se estiró para acercar la cabeza hacia la cara del niño mientras se tensaba contra las manos de Serpiente. Sombra observó la asustada mirada de Stavin con sus ojos sin párpados. Serpiente la dejó acercarse un poco más.
De repente, Sombra sacó la lengua para probar al niño.
El hombre más joven emitió un débil sonido, entrecortado y asustado. Stavin dio un respingo, y Sombra se echó hacia atrás, abrió la boca y mostró los colmillos al mismo tiempo que lanzaba audiblemente su aliento a través de la garganta. Serpiente se sentó sobre sus talones y exhaló su propio aliento. A veces, en otros lugares, los parientes eran capaces de permanecer quietos mientras ella trabajaba.
—Tenéis que marcharos —dijo amablemente—. Es peligroso asustar a Sombra.