Era cerca de medianoche. El viento soplaba del río, Gimiendo bajo los puentes de hierro afiligranado, y las veletas en forma de gallo que había sobre los oscuros y viejos edificios tenían la cabeza apuntada hacia el Norte.
El sargento de la Policía Militar había alineado a sus hombres de la escuadra de recepción a ambos lados de la calle empedrada. Bloqueando la calle había una puerta con portillo de cemento y una barrera de madera a listas negras y blancas. Los faros de los super-jeeps de la PM y los del sedán del Gobierno de las Naciones Aliadas arrancaban destellos a los sólidos cascos contra motines de los hombres de la escuadra. Sobre sus cabezas había un cartel de luces fluorescentes:
ABANDONAN LA ZONA ALIADAENTRAN EN LA ZONA SOVIÉTICA
En el aparcado sedán, Shawn Rogers esperaba junto con un hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores del G.N.A. Rogers era jefe de seguridad de aquel sector del G.N.A. para administrar el distrito fronterizo de la Europa Central. Esperaba pacientemente, sus verdes ojos con expresión de melancolía en la oscuridad.
El representante del Ministerio de Asuntos Exteriores miró su reloj de pulsera de oro.
—Estarán aquí con él dentro de un minuto… — Con la punta de los dedos tamborileó sobre la cartera de negocios —. Si se ajustan a su plan.
—Vendrán puntualmente — repuso Rogers —. Así es como proceden ellos. Lo han retenido durante cuatro meses, pero ahora se presentarán puntualmente para demostrar su buena fe.
A través del parabrisas y sobre los hombros del silencioso conductor, miró hacia la entrada con portillo. Los guardias foronterizos soviéticos que había al otro lado —eslavos y rechonchos asiáticos con informes chaquetas acolchadas— se esforzaban en hacer caso omiso de la escuadra aliada. Se hallaban agrupados en torno al fuego que ardía en un bidón de gasolina delante de su cabaña a rayas negras y blancas. Mantenían las manos extendidas sobre las llamas. Al hombro llevaban sus metralletas de cañón protegido, y colgaban torpe y desmañadamente. Hablaban y bromeaban, y ninguno se preocupaba de vigilar la frontera.
—Mírelos — dijo avinagradamente el hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores —. No se preocupan de lo que hacemos. No les importa que nos hayamos presentado aquí con una escuadra armada.
El hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores era de Ginebra, que se encontraba a quinientos kilómetros de distancia. Rogers llevaba ya siete años en aquel sector. Se encogió de hombros.
—Todos somos viejos conocidos. Hace ya cuarenta años que se encuentra aquí esta frontera. Saben que no vamos a comenzar a disparar, y también nosotros sabemos que no van a emplear las armas. No es aquí donde se libra la guerra.
Miró de nuevo a los agrupados soviéticos, y recordó una canción que había oído años antes: «Da el derecho a hablar al camarada con la metralleta». Se preguntó si, al otro lado de la frontera, conocían ellos esa canción. Eran muchas las cosas referentes al otro lado de la frontera que deseaba saber. Pero sus esperanzas eran escasas.
La guerra se libraba a través de los archivos de todo el mundo. Las armas eran la información:
Las cosas que uno sabía, las cosas que uno descubría sobre ellos, las cosas que ellos sabían sobre ti. Las naciones aliadas enviaban agentes al otro lado de la frontera, o bien hacía años que los tenían allí, y procedían con los medios a su disposición.
No muchos de esos agentes conseguían obtener abundante información. De forma que era preciso reunir todos los informes que se recibían, esperando que no fuesen demasiado erróneos, y al final, si uno era listo, sabía lo que los soviéticos iban a hacer en su próxima maniobra.
También ellos se habían infiltrado a este lado de la frontera. No muchos de sus agentes conseguían grandes informaciones, o al menos uno podía estar razonablemente seguro de que no las obtenían, pero al final, también ellos descubrían qué iban a hacer las naciones aliadas en su próxima maniobra. De manera que ninguno de los dos bandos hacía nada. Uno trataba de investigar en todas las direcciones y cuando más profundamente se intentaba llegar, más difícil resultaba. A pequeña distancia de ambos lados de la frontera habla algo de luz. Más allá, sólo reinaba una oscura e impenetrable niebla. Pero uno tenla la esperanza de que algún día se inclinaría en su favor.
El hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores trataba de sofocar su impaciencia hablando.
—¿Por qué diablos le dimos a Martino un laboratorio situado tan cerca de la frontera?
Rogers sacudió la cabeza.
—No lo sé. Yo no soy el encargado de las cuestiones estratégicas.
—Bien, ¿por qué no conseguimos enviar un equipo de rescate justamente después de haberse producido la explosión?
—Lo enviamos. Sólo que el de ellos llegó primero. Se movieron más de prisa y por eso pudieron llevárselo.
Se preguntó si había sido una simple cuestión de suerte.
—¿Por qué no hemos podido arrancarlo de sus garras?
—Mis tácticas no se desenvuelven en ese nivel. Sin embargo, supongo que nos hubiera procurado complicaciones raptar de un hospital a un hombre gravemente herido.
—Y el hombre era de nacionalidad americana. ¿Qué si hubiese muerto? Los equipos de la propaganda soviética hubieran puesto manos a la obra para demoler a los americanos, y al ser convocado el Congreso del G.N.A. ninguna de las naciones aliadas se habría apresurado a aportar su parte para el presupuesto de los siguientes años.
Rogers gruñó. Esa era la clase de guerra que estaban librando.
—Creo que es una situación ridícula. Un hombre importante como Martino se encuentra en sus manos, y nosotros no podemos hacer nada. Es absurdo.
—En situaciones así es en las que tienen ustedes que intervenir, ¿no?
El representante del Ministerio de Asuntos Exteriores le dio otro giro a la conversación.
—Me pregunto cómo se lo está tomando. Tengo entendido que quedó en muy malas condiciones después de la explosión.
—Bien, ahora es un convaleciente.
—Me han dicho que perdió un brazo. Pero supongo que ellos se habrán ocupado de eso. Son Muy buenos en prótesis, ¿sabe? Ya allá por el mil novecientos cuarenta mantenían vivas cabezas de perro con corazones mecánicos y cosas así.
—Hum.
«Un hombre desaparece al otro lado de la frontera», estaba pensando Rogers, «y envías agentes para que den con él. Poco a poco, empiezan a llegar los informes. Ha muerto, dicen. Ha perdido un brazo, pero vive. Está moribundo. No sabemos dónde se encuentra. Ha sido trasladado a Novoya Moskva. Se halla aquí mismo, en esta ciudad, en un hospital. Al menos, tienen a alguien en un hospital de aquí. ¿En qué hospital?»
Nadie lo sabía. Y no había posibilidad de descubrir más. Lo que se sabía había sido pasado al Ministerio de Asuntos Exteriores, y las negociaciones habían comenzado. Los de este lado habían cerrado los puestos fronterizos. Los del otro bando casi habían derribado un avión aliado. Los aliados habían aprisionado a algunos barcos pesqueros. Y al final, no a causa de lo que habían hecho los de este lado, sino por alguna razón que sólo ellos conocían, los del otro bando habían dado su brazo a torcer.
Y durante todo este tiempo, un hombre del bando aliado había permanecido en uno de sus hospitales, roto y herido, esperando a que sus amigos hicieran algo por él.
—Circula el rumor de que se hallaba a punto de acabar algo llamado K-Ochenta y ocho — continuó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores —. Teníamos orden de no ejercer demasiada presión, por temor a que se diesen cuenta de lo muy importante que es. Pero naturalmente, era preciso que lo recuperáramos, de forma que tampoco podíamos ser demasiado suaves. Un delicado asunto.
—Lo comprendo.
—¿Cree usted que han conseguido arrancarle el secreto del K-Ochenta y ocho?