Liliana Bodoc
Tiempo de dragones.
El elegido en su soledad
Plaza & Janes
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LOS DIOSES
¿Dónde comienzan los dioses? ¿Amanecieron ellos antes que el lenguaje? ¿O son, sin desmedro de su existencia, la suprema construcción de la palabra humana?
De norte a sur, en Mérec, los arayés conocieron a ciertos dioses pequeños y coloridos que gustaban decorarse con plumas de loro, usar collares y argollas en las orejas. Y bailar de forma preciosa.
Los Japiripé, tan numerosos como las abejas.
Los Japiripé, sentados sobre sus propias lenguas, hacían ademanes exagerados. Los pequeños dioses estaban furiosos, increpaban y maldecían: dañinos, inservibles, carne agria, riñones sin alma… ¡Culones!
Después de cada insulto, se alzaba un griterío de repudio contra el pueblo humano.
—Tienen una piel para amarse, y ellos la usan para quedarse solos.
Los Japiripé se estiraron la boca para gritar.
—Les dimos sonrisas, porque las sonrisas son portales. Y ellos las usan para fingir alegría.
—Les dimos la música como pensamiento, y a ellos solo se les ocurrió mover sus grandes culos.
No era por capricho o aburrimiento que los pequeños dioses lamentaban estos asuntos. Más bien trataban de determinar si era adecuado volver a hacerse presente en las aldeas como está presente un familiar, como llega un primo de visita, como habla un hermano; cosa que había dejado de suceder hacía ya mucho tiempo.
Un Japiripé se lanzó desde la copa de un árbol hasta una rama baja.
—Si les hablas de modo que te entiendan, los culones creerán que eres igual a ellos. Y si eres igual a ellos, ¿por qué serías grandioso?
Años atrás, antes de que los Dratewka llegaran a Mérec, los Japiripé eran una presencia nítida de extremo a extremo del continente. Ellos se presentaban en las bodas, los funerales, las batallas, las tormentas… Pero tras la llegada de los pastores, las cosas cambiaron en las tierras del sur.
Porque en el sur se alzó la capital de los Dratewka, y exhaló su aliento sobre las aldeas que ocupaban la zona más fría del continente. Aquellos arayés, cercanos al mayor emplazamiento extranjero, se perturbaron, se confundieron y, buscando la manera de mitigar esa desazón, se separaron de sí mismos. Después, cuando comprendieron que los Dratewka nunca serían vecinos y siempre amos, algunos desearon regresar al origen, al río que los había llevado hasta ese punto del tiempo. Algunos en las aldeas del sur entendieron que, perdiendo el portal de las sonrisas, la gracia del transcurso y la danza como sentido, ya no estaban vivos sino solo andando.
Tienes el río al que perteneces, pensaban y decían. Si te sientas en la orilla no estarás vivo ni muerto.
Y esos que buscaban el regreso, añoraban el norte de Mérec, allí donde los arayés de los pantanos calientes aún sonreían, y danzaban para comprender.
Mientras hablaban, los Japiripé no dejaban de moverse; trepaban por las ramas, se colgaban del follaje, se hamacaban… Algunos se marchaban de pronto y algunos llegaban. Pero todos entendían lo que estaba ocurriendo sin necesidad de recibir explicaciones; porque los Japiripé eran, al fin, un solo cuerpo, un solo animal y un solo dios, de modo que lo que unos sabían, lo sabían todos.
—Es aquí donde los culones han olvidado que la sonrisa es un portal.
—Aquí es también donde hierve el tiempo.
La inmensa decisión que los Japiripé debían tomar era si de nuevo se hacían presentes sin simulacros ante la gente arayé. O si eso sería inútil, o sería peor.
Como los Japiripé eran un único cuerpo, animal y dios, la oposición y el dilema estaba en todos ellos y en cada uno. Y se resolvería para todos o para nadie.
—¿Presentarnos ante ellos? Entre dioses y humanos hay mucha distancia abierta y punzante.
—Pero la distancia existe en las alturas. Bajando lo suficiente no existen los abismos.
—Y en este sur se despertó la profecía.
—Y hacia este sur han volado los grandes dioses.
Tal vez, los Japiripé estaban jugando. Aunque tratándose de dioses, la diferencia entre jugar y vivir podría ser inexistente.
Quizás jugaban a dudar y a irritarse para luego aceptar la decisión que ya habían tomado.
—Nos haremos presentes como mosquitos.
—No será para endulzarlos con nuestras lenguas encantadoras.
—No será para mecerlos.
—Será para picotearlos.
Aunque los Japiripé estaban irritados, deberían volver a confiar y hacerse presentes, porque ¿de qué sirve un dios sin su pueblo?
MÉREC, 980
DEL CALENDARIO QUINTO
El día que Nulán rescató a su madre del pozo donde la tenían cautiva, los Japiripé estuvieron allí como parte del azar, como distracción, como viento a favor de las flechas que cubrieron la huida. Y mientras Nulán y Anuja escapaban a través de una ciudad colmada de gente a causa de la Fiesta del Dragón, los pequeños dioses saltaron sobre un platillo de la balanza. Y así favorecieron a los prófugos.
Estuvieron sobre el lomo de aquel dragón de madera y papel donde Nulán ocultó a su madre y le permitió recobrar el aire. Igual que estuvieron cuando Beliria, que había ido tras ellos, se hizo presente.
—¿Qué haces aquí? —preguntó entonces Nulán.
—No lo sé —respondió la joven.
¿No lo sé? Un Japiripé de largo cabello tomó esas inútiles palabras, y las estiró entre las palmas de sus manos hasta lograr un hilo muy fino con el que escribió una respuesta apropiada.
—Antón me lo pidió. Dijo que debía estar con ustedes —completó Beliria.
Nulán, sin embargo, volvió a tomar la mano de su madre y, con ella, continuó corriendo hacia el muro que separaba la ciudad del monte.
Con Japiripé o sin ellos, Beliria los siguió.
Con Japiripé o sin ellos, un soldado de la partida logró divisar a los prófugos entre la multitud que festejaba.
—¡Allí van!
De un lado y de otro, los perseguidores avanzaron hacia los fugitivos. La distancia se acortaba peligrosamente, y Anuja perdía fuerzas.
—¡Vamos! —pidió Nulán—. El monte está cerca.
El hijo y la madre se dirigían al puente antiguo: una pasarela carcomida que, alguna vez, había servido para cruzar la fosa que rodeaba Oras Viitor.
Anuja estaba en desventaja porque las flechas que disparaban los soldados eran mucho más jóvenes que ella. Una de esas flechas se enterró en mitad de su espalda.
Los Japiripé vieron el vuelo del arma y le abrieron paso; no quisieron intervenir en esa fatalidad. En cambio, algunos de ellos saltaron hasta las orejas de Anuja que, de inmediato, eligió morir después, postergar el dolor y avanzar como si no tuviera la espalda agujereada. Gracias a esa decisión, ella y Nulán alcanzaron el puente antiguo.