Javier Cercas - El monarca de las sombras
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- Libro:El monarca de las sombras
- Autor:
- Editor:Penguin Random House
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- Año:2017
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El monarca de las sombras: resumen, descripción y anotación
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Para Raül Cercas y Mercè Mas
Para Blanca Mena
Dulce et decorum est pro patria mori.
H ORACIO , Odas, III, 2, 13
Se llamaba Manuel Mena y murió a los diecinueve años en la batalla del Ebro. Fue el 21 de septiembre de 1938, hacia el final de la guerra civil, en un pueblo catalán llamado Bot. Era un franquista entusiasta, o por lo menos un entusiasta falangista, o por lo menos lo fue al principio de la guerra: en esa época se alistó en la 3.ª Bandera de Falange de Cáceres, y al año siguiente, recién obtenido el grado de alférez provisional, lo destinaron al Primer Tabor de Tiradores de Ifni, una unidad de choque perteneciente al cuerpo de Regulares. Doce meses más tarde murió en combate, y durante años fue el héroe oficial de mi familia.
Era tío paterno de mi madre, que desde niño me ha contado innumerables veces su historia, o más bien su historia y su leyenda, de tal manera que antes de ser escritor yo pensaba que alguna vez tendría que escribir un libro sobre él. Lo descarté precisamente en cuanto me hice escritor; la razón es que sentía que Manuel Mena era la cifra exacta de la herencia más onerosa de mi familia, y que contar su historia no sólo equivalía a hacerme cargo de su pasado político sino también del pasado político de toda mi familia, que era el pasado que más me abochornaba; no quería hacerme cargo de eso, no veía ninguna necesidad de hacerlo, y mucho menos de airearlo en un libro: bastante tenía con aprender a vivir con ello. Por lo demás, ni siquiera hubiese sabido cómo ponerme a contar esa historia: ¿hubiera debido atenerme a la realidad estricta, a la verdad de los hechos, suponiendo que tal cosa fuese posible y el paso del tiempo no hubiese abierto en la historia de Manuel Mena vacíos imposibles de colmar? ¿Hubiera debido mezclar la realidad y la ficción, para rellenar con ésta los huecos dejados por aquélla? ¿O hubiera debido inventar una ficción a partir de la realidad, aunque todo el mundo creyese que era veraz, o para que todo el mundo lo creyese? No tenía ni idea, y esta ignorancia de forma me parecía la ratificación de mi acierto de fondo: no debía escribir la historia de Manuel Mena.
Hace unos años, sin embargo, ese antiguo rechazo pareció entrar en crisis. Para entonces hacía ya tiempo que yo había dejado atrás la juventud, estaba casado y tenía un hijo; mi familia no pasaba por un gran momento: mi padre había muerto tras una larga dolencia y mi madre todavía capeaba a duras penas el trance ingrato de la viudedad después de cinco décadas de matrimonio. La muerte de mi padre había acentuado la propensión natural de mi madre a un fatalismo melodramático, resignado y catastrofista («Hijo mío —era una de sus sentencias más socorridas—, que Dios no nos dé todas las desgracias que somos capaces de soportar»), y una mañana la atropelló un coche mientras cruzaba un paso de cebra; el accidente no revistió excesiva gravedad, pero mi madre se llevó un buen susto y se vio obligada a permanecer varias semanas sentada en un sillón con el cuerpo tatuado de magulladuras. Mis hermanas y yo la animábamos a salir de casa, la sacábamos a comer o de paseo y la llevábamos a su parroquia para oír misa. No se me olvida la primera vez que la acompañé a la iglesia. Habíamos recorrido al ralentí los cien metros que separan su casa de la parroquia de Sant Salvador y, cuando nos disponíamos a cruzar el paso de cebra que facilita la entrada a la iglesia, estrujó mi brazo.
—Hijo mío —me susurró—, bienaventurados los que creen en los pasos de cebra, porque ellos verán a Dios. Yo estuve a punto.
Durante aquella convalecencia la visité más a menudo que de costumbre; muchas veces me quedaba incluso a dormir en su casa, con mi mujer y mi hijo. Llegábamos los tres el viernes por la tarde o el sábado por la mañana y nos instalábamos allí hasta que el domingo al anochecer volvíamos a Barcelona. Durante el día hablábamos o leíamos, y por la noche veíamos películas y programas de televisión, sobre todo Gran Hermano, un concurso de telerrealidad que a mi madre y a mí nos encantaba. Por supuesto, hablábamos de Ibahernando, el pueblo extremeño del que en los años sesenta emigraron a Cataluña mis padres, igual que en aquella época hicieron tantos extremeños. Digo por supuesto y comprendo que debería explicar por qué lo digo; es fácil: porque no hay acontecimiento más determinante que la emigración en la vida de mi madre. Digo que no hay acontecimiento más determinante que la emigración en la vida de mi madre y comprendo que también debería explicar por qué lo digo; eso ya no es tan fácil. Hace casi veinte años intenté explicárselo a un amigo diciéndole que la emigración había significado que de un día para otro mi madre dejara de ser una hija privilegiada de una familia patricia en un pueblo extremeño, donde ella lo era todo, para ser poco más que una proletaria o poco menos que una pequeña burguesa abrumada de hijos en una ciudad catalana, donde ella no era nada. Apenas la hube formulado, la respuesta me pareció válida pero insuficiente, así que me puse a escribir un artículo titulado «Los inocentes» que ahora mismo sigue siendo la mejor explicación que sé dar de este asunto; se publicó el 28 de diciembre de 1999, día de los inocentes y trigésimo tercer aniversario de la fecha en que mi madre llegó a Gerona. Dice así: «La primera vez que vi Gerona fue en un mapa. Mi madre, que entonces era muy joven, señaló un punto remoto en el papel y me dijo que era ahí donde estaba mi padre. Meses más tarde hicimos las maletas. Hubo un viaje larguísimo, y al final una estación leprosa y aldeana, rodeada de edificios de lástima envueltos en una luz mortuoria y maltratada por la lluvia sin compasión de diciembre. Era la ciudad más triste del mundo. Mi padre, que nos aguardaba en ella, nos llevó a desayunar y nos dijo que en aquella ciudad imposible se hablaba una lengua distinta de la nuestra, y me enseñó la primera frase en catalán que pronuncié: “M’agrada molt anar al col·legi”. Luego nos encajamos como pudimos en el Citroën 2CV de mi padre y, mientras nos dirigíamos a nuestra nueva casa por la desolación hostil de aquella ciudad ajena, estoy seguro de que mi madre pensó y no dijo una frase que pensó y dijo cada vez que llegaba el aniversario del día en que hicimos las maletas: “¡Menuda inocentada!”. Era el día de los inocentes de hace treinta y tres años.
»El desierto de los tártaros es una novela extraordinaria de Dino Buzzati. Se trata de una fábula un poco kafkiana en la que un joven teniente llamado Giovanni Drogo es destinado a una remota fortaleza asediada por el desierto y por la amenaza de los tártaros que lo habitan. Sediento de gloria y de batallas, Drogo espera en vano la llegada de los tártaros, y en esa espera se le va la vida. Muchas veces he pensado que esa fábula sin esperanza es un emblema del destino de muchos de los que hicieron las maletas. Como muchos de ellos, mi madre se pasó la juventud esperando el regreso, que era siempre inminente. Así transcurrieron treinta y tres años. Como para algunos de los que hicieron las maletas, para ella no fueron tan malos: después de todo, mi padre tenía un sueldo y un empleo bastante seguro, que era mucho más de lo que tenían muchos. Yo creo que mi madre, de todos modos, igual que muchos que hicieron las maletas, nunca acabó de aceptar su nueva vida y, acorazada en su empleo excluyente de ama de casa de familia numerosa, vivió en Gerona haciendo lo posible por no advertir que vivía en Gerona, sino en el lugar en el que hizo las maletas. Esa imposible ilusión duró hasta hace unos años. Para entonces las cosas habían cambiado mucho: Gerona era una ciudad alegre y próspera, y su estación un moderno edificio de paredes blanquísimas e inmensas cristaleras; por lo demás, algunos de los nietos de mi madre apenas entendían su lengua. Un día, cuando ninguno de sus hijos vivía ya con ella y ya no podía protegerse de la realidad tras su trabajo excluyente de ama de casa y por tanto tampoco podía esquivar la evidencia de que, veinticinco años después, aún vivía en una ciudad que no había dejado de serle ajena, le diagnosticaron una depresión, y durante dos años lo único que hizo fue mirar al vacío en silencio, con los ojos secos. Quizá también pensaba, pensaba en su juventud perdida y, como el teniente Drogo y como muchos de los que hicieron las maletas, en su vida consumida en una espera inútil y quizá también —ella, que no había leído a Kafka— en que todo eso era un malentendido y en que ese malentendido iba a matarla. Pero no la mató, y un día en que ya empezaba a salir del pozo de años de la depresión e iba con su marido al médico, un caballero le abrió una puerta y cediéndole el paso dijo: “Endavant”. Mi madre le contestó: “Al médico”. Porque lo que mi madre había entendido era “¿Adónde van?” o quizá “¿Ande van?”. Dice mi padre que en ese momento se acordó de la primera frase que, más de veinticinco años atrás, me había enseñado a decir en catalán, y también que comprendió de golpe a mi madre, porque comprendió que llevaba más de veinticinco años viviendo en Gerona como si nunca hubiera salido del lugar en el que hizo las maletas.
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