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Arturo Garralón - Las sombras de la roca

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Arturo Garralón Las sombras de la roca

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Siglo XXI: Las Sombras de la Roca.


A mi Amor, a mis Amigos, a mi Familia y, en especial, a mi Hijo Gonzalo, mi inspiración.
Prólogo
UN VOLCÁN DE HISTORIAS Y PERSONAJES,
por Jesús Márquez Rivera
Hace unos meses que conocí esta historia y tuve la suerte de asistir a su nacimiento, a su desarrollo y a su final. De hecho el autor tuvo la amabilidad de ir haciéndome partícipe de sus ideas, dudas y sueños. Se fue gestando en el ambiente de un local muy querido para los "protagonistas" de esta historia y en un universo humano definido por ciertas peculiaridades. Por debajo de la descripción de una sociedad futura, injusta y violenta, como todas las que han sido, son y serán, mientras el mundo sea mundo, laten las historias de esos personajes llenos de furia, pasión y contradicciones.

Algunos los reconozco fácilmente en amigos y conocidos, incluso alguno me resulta particularmente cercano. En una vorágine de acción, unas veces entre teologías y otras veces con cuestiones "escatológicas", ese mundo crudo y descarnado nos muestra también los rasgos nobles y la bondad que anidan en el corazón de muchas personas y que hacen soportable esta sociedad. No sé si toda buena historia debe intentar hacer un mundo mejor, pero sí al menos criticar cosas con el afán de descubrirlas, de limpiar las heridas para que estas sanen y cicatricen bien. Si me resultó interesante la lectura de esta novela, ya estaba pensando en las próximas. Mi imaginación volaba deseando conocer más detalles de los personajes, de su pasado... y creo que ése es el mejor elogio que puedo hacer al texto.

Deseo que el lector encuentre los mismos motivos o parecidos que halló el arriba firmante, para disfrutar de esta narrativa tan directa y ágil. Hay algo que le prometo: no se aburrirá. Al hilo de la historia, finalizo con un latín que a varios personajes les gustaría tener a mano en sus frecuentes disputas verbales, con o sin reloj de sol: Aspice in horam, et memento mori (Mira la hora y recuerda que has de morir)

PRELUDIO
Todo se volvió rojo como la sangre... Todo ardía, y un agudo resonar de metal entrechocando, chirriaba en mis oídos, como jugando con el crepitar de las llamas, haciendo que mi corazón y mi alma se estremecieran de pavor. Abrí los ojos: Ante mí, una dantesca visión: Todo era consumido por el fuego. Todo era negro humo y crujir de maderos que cedían al devorador paso de furibundas llamas, acaso eclipsadas por un canto belicoso de cruce de acero contra acero.

Una gran figura, embozada en un hábito completamente negro, se acercó a mí. En la mano izquierda, llevaba una enorme y ancha espada, en cuya hoja danzaba enloquecidamente el reflejo del fuego. Junto a él se encontraba otro hombre vestido de igual forma, un poco más alto, que no dejaba de escrutar entre las llamas con sus glaucos ojos de topo. El primero me habló: -Tranquila, mi Niña. Él, te sacará de aquí. El hombre de los ojos de topo me levantó y me cubrió con su túnica.

El que portaba en su mano izquierda la gran espada, volvió a hablar, pero esta vez, se dirigió al hombre de los ojos de topo: -Llévatela. Yo me encargo de Bernardo... Oscuridad... ¿Por qué me llamó "mi niña" si yo era un niño?

I
Una estela roja rasgó el oscuro velo de la noche, rauda, fugaz. La escuálida y negra figura destacaba, en la profunda negrura, tanto por su altura como por un casco blanco que parecía una luna llena de verano bañada por la mortecina y macilenta luz de los candiles, que hacían de la ciudad un lugar más tétrico y más lúgubre... como si eso, fuese ya posible...

Paró el motor de su máquina cuando rallaba el alba. Descendió de ésta y entró en un portal a varios metros de donde había parado. Subió los escalones de tres en tres hasta llegar al tercer rellano. Sacó un manojo de llaves y, eligiendo una detenidamente, abrió la puerta. Se coló en el apartamento, sin ruido, como una sombra. Dejó el llavero sobre un viejo mueble de madera, que se encontraba a su derecha en el pequeño recibidor.

Retiró el casco dejando ver su extrema delgadez. El pelo cortado al "cepillo", barba rala de varios días, un prominente naso y unos ojos de comadreja que denotaban una mordaz lucidez mental. Cruzó con paso firme el pasillo. Entró en la habitación, que había al final de éste y que encontró con la puerta entreabierta. Me miró mientras yo reposaba sobre la cama, en posición fetal. yo, le conocía bien, demasiado bien... como él a mí. -¡Arriba, ya es la hora! Ricardo descorrió las cortinas secamente y la luz se clavó en mis ojos, como una aguja candente, al rojo vivo, que yo intenté evitar inútilmente poniendo una mano como un parapeto entre ella y yo. -Buen día, Ricardo. ¿Cómo ha amanecido hoy? La desgana con la que pronuncié la frase hacía ver que el estado de aquel día me importaba un carajo. ¿Cómo ha amanecido hoy? La desgana con la que pronuncié la frase hacía ver que el estado de aquel día me importaba un carajo.

Lo que sí me preocupaba era cómo el dolor y el miedo iban ganando terreno a marchas forzadas dentro de mi Alma. Ricardo, me contestó mirando por la ventana, mientras encendía un cigarrillo y me lo pasaba sin girarse, con total indiferencia. -Ni más claro, ni más lluvioso, ni más negro que cualquier día de mierda de los que amanecen en esta mierda de ciudad, dejada de la mano de Dios... ¿Cómo te encuentras? Me preguntó, mientras se giraba exhalando el humo lentamente por la boca en un tono paternal tan fuera de lo común en él, que casi pude sentirla en propia carne como un estilete que me atravesara de parte a parte. Contesté con la mirada perdida: -No lo sé a ciencia cierta, Ricardo... -¿Miedo?-Me interrumpió.

La mueca que se dibujó en los finos labios de Ricardo, dejó patente la carga de mala leche, más que del sarcasmo con que intentó imprimir la pregunta. Con todo, no podía darle importancia: era su banda sonora particular. Me senté en la cama. -Sinceramente... No lo sé. No lo tengo claro.

Se mezclan el temor, la ira, el deseo de destrozarlo todo... pero sobre todo... un pesar… indescriptible... Una sensación de tristeza que me sobrecoge...

II
El día en las calles no era ni más ni menos oscuro que cualquier otro día en esa puta ciudad. Como bien dijo Ricardo, se respiraba la misma mierda que cada día las refinerías y la industria pesada vomitaban a la pestilente atmósfera, no sé a ciencia cierta si por sus propias necesidades o para inocular una lenta muerte a los desdichados cuerpos de los esclavos en que nos habíamos convertido.

Con Ricardo a mi diestra, caminamos sin decir una sola palabra. Llegamos a la arcada del antiguo Ayuntamiento. Atravesamos la escombrera en la que se habían convertido los jardines, antaño llenos de flores, estatuas mitológicas griegas, columpios y fuentes… ahora puedo imaginar lo que había visto en fotos: niños jugando, corriendo tras palomas y patos… el viejo quiosco… era precioso, como salido de un cuento decimonónico donde podías cerrar los ojos y disfrutar de la música imaginaria que arrastraba el húmedo viento de levante, acompañado por el trinar de los pájaros y el rumor del pequeño estanque que lo circundaba… Si aún quedasen pájaros y el agua no fuese un lodo pestilente. Me hubiese gustado conocer este sitio… Saliendo por la parte trasera de la escombrera, nos dirigimos a una pequeña y apartada cala, cerca de las ruinas de lo que, antaño, fue un gran hotel, desde donde se veían los altos e inexpugnables muros que separaban la Roca del resto de la ciudad. Cercanos a nuestro destino, contemplamos las sombras de la compaña de mi retador. Se encontraban tomando el té, cerca de un coche de alta gama, negro, con las lunas tintadas, casi con total seguridad, blindado y con su vistoso anagrama corporativo.

Haciendo un gesto con la mano, el saludo de Ricardo no se hizo esperar. -¡Buen día nos de Dios! Uno de los acompañantes de mi retador respondió, ignorando a Ricardo y dirigiéndose a mí directamente con gran desprecio: -¡Empecemos cuanto antes! Mi Señor no puede perder más tiempo con vos, tipejo. Tiene negocios que atender. Mal encarado, la “rata” que se dirigía a mí. Vestía con traje de chaqueta hecho a medida, el pelo engominado hasta las cejas, cortado a navaja, zapatos italianos de piel… con lo que llevaba encima, una familia, podía comer una década entera. Ricardo le contestó con su personal toque de mala leche: -Tranquilo, amigo, no creo que tu jefe tenga mucha prisa por cambiar el traje de cachemira por uno de pino… Aunque escuálido, la cabeza que le sacaba Ricardo a la “rata”, y la mano sobre la ropera, hicieron que retrocediera un paso.

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