Frédéric Lenoir - Carta abierta a los animales
Aquí puedes leer online Frédéric Lenoir - Carta abierta a los animales texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Barcelona, Año: 2018, Editor: Ariel, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:
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- Libro:Carta abierta a los animales
- Autor:
- Editor:Ariel
- Genre:
- Año:2018
- Ciudad:Barcelona
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Carta abierta a los animales: resumen, descripción y anotación
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SINOPSIS
«Un gran pensador occidental, Friedrich Nietzsche, perdió la razón en Turín en 1889 al abrazar, entre lágrimas, a un caballo de tiro al que su cochero había golpeado. Queridos animales, tengo la sensación de que los demás humanos también hemos perdido la cabeza, por la forma en que nos portamos con vosotros, pero por motivos equivocados. Bajo el pretexto de poseer unas facultades intelectuales superiores, actuamos de una manera irracional, siguiendo sencillamente nuestras necesidades y deseos de utilizaros o consumiros.»
A modo de carta abierta a los animales, Fréderic Lenoir nos invita a reflexionar acerca de nuestra relación con las distintas especies con las que compartimos el planeta para cuestionar por qué colocamos fuera de los límites de la ética todo aquello que no es humano.
Un libro que conecta con la creciente conciencia general que aboga por respetar y proteger el planeta en el que vivimos y todos los seres que nos rodean.
CARTA ABIERTA A LOS ANIMALES
(y a los que no se creen superiores a ellos)
Frédéric
LENOIR
A la memoria de Gustave
«No tenemos dos corazones, uno para los hombres, otro para los animales. O se tiene corazón o no se tiene.»
Alphonse de Lamartine
(escritor, poeta y político francés, 1790-1869)
¡Qué extraño os debe de parecer el ser humano! Probablemente nos veis como un animal más, pero supongo que os interrogáis sobre el carácter a veces tan contradictorio de nuestro comportamiento con vosotros. ¿Por qué, por ejemplo, en algunas partes del mundo tratamos a los perros y gatos con un respeto infinito, y en cambio los maltratamos en otros sitios? ¿Y por qué, si queremos tanto a nuestras mascotas y estamos dispuestos a hacer mil sacrificios por ellas, al mismo tiempo podemos devorar con deleite bebés (corderos, terneros, cochinillos) arrancados del seno de su madre para ser conducidos sin contemplaciones al matadero, cuando son tan sensibles, y a veces tan inteligentes, como nuestros queridos animales de compañía? No es más que una de las numerosas manifestaciones de nuestra incoherencia moral con respecto a vosotros, así que comprendo que nos encontréis irracionales, desde luego.
Debo deciros de entrada que yo no escapo a esa contradicción. No soy ni ejemplar ni irreprochable con respecto a vosotros, ni mucho menos. Desde la infancia he sentido una gran proximidad con vosotros, y siempre he temido mucho más a mis semejantes que a cualquier otro animal sobre la tierra. Cuando tenía apenas tres o cuatro años, mis padres, intentando disuadirme de que anduviera por el jardín en plena noche, amenazaban con los ladrones que podían merodear por allí, y yo les respondía: «Sí, ya lo sé, pero los lobos me protegerán».
Siempre he sido sensible a vuestro dolor, sin duda tanto como al de mis congéneres. Todavía hoy no puedo soportar el espectáculo de ver a una abeja que se ahoga en una piscina y que lucha desesperadamente por sobrevivir, y siempre procuro sacarla del agua antes de meterme yo. Por lo tanto, no me gusta ni matar ni ser testigo de la muerte de animales terrestres. Con solo diez años, asistí a mi primera (y última) corrida de toros. Tengo de ella un recuerdo muy duro. Cuando el picador, subido a su pobre caballo cegado, enjaezado y aterrorizado, empezó a torturar al toro con su pica para debilitarlo, comprendí que la suerte estaba echada, y que en ese supuesto «noble y equitativo combate entre el hombre y la bestia» no se dejaba ninguna posibilidad a la bestia, y que el desenlace era casi ineludible. Me puse a vomitar y salí del ruedo. Unos años antes, mi padre había intentado iniciarme en la caza con arco. Debía de tener siete u ocho años. Me había traído un arco de caza africano, y partimos en busca de presas por el bosque. De repente aparecieron cuatro magníficos faisanes, uno tras otro, a unos metros de nosotros. Apostado justo detrás de mí, mi padre exclamaba: «¡Tira, tira…!», pero yo era totalmente incapaz. ¿Cómo decidir, por puro placer y no por necesidad, interrumpir así una vida? ¿Detener el vuelo majestuoso de esos pájaros, y transformar esos seres llenos de vitalidad en cadáveres inertes? Sin embargo, curiosamente, nunca he tenido ningún reparo en pescar peces. Al lado de mi casa pasaba un riachuelo, y yo a menudo confeccionaba improvisadas cañas de pescar, desenterraba algunos gusanos (¡ninguna piedad para ellos tampoco!) y los pinchaba en una aguja torcida que había unido, a guisa de anzuelo, al extremo de un cordón. Así pesqué numerosos pececitos, que mataba de inmediato, porque no quería que estuvieran demasiado rato asfixiándose, y luego los asaba en un fuego de leña. Debe de hacer cuarenta años que no he vuelto a pescar, pero no recuerdo haber sentido jamás el menor remordimiento al hacerlo, mientras que matar a un animal terrestre para comérmelo me resultaba imposible. No sabría explicar ese «doble rasero». Represento a la perfección, por tanto, a muchos de mis congéneres: soy sensible a vuestro sufrimiento y milito desde hace tiempo para que disminuya, pero me cuesta resistirme a un buen plato de marisco, y aunque he reducido mucho mi consumo de carne y tiendo hacia el vegetarianismo, de vez en cuando me apetece mucho comer un pollo asado en un restaurante o en casa de unos amigos. No dudo tampoco en aplastar a un mosquito que me impide dormir, o erradicar las polillas que agujerean mis jerséis… ¡de lana de oveja!
Entre mis semejantes, vuestros mejores amigos son seguramente los veganos, que no consumen nada que haya salido del reino animal ni de su explotación, pero me siento aún incapaz de acceder a esa práctica, que encuentro totalmente coherente, sin embargo. Siempre me planteo la cuestión, y volveré a ello al final de esta carta, de saber si una actitud ética hacia vosotros puede tener en cuenta los grados de sensibilidad al dolor y de inteligencia de vuestras diversas especies, o si se debe aplicar el mismo respeto absoluto a todos vosotros…
Los especialistas en el comportamiento animal, a los que llamamos «etólogos», nos han enseñado en el curso de los últimos decenios hasta qué punto estábamos infinitamente más cercanos a vosotros de lo que pensábamos hace tiempo. Sabemos ahora que, como nosotros, sois sensibles al dolor. Como nosotros, podéis tener una inteligencia lógica, deductiva, capaz de distinguir, y a veces incluso de nombrar. Empleáis formas de lenguaje. Sabéis incluso fabricar instrumentos y transmitir costumbres a vuestros hijos. Podéis hacer bromas y os encanta jugar.
Manifestáis amor y a menudo incluso compasión. Algunos de vosotros tenéis conciencia de vosotros mismos, y dais pruebas de un sentido moral y de la justicia (la vuestra, no la nuestra) muy desarrollado. Es cierto que existen
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