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Frédéric Martel - Cultura mainstream

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Frédéric Martel Cultura mainstream

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2 MULTICINES L os lavabos son tan espectaculares que me pregunto si algún - photo 1

2. MULTICINES

«L os lavabos son tan espectaculares que me pregunto si algún día la gente no vendrá al cine sólo para verlos. Al principio, incluso querían que los turistas pagaran por utilizarlos». Mohamed Ali sonríe. Es el director de los multicines de City-Stars, uno de los centros comerciales más grandes de Oriente Medio, situado en Nasr City —la ciudad de Nasser—, cerca de Heliópolis, a 25 kilómetros al este de El Cairo, en Egipto.

Hay tres pirámides de cristal iluminadas encima de los cubos de hormigón que forman los siete pisos del shopping mall (centro comercial). Aparte de ese toque egipcio, el lugar se parece a todos los centros comerciales del mundo que he visitado, ya sea en Omaha (Nebraska), en Phoenix (Arizona), en Singapur, en Shanghai, en Caracas o en Dubai. Financiado por Kuwait, City-Stars se inauguró en 2004 como escaparate árabe de la prosperidad y el consumismo. ¿Mal gusto? Lo cierto es que, desde el punto de vista del consumo, City-Stars ha resultado un éxito. La gente acude de todo Oriente Medio para comprar la mayoría de marcas internacionales y, como en todas partes, algo del sueño americano.

En este centro comercial, que está a medio camino entre un proyecto faraónico y un espejismo del desierto, hay dos multicines que representan ellos solos, según me dice Mohamed Ali, un tercio del box office egipcio (la cifra real es un 20 por ciento, lo cual ya es considerable). El mayor de los dos alberga 13 salas a las cuales se accede a través de un vestíbulo con unas moquetas estrafalarias decoradas al estilo de La guerra de las galaxias, todo iluminado por tiras a base de créditos de películas de la 20th Century Fox y proyecciones de «abstracción coloreada» en el techo y las paredes. A lo largo del vestíbulo, innumerables stands donde venden pirámides de palomitas. «Las palomitas consumidas in situ forman parte de la experiencia del cine —me comenta el director. Y añade— Nuestro éxito se explica, contrariamente a lo que cabría esperar, por dos cosas que no tienen mucho que ver con el cine: el aire acondicionado y la seguridad». El lugar es seguro para las familias y los jóvenes, lo cual constituye un factor decisivo del éxito de los multicines en todo el mundo, desde Egipto a Brasil, desde Venezuela a Estados Unidos. La programación también cuenta, es una mezcla sutil de comedias egipcias y blockbusters estadounidenses. «Pero los jóvenes sólo quieren ver las películas estadounidenses», constata Mohamed Ali.

Paradise 24 es otro multicine que parece un templo egipcio. Acaba de inaugurarse con 24 salas de cine y también se asemeja a una pirámide, con sus columnas y sus jeroglíficos. Es lo que hoy se llama el theming: dar un tema a un espacio comercial exagerando los estereotipos de un lugar imaginario. Porque este templo egipcio está situado en Davie, al borde de la Interstate 75, en Florida, Estados Unidos. Otro megaplex egipcio, el cine Muvico, está previsto que se inaugure en 2010 en un centro comercial de Nueva Jersey, también en Estados Unidos. Será el mayor megaplex estadounidense y también estará «tematizado» al estilo egipcio.

Para descifrar el entertainment y la cultura de masas en Estados Unidos —o sea, en el mundo— hay que seguir las etapas clave de este cambio fundamental: cómo ha pasado el cine del drive in al multicine, del suburb al exurb, del pop corn a la Coca-Cola. Casi todas esas palabras están en inglés. No es casual. Fue aquí, en el corazón de la América mainstream, donde empezó todo.

DEL DRIVE IN AL MULTICINE

Cuando uno va a la búsqueda de multicines en Estados Unidos —y yo he visitado unos cien en treinta y cinco estados—, lo primero que encuentra es el drive in. Poner cine en un parking. Fue un invento genial. Y una idea duradera.

Actualmente en Estados Unidos ya no quedan drive in. He visto algunos, abandonados, transformados en mercados de ocasión los domingos, o limitados a la temporada de verano en San Francisco, Los Ángeles y Arizona. El primero se remonta a 1933 en Nueva Jersey; en 1945, hay menos de 100; pero al cabo de diez años, ya son 4.000. En la década de 1980, casi todos han desaparecido. ¿Qué ha pasado? Es preciso descubrirlo porque el drive in fue una de las matrices de la cultura de masas estadounidense de la posguerra.

Scottsdale, Arizona. En este barrio residencial de Phoenix, el Scottsdale Drive In es aún hoy un drive in de seis pantallas al aire libre. Cuando se construyó en 1977 en pleno desierto, se llamaba «Desert Drive In». Actualmente, está en medio de la ciudad y accedo a él por una ancha avenida de cuatro carriles y sentido único especialmente construida para el drive in. Las seis «salas» están formando dos filas enfrentadas en un solar que de día parece abandonado pero que de noche se anima, iluminado por cientos de vehículos. El drive in está abierto 365 días al año, «rain or shine» (llueva o haga sol), me dice Ann Mari, que trabaja en el Scottsdale Drive In. Caben hasta 1.800 coches. «Vale la pena venir con un coche bueno porque estarás todo el rato sentado en los asientos del coche —añade Ann Mari—. También es aconsejable venir con una buena autorradio porque el sonido te llega a través de una radio AM que escuchas dentro del propio coche. Y también es interesante tener un buen aire acondicionado».

Los drive in que aún existen junto a las autopistas estadounidenses conservan un poco el ambiente de antaño. Están, por una parte, esos neones fluorescentes de colores vivos que se ven de lejos: el Rodeo Drive de Tucson (Arizona) con una cow girl luminosa revoleando su lazo al viento; el New Moon Drive de Lake Charles (Luisiana), con una luna fluorescente en el cielo; el Campus Drive en San Diego, con una animadora de pompones rutilantes.

En 1956, hay más de 4.000 drive in en América, y venden más entradas que los cines tradicionales. El drive in es un fenómeno joven y estacional. El precio de la entrada es barato: 2 dólares por coche, cualquiera que sea el número de personas que se amontonen en su interior; más adelante, harán pagar a todos los pasajeros (algunos adquirirán la costumbre de esconderse en el maletero antes de que también los abran para comprobar si hay alguien).

Con la entrada, tienes derecho a dos largometrajes. La calidad de la imagen es mediocre, pero no importa: ves chicas guapas en la pantalla y, sin la presencia de los padres, puedes besar a tu amiguita dentro del coche. En inglés se dice «to ball», que es algo más que «besar». El drive in tuvo un papel muy importante en las primeras experiencias sexuales de los adolescentes estadounidenses.

Si los drive in se multiplicaron tan rápidamente es porque son muy rentables. No tanto por la entrada para ver la película como por las concesiones de lo que se llama pop & corn (las burbujas de la Coca-Cola y el corn, es decir el maíz). Es en los parkings de los drive in donde los estadounidenses adquieren la costumbre de comer en el cine. Muy pronto el vehículo familiar se transforma en un verdadero fastfood ambulante.

La gente empieza a ir al cine en vaqueros, ya no hace falta vestirse para salir. El drive in es informal, libre, desenfadado. Por todas partes hay juke-box centelleantes, camareras guapas con patines vestidas de rosa o de azul turquesa. Y al final de la velada, un pequeño castillo de fuegos artificiales, la felicidad en la América de la posguerra.

Actualmente, circulando por las carreteras norteamericanas, me cuesta un poco comprender cómo pudo el sueño cinematográfico de las clases medias pasar de las grandes salas de la década de 1930, aquellos palacios inmensos con mármoles y hermosas moquetas rojas, a las proyecciones sobre un muro de hormigón en medio de un parking y dentro del propio coche. Sin embargo, basta abrir los ojos. Los jóvenes, las familias y las nuevas clases medias no se han alejado de los parkings. Basta mirar hoy en dirección a los nuevos centros comerciales para darse cuenta de que los estadounidenses siguen yendo al cine en los parkings. Ahora los llaman «multicines».

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