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Fernando Sánchez Dragó - Muertes paralelas

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Fernando Sánchez Dragó Muertes paralelas

Muertes paralelas: resumen, descripción y anotación

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Mika Waltari,Sinuhé, el egipcio, fragmento de su primera y de su última página. He sustituido el topónimo de Kemi por el de Iberia, los nombres de Senmut y Kipa, padres del protagonista, por los de Fernando y Elena, mis padres, y el de Sinuhé, el egipcio, por el de mi alter ego, Dionisio, el apátrida, el errante, el trasterrado e ignoro, como en lo concerniente al fiel Muti lo ignoraba Sinuhé, si la leal Naoko conseguirá sustraer el estuche que contiene este libro a los guardianes del faraón y colocarlo en mi tumba. Quien careció de padre vivirá en soledad, como el egipcio, como el apátrida, como el errante, como el trasterrado, hasta el día de su muerte.

FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ, en un lugar de Iberia,

2 de octubre de 1936 a…

~~ EPÍLOGO ~~

Yo, Dionisio, el apátrida, el errante, el trasterrado, el alter ego de Sinuhé, hijo éste de Fernando y de su esposa Elena, he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses de Iberia, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para mí solo. No para halagar a los dioses, no para halagar a los reyes, ni por miedo del porvenir, ni por esperanza. Porque durante mi vida he sufrido tantas pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de la esperanza en la inmortalidad como lo estoy de los dioses y de los reyes. Es, pues, para mí solo para quien escribo, y sobre este punto creo diferenciarme de todos los escritores pasados o futuros.

Porque todo lo que se ha escrito hasta ahora lo fue para los dioses o para los hombres […] y cuanto ha sido escrito lo ha sido por orden de los reyes, para halagar a los dioses o para inducir fraudulentamente a los hombres a creer en lo que no ha ocurrido. O bien para pensar que todo ha ocurrido de manera diferente de la verdad. En este sentido afirmo que desde el pasado más remoto hasta nuestros días, todo lo que ha sido escrito se escribió para los dioses y para los hombres.

Todo vuelve a empezar y nada hay nuevo bajo el sol; el hombre no cambia aun cuando cambien sus hábitos y las palabras de su lengua. Los hombres revolotean alrededor de la mentira como las moscas alrededor de un panal de miel, y las palabras del narrador embalsaman como el incienso, pese a que esté en cuclillas sobre el estiércol en la esquina de la calle; pero los hombres rehúyen la verdad.

Yo, Dionisio, el apátrida, el errante, el trasterrado, el alter ego de Sinuhé, hijo éste de Fernando y de Elena, en mis días de vejez y decepción, estoy hastiado de la mentira. Por eso cuento, sólo para mí, lo que he visto con mis propios ojos o comprobado como verdad. En esto me diferencio de cuantos han vivido antes que yo o vivirán después de mí.

[…]

En su maldad, el hombre es más cruel y más endurecido que el cocodrilo del río. Su corazón es más duro que la piedra. Su vanidad, más ligera que el polvo de los caminos. Sumérgelo en el río; una vez secas sus vestiduras, será el mismo de antes. Sumérgelo en el dolor y la decepción; cuando salga, será el mismo de antes. He visto muchos cataclismos en mi vida, pero todo está como antes y el hombre no ha cambiado. Hay también gente que dice que lo que ocurre nunca es semejante a lo que ocurrió, pero esto no son más que palabras vanas.

Yo, Dionisio, el apátrida, el errante, el trasterrado, el alter ego de Sinuhé, he visto a un hijo asesinar a su padre en la esquina de una calle. He visto a los pobres levantarse contra los ricos, los dioses contra otros dioses. He visto a un hombre que había bebido vino en copas de oro inclinarse sobre el río para beber agua con la mano. Los que habían pesado el oro mendigaban por las callejuelas, y sus mujeres, para procurar pan a sus hijos, se vendían por un brazalete de cobre a negros pintarrajeados.

No ha ocurrido, pues, nada nuevo ante mis ojos, pero todo lo que ha sucedido acaecerá también en el porvenir. Lo mismo que el hombre no ha cambiado hasta ahora, tampoco cambiará en el porvenir. Los que me sigan serán semejantes a los que me han precedido.

[…]

Soy yo, Dionisio, el apátrida, el errante, el trasterrado, el alter ego de Sinuhé, hijo éste de Fernando y de Elena, quien ha escrito esta obra para mí mismo. No para los dioses ni los hombres ni para asegurar la inmortalidad de mi nombre, sino para apaciguar mi pobre corazón, que ha tenido la medida entera.

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal me ha derribado.

MIGUEL HERNÁNDEZ

Dos de la tarde del primer día del mes de febrero de 1956, Dirección General de Seguridad, Madrid. Un joven de buena familia —casi un adolescente. Cumplirá veinte años en octubre— aguarda, sentado en un sillón de patas tambaleantes, a que dos inspectores de la Brigada Político-Social terminen de pasar a limpio su declaración. Uno de ellos, de pie junto a una mesa de oficina cubierta de borrones y lamparones, sujeta entre los dedos de su mano diestra un puñado de folios rebosantes de garabatos y lee en voz alta y a trompicones lo que el reo —muy pronto lo será— ha confesado a lo largo de las dos jornadas anteriores. El otro, instalado ante la mesa y convertido, momentáneamente, en mecanógrafo, aporrea con el dedo corazón de cada mano las teclas de una Underwood desencajada y así, fatigosamente, va trasladando a la claridad de las letras de molde lo que su compañero, con farragosa torpeza, le dicta. De vez en cuando, entre dubitativo e inquisitivo, el sabueso levanta los ojos, enarca las cejas y escruta el rostro del muchacho en silenciosa y agónica demanda de un gesto de aprobación que, efectivamente, no se le niega. El detenido, sin dejar de felicitarse para sus adentros por la asombrosa credulidad de la que, en apariencia, hacen gala sus esbirros, asiente, frase tras frase, a lo que escucha y da, implícito, el nihil obstat y concede el imprimatur a la cochambrosa versión de sus palabras que el inspector le propone. Lo hace, eso sí, con expresión compungida y mohines de niño bueno, de alumno aventajado del Colegio del Pilar, de virtuoso congregante de María Inmaculada, de pipiolo de barrio pera —nació y ha vivido siempre en el de Salamanca— incapaz de romper las reglas del juego vigentes en el mundo feliz y almohadillado que desde la infancia lo rodea.

Ya se ha dicho: el chaval lleva allí, en los despachos, calabozos y dependencias de lo que la gente llama, a palo seco, Sol, por la cercanía de la Puerta y plaza del mismo nombre, algo más de cuarenta y ocho larguísimas, interminables horas. Su detención se inscribe en el oleaje de las medidas represoras —militares, culturales y sociales— adoptadas por el gobierno a raíz de los incidentes que un par de semanas antes se han generado en el interior de la legendaria Casona de San Bernardo, sede aún de las facultades de Derecho, Políticas y Económicas, y en el dédalo de las calles adyacentes. Un grupo de personas —estudiantes, en su mayoría, a quienes el Caudillo, con sorna y retranca gallegas, calificará de jaraneros y alborotadores en una carta remitida al conde de Barcelona muchos años después— ha organizado, atizado y protagonizado el primer motín antigubernamental surgido intramuros del recinto universitario en los diecisiete años de historia del sistema político impuesto manu militari en toda la nación el día 1 de abril de 1939.

El aldabonazo, que el Régimen no se esperaba, ha sido de aúpa, y terribles y temibles han sido también la conmoción suscitada y la desproporcionada —aunque previsible— reacción de un gobierno perezoso, distraído, confiado y largamente acostumbrado a la forzosa calma chicha de la posguerra. La universidad está cerrada y el ejército, acuartelado. Se ha suspendido durante tres meses la vigencia de dos artículos del Fuero de los Españoles: los concernientes al habeas corpus —interpretado a la española— y a la libertad de movimientos, de desplazamientos y de residencia. El rector, malherido en la cabeza por la bala loca de un disparo al aire, forcejea con la muerte entre las sábanas, los tubos, los electrodos y los algodones de sabe Dios qué escondido centro hospitalario. Sus compañeros de centuria, solícitos, le velan fraternamente con el corazón apretado y los dedos en las cachas y gatillos de las pistolas dialécticas, mientras los jerarcas del grupo paramilitar al que pertenece, exasperados por el lance, a todas luces fortuito, y por la monumental algarada —diez mil universitarios desgañitándose en la Gran Vía— que lo ha precedido, anuncian por los micrófonos en sordina de radio macuto que volverán, si su correligionario muere, a las andadas en el 36 y

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