Fernando Vallejo - El fuego secreto
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- Libro:El fuego secreto
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1987
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El fuego secreto: resumen, descripción y anotación
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El fuego secreto — leer online gratis el libro completo
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«Un libro alucinante. Un desafío a la vez que una bofetada. Vallejo se desgarra al escribir, y nos desgarra y nos alucina.» (Alberto Aguirre, El Mundo)
«La más violenta andanada que se ha escrito contra Colombia pero a la vez un emocionado grito de independencia y rebeldía y, ¿por qué no decirlo?, de amor también.» (Nicolás Suescún, Revista Diners)
«Una voz cuyas disonancias deslumbrantes nos recuerdan las espléndidas imprecaciones de los Cantos de Maldoror y su deificación de la adolescencia.» (Claude Michel Cluny, Le Figaro Littéraire)
«Una prosa de bellezas sombrías. Una novela de un barroco deslumbrante.» (Pascale Haubruge, Le Soir)
«Relato desmesurado y blasfemo. Una mirada de lucidez y delirio en un país al borde del cataclismo.» (Hugo Marsan, Ex Aequo)
Fernando Vallejo
El río del tiempo - 02
ePub r1.1
mandius 18.01.15
Título original: El fuego sagrado
Fernando Vallejo, 1987
Editor digital: mandius
ePub base r1.2
FERNANDO VALLEJO RENDÓN. nació en Medellín, Colombia. Estudió filosofía y letras en universidades de Bogotá y dirección de cine en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Ha vivido gran parte de su vida en México, donde ha dirigido tres películas y escrito la totalidad de sus libros, algunos de los cuales han sido traducidos a múltiples idiomas. El gran amor de su vida son los animales, y su única causa es su defensa.
Por lo pronto, en México ha muerto Juan Arvizu. ¡Murió y ni quién se enteró! Venía la Bruja conmigo cuando leí la noticia, pequeñita, en un diario de ayer: una hoja suelta caída en un charco. Nos detuvimos un instante a leer el robo a una fábrica de escobas (¿Para qué las querrán? ¿Para otra bruja? ¿O para un museo?), cuando qué veo, abajo se encogía el minúsculo titular: «Falleció el cantante Juan Arvizu, de los tiempos de la vitrola», o algo así. De los tiempos de la vitrola… ¿Habrase visto peor insulto? ¿Y los que escriben de cuáles son? De los del amplificador y el micrófono, cuando cualquier marica afónico canta. ¡Y sin embargo sepan los del periódico que la fama de Juan Arvizu tapó medio sol! Llenó una época: dos, tres, cuatro décadas. Después, poquito a poquito se eclipsó. De modo que al llegar la Muerte igualadora se fue tan calladamente como se fue mi vecino, anónimo igual que el día en que nació. Entró como si regresara a su cajón de olvido, a su cajón de viento.
Lo único que se me ocurre es correr. Y corro y corro por sobre los países y los tiempos y las montañas hasta llegar a Colombia, e irrumpo como una tromba en el Gusano de Luz:
—¡Clodomiro, pronto, pronto, prendé el traganíquel y poné «Nuevamente vendrás hacia mí» que se murió Juan Arvizu!
Y él:
—Ni sabía que estaba vivo.
Tampoco tú estás vivo Clodomiro, Clodomira, hace mucho que tu Gusano de Luz se despanzurró. Así que guardate tu suficiencia, tu impertinencia, aunque pensándolo más despacio tal vez no andés tan despistado, no puede estar vivo ni muerto quien es un sol. Muerto, tal vez, en su país sin memoria, y vano y necio, en una hoja amarillenta en el fondo de un charco. «Nuevamente vendrás hacia mí, te lo aseguro. Cuando nadie se acuerde de ti tú volverás…» Entonces, cumpliendo las palabras ineludibles del bolero, desde el fondo del charco, del olvido, Rodrigo ha vuelto. Y en tanto suena en el traganíquel Juan Arvizu volvemos al cuarto: al centro, bajo la luz rojiza, la luz polvosa, el catre de latón del general. Lo que no sabría decirte, Rodrigo, de esa luz que se cuela por una grieta que da al barranco, es si es la luz del ocaso o del alba. ¡Qué más da! Entremos de prisa, de prisa, que acabada la canción se acabó esto. «Cuando estés convencido que nadie en el mundo te pueda querer como yo, tú vendrás a mi lado, sé muy bien que vendrás». Vivió tanto Juan Arvizu, sol de mi juventud, que aunque yo era un joven y él un viejo al final nos igualamos. La vejez nos emparejó.
Esta noche, en ese otro país donde el balcón es «volado» y la silla «taburete», me paseo por el volado arrullando a Manuelito. Voy y vuelvo de extremo a extremo con el niño en mis brazos, explicándole las hijueputeces de la vida. Como él nació en la casa de Laureles, que es de ladrillo, no sabe de los alacranes de la casa de Boston, que era de tapia. No sabe que los alacranes, si se les envuelve en un círculo de periódicos encendidos, vuelven contra sí mismos su terrible aguijón y se inyectan la ponzoña. Cercados por la adversidad se suicidan. Con ese pecado de mi niñez, que en lo que me reste de días no alcanzaré a expiar, ahora lo sé, me estaba quemando el alma. Porque el alacrán es mi signo, signo de fuego.
Míralo, Manuelito, dibujado entre la infinidad de figuras o constelaciones que en el cielo forman los astros. A medio camino entre el Triángulo Austral y Libra… ¿lo ves? Son sus estrellas Antares, Graffias, Dschubba, Wei, Sargas, Girtad, Shaula, Jabbah, Al Niyat, Almyat, Lesath. Antares, estrella doble de luz rojiza, gigantesca, que multiplica en noventa y un millones de veces al sol, es el alfa, es la cabeza de donde parten los dos garfios con sus pinzas. En el filo de una pinza está Dschubba, y Schaula tiene en la cola el veneno del aguijón. Mira ahora el Pez Austral, mira la Cabra, mira a Sagitario, mira el Escudo, mira al Centauro. En el cielo hay de todo. Hay Leones y Arqueros, Águilas y Serpientes, Saetas y Lobos, pero la más cruel, la más dura, la más infame de las constelaciones soy yo: el Escorpión. Impreso en las oscuridades insondables para la Eternidad.
Pero ni eso. Ni siquiera. Las constelaciones son ilusorias y efímeras, espejismos pasajeros. Cree el observador ingenuo ver en ellas un toro, una balanza, un pez y acomoda los trazos. Como en el amor, ¿no? Uno ve lo que quiere. Y al cabo las constelaciones se deshacen y toman rumbo aparte sus estrellas, a veces rumbos opuestos como los tomaremos sin duda tú y yo. No hay constelaciones, Manuelito. Lo que hay en realidad son estrellas viajando solitarias.
Caía la vasta noche amparadora sobre Medellín y mi casa, y solos, juntos, juntos absolutamente por un instante, se fueron mi sino y el tuyo, niño, en pos de esas estrellas viajeras, enredados en sus coordenadas luminosas. Era la víspera de la navidad y se habían ido todos y nos habían dejado a los dos solos cuidando la casa: mil cachivaches viejos de mil años que la rutina acumuló. La tibia noche caía entre villancicos y sonajas, rezaban por donde quiera la novena que precede al advenimiento de Jesús. ¿Los oyes? Ya están en el penúltimo día. Mañana la oscuridad azul se encenderá de globos y de fuegos de artificio aun más fugaces que esas estrellas que te mostré. Hoy es 23 de diciembre, víspera de la noche más feliz, más venturosa: para ti Manuelito, para los niños. No para mí.
Bajo ahora de esas alturas siderales a las que de cuando en cuando me remonto siguiendo una tradición pascaliana que no sé de dónde me viene, para presentarles (regalarles) a mi amigo José Ruiz, dueño del almacén Don Camilo de ropa para caballero, en Junín, Medellín, aquí en la tierra. El almacén es uno cualquiera, pero el dueño no, es excepcional. Para proceder en orden retórico respecto a sus varias, muchas singularidades, empiezo el retrato hablado por arriba, por el techo; esto es, el no techo pues carece de pelo, está desentejado. Lo conocí de peluca negra brillosa a lo compadrito, que usó por años hasta un otoño del Central Park neoyorkino en que el viento se la llevó. «Gone with the wind…» Dicen que terminó enredada en unos cables de la luz, pero en honor a la estricta verdad que me he propuesto en este libro, no lo vi. De regreso a Medellín, eso sí, se chantó una boina escocesa de cuadros rojos y blancos, a la que hacía juego una bufanda de igual diseño.
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