Fernando Vallejo - El cuervo blanco
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- Libro:El cuervo blanco
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2012
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El cuervo blanco: resumen, descripción y anotación
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FERNANDO VALLEJO (Medellín, Colombia, 1942). Estudió filosofía y letras en universidades de Bogotá y dirección de cine en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Ha vivido gran parte de su vida en México donde ha dirigido tres películas y escrito la totalidad de sus libros, algunos de los cuales han sido traducidos a múltiples idiomas. El gran amor de su vida son los animales y su única causa es su defensa.
Obras: Los días azules, El fuego secreto, Los caminos de Roma, Años de indulgencia, Entre fantasmas, La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, La rambla paralela, Mi hermano el alcalde, El don de la vida, Barba Jacob el mensajero, Almas en pena chapolas negras, La tautología darwinista y Manualisto de imposturología física
A David Anton
Título original: El cuervo blanco
Fernando Vallejo, 2012
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
Bajé en la estación del Père-Lachaise, caminé unas calles y entré en la ciudad de los muertos: tumbas y tumbas y tumbas de muertos y muertos y muertos: Joseph Courtial, Victor Meusy, George Visinet, Familia Faucher, Familia Flamant, Familia Morel, Familia Bardin… Y lápidas y lápidas y lápidas, con epitafios infatuados, necios, presumiendo de lo que fueron los que ya no lo son: un administrador de la Compañía de Gas en Saint-Germain-en-Laye; un crítico dramático y musical del Journal de Rouen; el sargento Hoff de una tumba adornada con la estatua de un soldadito de quepis, fusil en una mano y con la otra saludando al cielo. Y músicos y poetas y oradores y políticos y pintores y novelistas y generales y mariscales… ¡Y los monumentos! Monumento a los caídos en la guerra de 1870 por Francia. Monumento a los soldados parisienses muertos en el Norte de África por Francia. Monumento a los polacos muertos por Francia. Monumento a los combatientes rusos muertos por Francia. Monumento a los soldados españoles muertos por Francia. Monumento a los jóvenes voluntarios muertos por Francia… ¡Qué país! ¡Cuánta gloria! ¡Qué masacre! Masacre, del francés massacre, que un día fue galicismo en este idioma pero ya no. Todo pasa, todo cambia y el idioma y la moral se relajan. «Dan de sí», como dicen en México los vendedores de zapatos.
Y en las lápidas, bajo los nombres, las fechas entre las que vivieron los que se fueron. Y esta advertencia majadera en las tumbas de los ricos: concession à perpétuité: concesión a perpetuidad. O sea que el muerto es dueño de su tumba por toda la eternidad, de Dios o del Big Bang o de lo que sea. Y los pobres, los del común, los que si hoy comen mañana quién sabe, sin tumba a perpetuidad, ¿esos qué? Se van.
Ahora voy por la Avenida Lateral Sur a la altura de la Décima División y el Camino del Padre Eterno, un sendero. Entre los árboles sin hojas del invierno veo un pájaro negro, hermoso. Ah no, «hermoso» es pleonasmo, sobra. Todos los animales son hermosos. Este es un cuervo, un pájaro negro de alma blanca que tiene el don de la palabra, y ahora me está diciendo: «Por allí». Y por donde me dice tomo. Al llegar a la Avenue de la Chapelle otro cuervo me indicó: «Sempre diritto». Seguí derecho como me dijo el animalito, y por la Avenida de Saint-Morys llegué a la Transversal Primera. ¿Y ahora? ¿Por dónde sigo? Ningún cuervo había allí para preguntarle. Giré al azar, a la izquierda, y luego a la derecha, y en ese punto me perdí. Avenue des Étrangers Morts pour la France anunciaba un poste junto a un monumento extravagante, medio ridículo, un dolmen con el piso cubierto de ofrendas de flores: la tumba de Allan Kardec, el «fundador de la filosofía espiritista», según rezaba en la cornisa el esperpento. Qué bien le fue a este difunto, pensé. Era el muerto más florecido del Père-Lachaise. ¡Claro! Como fue el gran invocador de muertos… Y he aquí que me gritan desde la rama de uno de esos árboles escuetos: «Mais non, mais non, c’est par là, par là! Rebroussez chemin, idiot!». Era un cuervo impaciente que me estaba guiando: «À gauche, à gauche!». Volví sobre mis pasos y rectifiqué el camino. Los cuervos del Père-Lachaise son como los franceses, intransigentes. Pero llegué: desemboqué en la nonagésima división, un laberinto de tumbas que linda con el columbario.
Desde la alta cruz de piedra de un templete tres cuervos idénticos (pero de personalidades diferentísimas como bien lo sé) me miraban haciéndose los que no. Contaron hasta diez. Entonces el de en medio, una especie de Espíritu Santo de una trinidad luctuosa, descendió volando y vino a posarse cerca de mí, sobre una tumba que yo solo jamás habría encontrado, perdida como estaba, a ras del suelo, en su humildad, entre tanta jactancia y tanta gloria degaullesque. Caminé hacia la tumba y el corazón me dio un vuelco. Había llegado. Al sentirme llegar el cuervo alzó el vuelo y volvió a su cruz, sin mirarme. Entonces recordé el del poema de Poe que decía «Nunca más».
Era una pobre tumba cubierta de musgo. Con la punta del paraguas me di a rasparlo y fue apareciendo una cruz trazada sobre el cemento, y bajo su brazo horizontal, al lado izquierdo: «Ángel… Cuervo… né… Bogotá…». ¿El qué? El 7 tal vez, no se alcanzaba a leer. «…de marzo de 1838… mort… París…». ¿El 24? Tampoco se alcanzaba a leer. «…de abril de…». Faltaba el año, lo había borrado el tiempo. Pero yo lo sé: 1896, el mismo en que se mató Silva el poeta, y por los mismos días, pero en Bogotá, de un tiro en el corazón. Y nada más, sin epitafio ni palabrería vana, en una mezcla torpe de francés con español. Seguí raspando. Entonces, a la derecha, bajo el brazo vertical de la cruz, fuiste apareciendo tú: «Rufino… José… Cuervo… nacido en Bogotá… el 19 de septiembre de 1844… muerto en Paris… el 17 de julio de 1911». En el paisaje desolado de los árboles sin hojas del invierno y en tanto empezaba a caer la noche sobre el Père-Lachaise que ya iban a cerrar los guardianes, el inmenso Vacío de arriba vio a un pobre hombre arrodillado ante una pobre tumba. ¿Rezando? ¡Qué va, yo nunca rezo! Estaba anotando simplemente con un bolígrafo y en un papelito que saqué de la billetera algo que vi escrito en el frente de la tumba: «105 – 1896». ¿Ciento cinco qué es? ¿Acaso el número de la tumba de esa línea de esa división? ¿Y 1896 el año en que Rufino José la compró para enterrar ahí a su hermano?
«En la ciudad de París, capital de la República Francesa, a diez y siete de Julio de mil novecientos once, ante mí José Pablo Uribe B., Cónsul General de Colombia en París, ejerciendo funciones de Notario Público, según lo dispone la ley, y en presencia de los testigos Señores Pierre Cassasus y Eugène Poillot, varones mayores de edad, personas de buen crédito, domiciliados en París, a quienes conozco personalmente y en quienes no concurre ninguna causal de impedimento, compareció el señor Augusto Borda Tanco, ciudadano colombiano, varón, mayor de edad, a quien conozco personalmente y dijo: que hoy diez y siete de Julio de mil novecientos once falleció en esta ciudad de París, en la casa de salud situada en la calle Monsieur número quince, el Señor Don Rufino José Cuervo, ciudadano colombiano, nacido en Bogotá, República de Colombia, domiciliado en París en la calle de Siam, número diez y ocho. Le consta la defunción por haberle visto en su lecho de muerte. Leída que le fue la presente diligencia al compareciente se ratificó en su contenido, y en prueba de ello firma con los testigos ya mencionados, por ante mí, de todo lo cual doy fe». Y siguen las firmas de Augusto Borda, de los dos testigos franceses y de José Pablo Uribe B., «Cónsul General de Colombia en París». Es el acta de defunción de don Rufino. O mejor dicho, el acta colombiana de defunción, puesto que como murió en París tuvo que haber habido también un acta de defunción francesa, la más importante, y no porque Francia sea más importante que Colombia sino porque murió allá. Los muertos son de donde mueren y no del país donde nacieron. El acta de defunción francesa no la conozco; si no, la citaría también aquí. Adoro los expedientes criminales y las actas de los notarios, son pura literatura y las reproduzco tal cual. Yo, como don Rufino, soy riguroso en las citas, incapaz de cambiar una coma. Ni quito, ni pongo, ni cambio, ni desordeno. Tengan la certeza pues de que cuando abro comillas lo que queda encerrado entre ellas es la verdad de Dios. El acta en cuestión es manuscrita y la letra de quien la levanta es la del cónsul. ¿Tan pobre era entonces Colombia que no tenía para pagarle un secretario? ¡Mucho cuento es que le pagara a él! Además, colombianos en París había entonces pocos, las gracias deberían darnos por tener cónsul. Colombiano muerto que no esté certificado por el respectivo cónsul con su correspondiente acta de eternidad, hagan de cuenta que no se murió. ¿O por qué creen que sigo aquí y estoy escribiendo?
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