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Emilio Mola Vidal - El pasado, Azaña y el porvenir

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Emilio Mola Vidal El pasado, Azaña y el porvenir
  • Libro:
    El pasado, Azaña y el porvenir
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1940
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El pasado, Azaña y el porvenir: resumen, descripción y anotación

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CAPÍTULO PRIMERO

La milicia, víctima de las oligarquías gobernantes

Es creencia muy generalizada entre los españoles que el Ejército ha sido el niño mimado en todos los tiempos y situaciones, y que ha venido disfrutando del privilegio de la holgura, aun en aquellas épocas —harto frecuentes por desgracia— en que la necesidad, cuando no la miseria, han dominado al país. Esta creencia, si disculpable es la sustenten quienes no han podido o no han querido entretener sus ocios en estudios históricos de carácter militar, no lo es cuando tal afirmación la hacen individuos con título indiscutible de eruditos o que a sí mismos se otorgan —a veces con osada inmodestia— el dictado de «intelectuales»; pues éstos, ya que no a don Diego Hurtado de Mendoza y otros eximios literatos, han debido por lo menos sorberse de cabo a rabo la obra maestra del inmortal Cervantes, en la cual fácil es encontrar, puesto en boca del ingenioso hidalgo, al ensalzar el noble ejercicio de las armas, el siguiente comentario: «… y a veces suele ser su desnudez tanta —la del soldado—, que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en mitad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo; estando en la campaña rasa, con sólo el aliento de su boca; que como sale de lugar vacío, tengo por averiguado que debe de salir frío contra toda naturaleza»; lo cual quiere decir que en aquellos tiempos de esplendor y preponderancia militar ya andaba desatendido el Ejército. Pero si tomado el vocablo «soldado» en su acepción puramente gramatical y no como símbolo de la institución, se me arguye que las desatendidas eran las «picas» y no la «hueste» o «armada», dado que no quiero entrar en discusión, saltaré a los comienzos de la Edad contemporánea, que es, en fin de cuentas, la que interesa. Y como es noble, para no pecar de injustos o por lo menos de ligeros, darse a la tarea de averiguar en qué fecha sustituyó la abundancia a la escasez, la largueza a Ja mezquindad, la protección al desamparo, les invito a realizarlo, en la seguridad de que no habrán de hallarla, de lo que se convencerán si tienen la paciencia de seguirme leyendo.

Iniciase para nosotros los españoles la Edad contemporánea de la Historia europea con la guerra de 1793. En ésta, el general don Antonio Ricardos, «al frente de un ejército de 20.000 hombres, mal pertrechado y peor atendido por el Gobierno —son palabras de Martín Arrúe—, hizo una campaña tanto más notable cuanto que la efectuó con escasez o falta absoluta de los recursos más indispensables», al punto de que llegó a, apoderarse de todo el Rosellón sin lograr, no ya que le enviasen dinero, sino ni tan siquiera los hombres indispensables para cubrir las bajas; eso que el pueblo acogió la guerra con entusiasmo y no regateó medios de todas clases, los cuales debió emplear Godoy en otros menesteres más productivos, por lo menos para él. Al año siguiente el bravo militar murió en Madrid, tengo entendido que de asco.

Grande fué el desamparo en que Carlos IV y el favorito de María Luisa dejaron a las tropas del general Ricardos, mas el abandono en que tuvieron al Ejército de la Península fué aún mayor, lo que se puso de manifiesto algunos años después con motivo de la invasión napoleónica, como podrá comprobar quienquiera tenga la curiosidad de leer algo de lo mucho que se ha escrito sobre período tan interesante de la vida de nuestra nación y muy especialmente por Gómez de Arteche, a cuya detallada Historia de la guerra de la Independencia remito a los que duden de mis afirmaciones, y así se enterarán con; pelos y señales de los esfuerzos que tuvieron que hacer, el heroísmo que derrocharon y la competencia de que dieron muestras para defender a España casi todos los generales de aquel tiempo, obligados a enfrentarse con el Ejército mejor instruido, dotado y más poderoso de Europa, sin otros elementos de guerra que un pueblo hambriento, aunque patriota y digno, y una milicia casi desnuda, mal armada, peor municionada y pésimamente instruida.

Los descalabros sufridos durante la invasión francesa nada enseñaron a Fernando VII y sus ministros, pues siguieron sin preocuparse de organizar el Ejército, ni tan siquiera de atenderlo en lo más preciso, no obstante la crítica situación de Europa y la rebeldía de nuestras colonias americanas. Así pasaron años y más años hasta que con motivo de haber subido al trono Isabel II estalló la guerra civil, durante la cual se dió el vergonzoso caso de que los carlistas estuviesen mejor armados que los isabelinos. Y vino «el abrazo de Vergara»; tras él un período ininterrumpido de agitación en que las preocupaciones políticas lo absorbían todo, y, como es lógico, siguió aumentando el desbarajuste militar. Poco antes de la guerra de África se inició una corriente de simpatía hacia las instituciones armadas, lo que nos, permitió salir con bien —dentro de lo que era posible— de la aventura ideada por don Leopoldo O’Donnell «para impresionar las imaginaciones de los españoles y distraerles de las cosas de la política interior y de las intestinas discordias que íbanles agotando».

La atención a las cuestiones militares duró relativamente poco: hasta el asesinato del general Prim. Después, cada vez más acentuada —salvo el año y pico que fué ministro de la Guerra don Manuel Cassola—, los Gobiernos dieron la sensación de no preocuparse poco ni mucho de los organismos castrenses; y aun cuando durante la segunda guerra civil existió organización, espíritu y elementos, en Cuba se puso de manifiesto nuestra incapacidad militar, llegando a extremos vergonzosos en todos los órdenes y muy especialmente en el relativo a servicios de mantenimiento: el de Sanidad, por ejemplo, era tan deficiente que el terrible vómito diezmaba los batallones expedicionarios; el de Intendencia no existía, lo que obligaba a las tropas a vivir sobre el país. Para colmo, se suspendió el pago de los haberes: cómoda medida que adoptaron los usufructuarios del Poder para nivelar la Hacienda, que por lo que duró llegó a temerse se hiciera crónica, pues, hasta bastante después del «pacto del Zanjón», no terminó la vergüenza. Todo esto y mucho más soportó con resignación el Ejército.

Pasando por alto la guerra del 93 en Melilla, que, por su escasa duración y los reducidos contingentes que en ella tomaron parte, no merece ser citada, llegamos a las insurrecciones de Cuba y Filipinas. ¡Qué no podría decirse de la forma como fueron organizadas aquellas expediciones a Ultramar: rebaños de hombres sin el menor ideal, sin la más mínima cohesión, sin armamento y equipos adecuados! ¡Qué responsabilidades no habría cabido exigir a los políticos de aquella época, los cuales, con su imprevisión y negligencia, dieron lugar a que se iniciaran y prosiguieran las operaciones sin proveer a las más elementales necesidades de las tropas! Pero lo peor fué que, cuando el agotamiento de los ejércitos de Cuba y Filipinas llegó a su límite, se les hizo enfrentar con la nación más poderosa del mundo, y, para que el desastre fuera mayor, se le ofrendó la colección de barcos inútiles a los que pomposamente designábamos con el nombre de Escuadra española. De nada sirvieron las indicaciones, súplicas y gritos de angustia de quienes vieron desde el primer momento lo que iba a ocurrir. Sucedió lo que tenía que suceder.

Mas, pasados los primeros momentos de estupor y aun de regocijo —esto último por estimar vendría como inmediata consecuencia de la derrota la repatriación de los que allí luchaban y la suspensión de los sorteos—, el pueblo español apreció la magnitud del desastre y pronto se rebeló contra el infortunio, dándose a la busca de los responsables de la catástrofe. ¿Qué ocurrió entonces? Pues ocurrió que los políticos, ante el temor de que la opinión pública, saliéndose de su habitual inconsciencia, cayese en la cuenta de que eran ellos, ¡únicamente ellos!, los culpables, se apresuraron a señalar dos reos: el Ejército y la Marina vencidos. Y sobre éstos descargó toda la indignación nacional, exacerbándose la animosidad que, a partir de la revolución de septiembre, mejor dicho, de la proclamación de la República, se había iniciado en el elemento civil contra el militar. Mediante tan hábil maniobra fué posible que el peso de la ley sólo cayese sobre unos cuantos desventurados generales, a quienes los acontecimientos sorprendieron en puestos de responsabilidad que por reglamentaria sucesión de mandos se habían visto obligados a asumir. Ninguna sanción hubo para los gobernantes y sus genízaros; ningún cargo se hizo a los que, con juicios inoportunos, discursos estúpidos y resoluciones arbitrarias —cuando no criminales—, impidieron toda concordia con la población indígena de las colonias, dificultaron soluciones viables y nos lanzaron a la guerra con los Estados Unidos, en la que no podía caber a España otro papel que el de víctima.

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