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Josefina Carabias - Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel

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Josefina Carabias Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel
  • Libro:
    Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1980
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Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel: resumen, descripción y anotación

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Josefina Carabias

Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel

ePub r1.0

Titivillus 10.12.15

Título original: Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel

Josefina Carabias, 1980

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

JOSEFINA CARABIAS SÁNCHEZ-OCAÑA nació en 1908 en Arenas de San Pedro Ávila - photo 3

JOSEFINA CARABIAS SÁNCHEZ-OCAÑA nació en 1908 en Arenas de San Pedro Ávila - photo 4

JOSEFINA CARABIAS SÁNCHEZ-OCAÑA, nació en 1908 en Arenas de San Pedro (Ávila). Estudió Derecho en Madrid, a donde llegó en 1928, pero se formó realmente en la Residencia de Estudiantes —la de la calle Fortuny, para señoritas, que dirigía doña María de Maeztu— y en el Ateneo. En abril de 1931 empezó a colaborar, con entrevistas y reportajes, en la revista Estampa y en el diario Ahora y en 1933 se incorporó como redactora al vespertino La Voz. Durante la guerra civil marchó a Francia, donde permaneció seis años, parte de ellos bajo la ocupación alemana, mientras su marido, José Rico Godoy, estaba encarcelado en Madrid.

A su vuelta publicó varios libros con el pseudónimo de Carmen Moreno, y a partir de 1948 se reintegró a su profesión, primero como colaboradora y a partir de 1951 como redactora, en Informaciones. En 1954 fue enviada como corresponsal a Washington y en 1959 a París, donde permaneció hasta 1967. Desde entonces hasta su muerte en 1980 publicó la columna diaria «Escribe Josefina Carabias» en el Ya de Madrid y una veintena de cabeceras de provincias. En los años setenta dirigió una revista femenina, «la única forma —decía— para una periodista de probarse en funciones directivas en la prensa española».

Autora de una decena de libros, entre ellos Los alemanes en Francia vistos por una española (1944) y Azaña, los que le llamábamos don Manuel (1980), fue Premio Luca de Tena en 1952.

Tuvo dos hijas, Carmen, escritora y periodista, y Mercedes, diplomática.

Introducción

Cuando se cumplen cien años de su nacimiento en Alcalá de Henares y cuarenta de su entierro en Montauban (Francia) la figura de Manuel Azaña, nunca olvidada pero sí escarnecida durante decenios, vuelve a inspirar respeto y hasta admiración.

Para quienes le conocimos y hasta le tratamos durante varios años, es un deber contar cómo era, o cómo nos parecía, aquel hombre poco común que, habiendo vivido cincuenta años en una relativa oscuridad, dentro de un círculo reducido, de intelectuales, dio en solo los diez años siguientes el salto a la fama más extensa, conoció el sabor del triunfo, la mordedura de la calumnia y, finalmente, un doloroso calvario.

Esto que tiene el lector en sus manos no es una biografía más de Azaña. Es solo un modesto testimonio de primera mano, que puede servir a sus biógrafos.

Se ha hablado de «los dos Azañas». A mí, desde que le conocí, antes de que fuera conocido en España y en el mundo, hasta que le perdí de vista, siempre me pareció uno solo. Un hombre más humano de lo que él dejaba ver, con más corazón del que mostraba y con no pocas contradicciones dentro de sí mismo.

Procuraba mostrarse siempre enérgico, pero él sabía que no lo era tanto.

«Si la República no se hace respetar, se hará temer», le oímos decir con la mayor firmeza una tarde inolvidable en que la República y él mismo habían sufrido una afrenta inesperada, una acometida grave.

«Si ellos derriban la silla, yo derribaré la mesa», fue otra frase suya muy aplaudida.

Y, sin embargo, él era el primero en no ignorar, sobre todo a medida que transcurría el tiempo, que a la República española muy pocos la respetaban y ninguno la temía. Que por muchas sillas que derribasen otros, él no derribaría ninguna mesa —lo que solía hacer era restaurarlas en vista de que le encantaban los muebles de estilo, que son los que usan los gobernantes—, porque nunca se hubiera perdonado que la mesa pillara debajo a un niño, un gato o una mujer de las que hacen la limpieza en los Ministerios.

Mi interés por Azaña partió de que me parecía un ser humano raro, muy distinto hablando con él de como se le veía desde lejos. Nunca llegó a inspirarme tanto cariño, tanta simpatía como otros grandes hombres de su tiempo —Baroja o Valle-Inclán, por ejemplo—, porque también le traté menos.

Nunca le pedí ningún favor. Tuve, sin embargo, el honor de que él, desde la altura en que se hallaba entonces, me pidiera a mí uno. Un favor muy modesto, muy pequeño, pero con el que me honró, como si fuera él quien me lo hacía, porque me daba ocasión de aportar un granito de arena a la obra difícil que se traía entre manos aquellos días, y que consistía nada menos que en salvar la vida de un hombre, sin que se supiera —habría sido imprudente tal como estaban las cosas— que era él quien ponía más tesón en aquella empresa humanitaria que consistía en evitar al general Sanjurjo el pelotón de fusilamiento.

Pero, si bien este libro no es una biografía, tampoco es una apología.

Aunque oyéndole hablar lo pareciera, Manuel Azaña no era un hombre perfecto ni siquiera un político perfecto. Cometió bastantes errores, entre otros, el no darse cuenta de que la pasión de mandar no era en él lo bastante fuerte —aun siéndolo mucho— como para poder dominar con éxito unas situaciones tan terribles como las que le tocó afrontar.

Tampoco diré que este libro sea absolutamente imparcial. Azaña, que no era capaz de disimular sus antipatías, aunque fueran justas —mala cualidad para un político—, también era muy leal y constante en sus simpatías. Yo le caí bien desde que nos conocimos antes de que fuera conocido. Siempre tuvo para mí una sonrisa, una palabra amable, incluso cuando me tropecé con él en malos momentos suyos. ¿Quién es insensible a eso? Yo no.

Algo que quiero aclarar, y porque quizá choque al lector a lo largo de este libro, es que todos los que intervenimos nos llamábamos de usted. El tuteo, ahora tan corriente y contra el que yo no tengo nada porque me resulta agradable y amistoso, era entonces muy raro.

Incluso los socialistas, que se trataban entre sí de «compañeros», incluso en el hemiciclo de las Cortes, eran muy pocos los que se tuteaban. Prieto llamaba de usted a Largo Caballero; Saborit, antiguo tipógrafo, se trataba de usted con Manuel Muiño, que seguía siendo portero de una finca urbana, porque «esto de diputado no va a durar siempre», decía él y todos absolutamente llamaban de usted a Besteiro, la figura más respetada y admirada, sin apearle jamás el «don» antepuesto a su nombre. «El compañero don Julián», decían cuando hablaban de él unos con otros.

Eran otros tiempos y otras costumbres lo que he querido retratar fielmente en este puñado de recuerdos. Creo que todos los que hemos vivido una época histórica —en algunas cosas tan distinta, en otras tan semejante a la actual— tenemos el deber de contar lo que vimos, aunque sea mal contado, como es mi caso.

I. Cuando los jóvenes fuimos a buscarle

—¿Cuántos años tiene usted, don Manuel? Supongo qué a un futuro hombre de Estado se le puede hacer esa pregunta sin que resulte indiscreta.

—Tengo cincuenta años cumplidos. Nací en enero de 1880.

Estábamos en la galería central del Ateneo y no sé por qué a mí se me ocurrió plantearle tal pregunta mientras él andaba en aquellos momentos mirando paredes, techos y muebles a fin de hacer un cálculo, muy por lo alto, sobre lo que costaría poner un poco decente aquellos salones que habían caído en un lamentable estado de cochambre durante los años en que, por razones políticas —solidaridad con la Junta Directiva que presidía el doctor Marañón y cuyos miembros en su totalidad fueron metidos en la cárcel bajo la acusación de haber tomado parte en la famosa «sanjuanada» contra el general Primo de Rivera—, habían desertado de aquella casa un gran número de intelectuales y figuras conocidas.

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