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Manuel Azaña - Diarios completos

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Manuel Azaña Diarios completos
  • Libro:
    Diarios completos
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    ePubLibre
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    2000
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Carta a Ángel Ossorio

CARTA A ÁNGEL OSSORIO

La Prasle,

Collonges-sous-Salève (H. S).,

28 de junio de 1939

Señor don Ángel Ossorio,

Buenos Aires

Querido amigo: En la segunda quincena de abril llegó a mis manos su carta de usted, fechada el 13 de marzo. Ya la echaba de menos, pero no tengo que arrepentirme de ningún mal pensamiento, porque estaba seguro de que no me privaría usted de sus noticias. Ha llegado otra carta, que reproduce y amplía la primera. Se las agradezco. Tardar en contestarle no es pura pereza. El tiempo se me escurre entre los dedos, sin gran adelanto, aunque casi no hago otra cosa que mover la pluma. He tenido que roer una correspondencia bastante copiosa, arreglar una masa de papeles, ocuparme en trabajos urgentes, completar en lo posible mi instalación… ¡Qué sé yo! Y en todo llego tarde. También en el propósito de contestarle a usted. No me lo lleve a mal.

Estamos instalados en una casa de hechura saboyana, algo vieja y bastante destartalada, que por encargo mío alquiló Cipriano el año pasado. A su espalda hay unas praderas, una frondosa arboleda, y un huertecito, pertenecientes a la finca. Todo ello lo trabaja un portugués, que tiene la ventaja de llamarse Nascimento, y es nuestro proveedor de hortalizas. Nascimento es dueño legítimo de una mujer regordeta y de un perro de presa, canelo, que unas veces admite de nuestra mano un terrón de azúcar, y otras nos muerde, sin miramiento alguno. He de enviarle a Gordón una consulta sobre el carácter de este perro. El pueblecito es insignificante, pero en situación amena, bien comunicado. Mi casa está a trescientos metros de la frontera suiza, y a quince minutos de Ginebra, teatro de nuestros triunfos. Nos gobierna, en nombre de la República francesa, un alcalde muy bueno, antiguo combatiente, exdiputado, solterón, y con álbum, en el que me ha hecho escribir un pensamiento profundísimo. Me ha regalado una biografía de su papá, que fue consejero de arrondissement y un librito sobre Rousseau. Es decirle a usted que con las autoridades estoy a partir un piñón. También tengo un policía sagaz, encargado de impedir que los facciosos me asesinen. El perro de Nascimento, que debe de ser falangista, le mordió el otro día en una pantorrilla. En fin, un auténtico príncipe ruso, que suena así como Cherebochef, venido a menos desde la revolución, y muy amigo personal de Alfonso XIII, nos provee de leche. La princesa viene todos los días a traérnosla, y como debe de haber averiguado que no somos comunistas, nos sonríe. El barbero es italiano, como su mujer, «muy fermosa e garrida», que inquieta a algunos varones de la pequeña colonia formada en torno nuestro. Quien no se inquieta por nada es el barbero. Añádese a todo esto la imponente contigüidad del boscoso Salève, que hasta hace quince días nos ha tenido envueltos en brumas y chaparrones. Y está hecho el catálogo de los incentivos con que la sociedad y la naturaleza concurren a hacerme llevadero el destierro.

Hemos llegado a ser aquí treinta y una personas; naturalmente, no cabían en la casa, y se han albergado en el pueblo. Además, tengo en Montpellier a mi hermana y su marido, a las hijas y nietos de mi hermano, y a un cuñado de mi sobrina viuda. Otras diez personas. A mi hermana le han confiscado todos sus bienes. Nuestra casa de Alcalá, convenientemente saqueada, alberga ahora a la falange. No pudiendo ayudarlos de otra manera, me he traído a vivir aquí provisionalmente a unos cuantos emigrados; entre ellos el coronel Parra, que en los últimos tiempos era jefe de la guardia presidencial, y al general Menéndez. Menéndez logró embarcarse en Gandía, cuando ya Valencia, y Gandía mismo, estaban en poder de los falangistas. Lo facturaron para Londres, y he conseguido del Gobierno francés que le dejen venir aquí. Su mujer y sus hijas están en España. Ahora ando en gestiones para encontrarles colocación en México o en Colombia. A Saravia no he podido traerlo conmigo, porque son once de familia. Vive malamente en una aldea cerca de Marsella. Los que distribuyen los fondos de socorro a los emigrados son tan miserables, que a Saravia no le han dado un céntimo, porque no era comunistoide y sí republicano y amigo mío. Esta aglomeración de la Prasle no puede, es claro, durar mucho tiempo. Ha empezado a disgregarse. Mi cuñado Manolo, con su mujer y su hijo, están ya en México. Manolo ha sido colocado en la Casa de España. No conozco exactamente los fines de este instituto. A él pertenecía ya Díez-Canedo. He obtenido del presidente Cárdenas un puesto, también en la Casa de España, para Domenchina, que ha estado tres meses en Toulouse, con su familia, pasando las penas derramadas. Otras personas, desconocidas para usted, que estaban aquí, se han embarcado igualmente. Cada despedida corta un lazo más con el pasado. Dentro de poco me quedaré en la estricta intimidad familiar y a solas con mis pensamientos.

No son muy lisonjeros, que digamos. En el orden personal no me quebrantan, y lo que me ha pasado a mí, particularmente, me importa poco, o nada, cualesquiera que sean las dificultades del mañana. Tanto me da vivir en un palacio como en una aldea. Todo lo que soy lo llevo conmigo. Por lo visto, conservo un fondo casticísimo de indiferencia estoica, y me digo como Sancho: Desnudo nací, desnudo me hallo; ni pierdo ni gano. Por otra parte, las grandes experiencias a que hemos asistido, y en las que me ha tocado ser, unas veces angustiado espectador, otras actor, y otras la víctima, son un acontecimiento prodigioso, no en la historia del mundo, sino en nuestra corta vida personal, y la colman, la profundizan. Si yo fuera un intelectual puro, podría ahora consagrarme, impasible, a extraer el meollo «sustantífico» de todo lo que ha pasado. Veo en los sucesos de España un insulto, una rebelión contra la inteligencia, un tal desate de lo zoológico y del primitivismo incivil, que las bases de mi racionalismo se estremecen. En este conflicto, mi juicio me llevaría a la repulsa, a volverme de espaldas a todo cuanto la razón condena. No puedo hacerlo. Mi duelo de español se sobrepone a todo. Esta servidumbre voluntaria me ha de acompañar siempre y nunca podré ser un desarraigado. Siento como propias todas las cosas españolas, y aun las más detestables hay que conllevarlas, como una enfermedad penosa. Pero eso no impide conocer la enfermedad de que uno se muere; o más exactamente de que nos hemos muerto; porque todo lo que podemos decir ahora sobre lo pasado suena a cosa del otro mundo.

Me gustaría, puesto que se lamenta usted de estar mal informado, contarle puntualmente los sucesos. Resultaría un mamotreto. Le daré a usted una impresión abreviada. Lo de Cataluña era fatal, en cuanto los facciosos acabaran de comprender que el nudo de la guerra estaba allí, y en ninguna parte más. Todavía no se ha explicado nadie por qué en marzo del 38 cuando tomaron Lérida, no llegaron a Barcelona. Entre ambas capitales no había fuerza alguna. Tal vez no supieron a tiempo la inmensidad del desastre que nos habían causado. Desde entonces, Cataluña era, militarmente, una plaza asediada, que no podía reponer el desgaste diario de hombres y material, de municiones, víveres, etcétera. En tanto que el sitiador se reforzaba continuamente. Su artillería era diez veces más numerosa que la nuestra y su aviación cinco o seis veces. Nosotros no teníamos cuadros de mando, el ejército era una masa sin esqueleto, propicia al pánico y a la desbandada. La desventurada ocurrencia de decretar la «movilización general» (expresión que en nuestro país carece de sentido, porque nadie tenía instrucción militar), sin duda para impresionar a la opinión con un bluff inoperante, metió en filas una muchedumbre de gentes sin preparación alguna, sin moral, sin entusiasmo político, derrotadas de antemano, que en cuarenta y ocho horas pasaba de la oficina o del taller a la trinchera, empuñando un fusil del que ignoraban el manejo, y llevando sobre sí la impresión desastrosa de la retaguardia. Los conflictos entre el Gobierno y la Generalidad, llevados con groseras faltas de tacto y de lealtad por ambas partes, produjeron en los catalanes más o menos influidos por la táctica de la Esquerra y otros grupos análogos, un despego (llamémoslo así) que no se disimulaba. Pi y Suñer, como otros personajes de Barcelona, me dijo que, en virtud de la política anticatalana de Negrín, los catalanes

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