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Emilio Mola Vidal - Tempestad, calma, intriga y crisis

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Emilio Mola Vidal Tempestad, calma, intriga y crisis
  • Libro:
    Tempestad, calma, intriga y crisis
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1940
  • Índice:
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Tempestad, calma, intriga y crisis: resumen, descripción y anotación

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A PROPÓSITO DEL LIBRO LO QUE YO SUPE…

Cuando me decidí a lanzar al público el primer tomo de mis Memorias, hice el firme propósito de no sostener respecto a él, ni a los que habían de sucederle, polémicas de ninguna clase. Mi conducta obedecía al deseo de que la opinión, después de conocerlos y enterarse de cuanto de ellos pudiera decirse, juzgase libremente.

Voy, empero, por primera y última vez, a valerme de la ocasión que me brinda la publicación de TEMPESTAD, CALMA, INTRIGA Y CRISIS para contestar, siquiera sea con brevedad, a cuantos pública y privadamente se han dirigido a mí con motivo de juicios, comentarios, informes u omisiones relativos a dicho primer tomo. Quiero contestar a todos, incluso a los que no se han comportado con la corrección que es práctica corriente entre personas bien educadas.

Empiezo:

En primer lugar he de decir que las referencias confidenciales e informes policíacos insertos en el libro LO QUE YO SUPE… —como los que figuran en el presente— han sido elegidos de mi archivo particular de entre los que tenía la absoluta seguridad no podían ser desmentidos en su parte esencial, lo cual no excluye la posibilidad de un error de orden trivial, de nimio detalle.

En el caso concreto del informe que figura en las páginas 196 y 197 de la primera edición, lo de menos es si un señor recibió o, por el contrario, dió determinada cantidad para la adquisición de armas y si pagó o no el importe de unos metros de mecha para la fabricación de bombas; lo importante es que la reunión se celebró y en ella un jefe del Ejército, en activo servicio, con cargo palatino para posesionarse del cual hubo de prestar juramento solemne, se dedicaba en aquella época —primeros de septiembre de 1930— a unas actividades impropias de su carrera y especial situación.

* * *

Sabido el valor que cabe dar a los documentos publicados procedentes del servicio secreto, me resta por decir lo siguiente: que cuanto afirmo rotunda y terminantemente por mi cuenta, sin hacer salvedades y distingos, lo mantengo íntegro en todos sus puntos, y, si es preciso, lo demuestro.

Reconozco debe ser desagradable para algunos revolucionarios verse hoy descubiertos en su doble juego de poner una vela a Dios y otra al diablo; pero no deben preocuparse: ¡Fueron tantos!…

* * *

No fué fracaso policíaco el que un individuo a quien se acusaba de haber cometido una importante estafa consiguiera refugiarse en el extranjero, pues la Dirección de Seguridad no tuvo la culpa de que los perjudicados —con los cuales sostuve una o dos conferencias antes de hacerse público el hecho— se negaran a presentar la correspondiente denuncia, por creer viable un arreglo amistoso.

Respecto a la desaparición y «destrucción» —esto último lo añado yo por mi cuenta— del sumario que con tal motivo se estaba instruyendo, es asunto que algún día puede volver a estar sobre el tapete; pero hoy, desde luego, no. Ésta es la razón por la cual he preferido callar en las presentes circunstancias.

* * *

La idea que me impulsó a escribir LO QUE YO SUPE… está expuesta con toda claridad en el prólogo de la obra; no fué, por tanto, la de defender la gestión del Gobierno Berenguer. Hago resaltar en el libro, eso sí, no se procedió en ninguna ocasión dictatorialmente y explico la razón de algunas determinaciones que con posterioridad han sido criticadas.

Estimo que no soy el más llamado a decir si el conde de Xauen acertó o no; lo que sí debo hacer constar es que, si erró, no debe culpársele a él solo, sino también al país, que, salvo un reducido sector, clamaba por ser gobernado con espíritu liberal y respeto absoluto a las leyes votadas por las Cortes de la Monarquía. Los que duden de lo que digo pueden entretenerse en repasar las colecciones de los periódicos de aquella época, y es muy posible que únicamente encuentren uno, La Nación, que mantuviese siempre el criterio de que era imprescindible seguir los procedimientos puestos en práctica por la Dictadura.

* * *

Salgo al paso de quienes dicen demuestro animosidad hacia el general Primo de Rivera. No. Le juzgo según mi leal saber y entender, alabando lo que estimo bueno y censurando lo que creo malo. Para concretar más, diré: que el marqués de Estella, como caballero, como militar y como ciudadano, merece todos mis respetos; como político también, a pesar de sus errores. Hay que convenir que, para ser un gobernante improvisado, lo hizo muchísimo mejor que otros que lo eran de profesión. Pero tendría que haber ido de desacierto en desacierto, sin conseguir más éxito que el de la pacificación de Marruecos, y sería lo suficiente, ¡tan inmenso es!, para que se le hubiera perdonado todo lo demás y se venerase su memoria.

No creo que a quien así piensa se le pueda tachar de tener animosidad hacia el general Primo de Rivera. Yo, por fortuna, no pertenezco a la especie del hombre-camaleón (que cambia de color según las circunstancias) y estoy donde estuve siempre. No les ocurre lo mismo a muchos que fueron delegados gubernativos, afiliados al somatén y «upetistas», que han tenido la gran habilidad de «enchufarse» en el nuevo régimen y alguno incluso ha conseguido trepar hasta el sillón codiciado de un Gobierno provinciano. Éstos sí que, por regla general, se afanan en demostrar animosidad hacia quien les protegió creyéndoles honrados, decentes y leales…

El hombre-camaleón no es exclusivo de la fauna ibérica, pues se da en todos los climas; pero en el nuestro, por desgracia, se produce con una superabundancia que rebasa los, límites de lo tolerable y entra en el campo de lo vergonzoso.

* * *

Por último, creo de mi deber hacer algunos comentarios al notable artículo que con el título «Escuela de orden» publicó el culto escritor Ramiro de Maeztu en el ABC correspondiente al 19 de enero.

Ante todo he de decir que Ramiro de Maeztu encuentra en mi libro materiales que, manejados con la habilidad propia de su talento, le llevan a sentar una tesis acertada. Para llegar a lo que él pretende, hace resaltar mi falta de preparación, interpreta torcidamente un juicio y juzga equivocado otro.

Desde luego Ramiro de Maeztu tiene sobrada razón para afirmar que al encargarme de la Policía estaba desorientado e ignoraba lo que más debía interesarme. De ello no tuve la culpa, pues bien claro manifesté al general Berenguer, al contestar su primer telegrama, que era lego en asuntos policiales. Acepté el cargo por obediencia, por gratitud debida y por afecto; por no querer traicionar esos sentimientos me hundí con él, y, a pesar de lo sufrido, no me pesa.

Pero si le doy la razón en lo de mi desorientación e ignorancia, no puedo hacer lo propio respecto a la interpretación que da al juicio «de que las instituciones, por seculares que sean, han de marchar al ritmo de los tiempos», con lo cual no quise expresar «que el mal dependía de no haber dado aún más empleos a los revolucionarios», sino que un régimen, sea el que fuere, no puede obstinarse —so pena de perecer— en vivir en perpetuo «statu quo», negando realidad a estados efectivos de la conciencia pública o inhibiéndose de ellos. Y en este punto no me negará Ramiro de Maeztu que la Monarquía, efecto de la atracción irresistible que sobre ella ejercía lo tradicional; de la repugnancia de sus hombres a todo avance legislativo que implicase pérdida de prerrogativas en determinadas clases sociales; de la indecisión en resolver problemas que era preciso acometer de frente, y por otras razones de muy diversa índole, fué perdiendo popularidad primero, prestigio después y más tarde se la llegó a odiar. Creo, sin embargo, que es preferible el «statu quo» perpetuo a ciertas audaces experiencias que hemos conocido recientemente. Al buen entendedor…

Respecto a que me engaño al afirmar que «el espíritu revolucionario lo invadía todo»: No me engaño; no. Buena prueba de ello es que el día 12 de abril votaron por la República obreros, empleados, comerciantes, militares, capitalistas, sacerdotes, guardias de Seguridad, alabarderos, criados de Palacio, aristócratas y, ¡pásmese, Sr. Maeztu!; hasta ex ministros de la Corona.

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